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LA ESPERANZA ES LO ULTIMO...

El acuerdo con el M-19 tiene más valor simbólico que real.

13 de febrero de 1989

"Hola Rafael". "Hola Carlos". Los dos personajes -Rafael Pardo Rueda, Consejero Presidencial para la Paz, y Carlos Pizarro Leongómez, jefe máximo del M-19-se dieron la mano. Testigo excepcional-y para muchos, sorpresivo-fue Diana Turbay de Uribe, hija del ex presidente Julio César Turbay, quien asistía como testigo personal del jefe del liberalismo. El escenario eran las montañas del Tolima y el motivo, la firma de un acuerdo entre el gobierno y el M-19, primero que se logra en el país con la guerrilla, desde cuando en 1986 la Comisión de Paz de Belisario Betancur y los jefes de las "FARC" firmaron el segundo acuerdo de La Uribe, para prolongar la tregua que, por entonces, estaba ya bastante rota.

El documento suscrito por Pizarro y Pardo no es, ni mucho menos un acuerdo de paz. Se traía mas de un punto de partida que de llegada y contempla, en su parte más importante, la convocatoria a una reunión de dirigentes de los grupos de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar y directivas de los partidos políticos.
Pero los jefes guerrilleros que quieran asistir deben cumplir con ciertos requisitos, los mismos, en últimas, con que ya cumplió el M-19 y que permitieron, como lo ha declarado el gobierno, que se iniciara el diálogo con esa agrupación. Tienen que expresar públicamente su aceptación de participar y deben iniciar una tregua unilateral "por un tiempo prudencial que geste el clima de distensión y de confianza". Además, el diálogo debe ser precedido de "estricta claridad en los propósitos de paz y retorno a la normalidad ciudadana de los alzados en amas".

Para el gobierno, se trata en buena medida de poner en marcha, en términos generales, su Iniciativa de Paz lanzada en septiembre y que, hasta ahora, sólo había sido contestada con bala. Para el M-19, es la culminación de una etapa que se inició tras el secuestro de Alvaro Gómez, y las conversaciones y contactos que de su liberación se derivaron. Según el gobierno, se cumplen los dos principios básicos de su política de paz: que el diálogo debe venir después de una serie de gestos de distensión por parte de la guerrilla-como los que ha dado el M-19 desde septiembre-y, seguramente lo más importante, que ese diálogo sólo tiene sentido si se acepta por lor interlocutores que debe conducir a la desmovilización de los guerrilleros, lo que el M-19 reconoce en el acuerdo.
Pero el problema no es con los hombres de Pizarro. Son muchos los que dudan que la misma receta se pueda aplicar a grupos como las FARC y el ELN, cuando las primeras quedan al descubierto al serles capturado un gigantesco cargamento de armas, y el segundo nunca ha manifestado intención diferente de la de volar oleoductos, y atacar objetivos civiles y militares.

Por lo anterior, las preguntas a fines de la semana pasada eran: ¿vale la pena tanto esfuerzo-y, a la larga, tanto riesgo-para un acuerdo con el M-19? ¿Tiene alguna importancia iniciar conversaciones con un movimiento desvertebrado, con apenas 250 ó 300 hombres en armas, que ha perdido en los últimos años a media docena de sus principales dirigentes? La respuesta a estos interrogantes debe estudiarse desde dos puntos de vista: el militar y el político. Desde el primero, parece claro que no se ganará mucho en tranquilidad si, en el mejor de los casos, se logra la desmovilización de un grupo que no representa ni siquiera el 8% del pie de fuerza de la guerrilla.

Sin embargo, se puede alegar que lo inteligente es precisamente negociar con la guerilla cuando está prácticamente derrotada, como lo hicieron los venezolanos con mucho éxito a mediados de los años 60. "Además -dijo a SEMANA un asesor presidencial-se evita asi el riesgo de que ese grupo en la desesperación de su debilidad recurra al terrorismo con imprevisibles consecuencias " Pero en realidad, el éxito de un acuerdo de paz con el M-19 es más en el campo político que en el militar. Significa, para empezar, que la Iniciativa de Paz de Barco, a la que tantas críticas le llovieron en su momento, no era tan impracticable. Y significa, sobre todo, que los grupos que no se acojan al nuevo llamado a dialogar, quedarán en evidencia sobre sus intenciones -que, para la inmensa mayoría de los colombianos, hoy lucen bastante claras-y más aislados de la opinión pública de lo que, de por si, están ahora.

Si el proceso que se inició la semana pasada se desarrolla y fructifica sólo con el M-19, por lo menos quedará el consuelo para el gobierno, de haber roto la unidad de la Coordinadora Guerrillera. Pero para que el gobierno pueda cantar victoria, incluso si el M-19 aceptó en el acuerdo continuar su tregua unilateral, hace falta mucho trecho. Y como se sabe, el trecho hacia la paz está sembrado de minas. -