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La caída del coloso

Cómo se explica que uno de los hombres más brillante de su generación haya tenido un fracaso tan estruendoso.

10 de noviembre de 2003

La caída del ex ministro Fernando Londoño tiene algo de tragedia griega. Es uno de los hombres más brillantes de su generación, tal vez el mejor orador, patriótico como pocos y uribista como ninguno. En algunos sectores su llegada fue vista como la salvación del país. Representaba el símbolo de la lucha contra la corrupción y la politiquería. El binomio Uribe-Londoño era, para buena parte del sector privado, la esperanza de la renovación política en Colombia.

Quince meses duró esa fantasía. El final fue melancólico. Se le pidió la renuncia, pero no lo hizo el Presidente como corresponde al estatus de Ministro del Interior. La carta de despedida de dos líneas se la recibió el secretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez. En medio de este dolor Londoño mostró una gran dignidad. Su bella esposa, María Margarita Camargo, no se separó de él durante el resto del día. "Si tú estuviste conmigo cuando llegué, vas a estar conmigo cuando me vaya", le dijo. En la ronda de entrevistas que dio esa noche a diversos medios de comunicación ella fue la única que lo acompañó. En muchos momentos se le aguaron los ojos y, como cosa rara, a su marido también. Los que creían que el Ministro era un bárbaro neoliberal sin corazón cambiaron de opinión.

¿Quién tuvo la culpa de lo sucedido? Se podría decir que Londoño sufría del síndrome de Davivienda: estaba en el lugar equivocado. Podría haber sido un estelar Ministro de Justicia, de Desarrollo, de Comercio Exterior y hasta de Minas y Energía. Pero no era el hombre para manejar las relaciones con el Congreso. Sus antecedentes durante el proceso 8.000 lo habían posicionado como un verdugo del Capitolio, corporación integrada en gran parte por samperistas y serpistas. Su ideología ultraderechista le generaba enemigos de facto en todos los demás sectores. Su temperamento no transaccional y su estilo sin pelos en la lengua era percibido como arrogante. Sus imprudencias verbales fueron tantas (ver recuadro) que acabaron convirtiéndolo en una caricatura.

Por su padre, él tenía la visión del Congreso como un recinto sagrado donde el mejor orador era el rey. Laureano Gómez y los Leopardos eran su modelo. Pero el Congreso contemporáneo está lejos de ser eso: es más bien un mercado persa de componendas. Hoy en día, más que la oratoria de un Catón se requiere el muñequeo de un tahúr. Londoño era lo primero pero no lo segundo.

Y a todo esto se sumaba Invercolsa. No era un escándalo político común y corriente. Era feo y era verdad. Catón no lo habría hecho. Ese antecedente hizo que cuando el águila cogió vuelo llevaba plomo en el ala. El fantasma de Invercolsa siempre rondó alrededor del Ministro, ya fuera en lo político o en lo jurídico. El tiro de gracia fue por el lado jurídico. La multa de 53 millones de pesos que le impuso la Superintendencia de Sociedades coincidió con la fecha en que el Presidente lo abandonó. A Uribe, solidario hasta ese momento, se le rebosó la copa con la metida de pata de la adelantada de las elecciones en la junta de parlamentarios conservadores. El coloso tenía las horas contadas.