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Pensionados en Bogotá | Foto: Soho

CRÓNICA

La fila de pensionados

En la sede del Banco de Occidente de la calle 34 con séptima en Bogotá, cerca de 7.000 pensionados madrugan cada mes para recibir su pago.

José Navia (Crónica publicada en la la Revista Soho)
18 de diciembre de 2013

La fila de pensionados

Por unos instantes, la carrera séptima se queda desierta en la semioscuridad de la madrugada bogotana. No más de cinco segundos, porque una ambulancia que viene del sur cruza rauda entre destellos de luces rojas y el aullido de la sirena.

Detrás aparece, lenta, una buseta con la tablilla Usaquén en el panorámico. Lleva media docena de pasajeros adormilados contra las ventanillas.

En la esquina de la calle 34, una mujer alista su puesto de jugos de naranja, mientras una cuadra más al sur, la Mona ya ha vendido cerca de cien tintos y aromáticas y la pareja de esposos de la cigarrería Danny preparan la masa para hornear las almojábanas más cotizadas del sector.

A mitad de la cuadra, en el número 33-75, un hombre de jean y chaqueta de dril se frota las manos junto a la puerta de vidrio de seguridad del Centro de Pagos del Banco de Occidente. Viene de Candelaria La Nueva, un barrio del sur de la ciudad, y salió a las 4:30 de la casa. Tiene unos 60 años y es el primero en la fila de 16 personas que a esa hora, las 5:20, esperan para cobrar la mesada pensional.

—Y no le doy más información porque yo no estoy obligado —dice el hombre. Luego me di cuenta de que quienes cumplen con esta cita mensual, todos de 60 años para arriba, son algo huraños, o quizá solo desconfiados.

Los siguientes puestos de la fila están ocupados por tres jubilados que se hicieron amigos luego de coincidir dos veces en este sitio. En realidad son cuatro, pero al último al parecer se le hizo tarde.

—Yo madrugo porque quiero, porque me gusta desocuparme rápido —responde en tono seco el mayor de ellos.

—Sí. Aquí no nos estamos quejando —agrega un hombre que saca la cabeza de la fila. Otro, uno de chaqueta impermeable, lo respalda. Los dos vociferan entre ellos en contra de los periodistas. Solo falta que me digan “vaya coja oficio”. Y casi lo hacen.

—Mejor vaya averigüe por qué el señor Uribe, si es que se le puede decir señor, le entregó el manejo de las pensiones al Grupo Aval —añade otro con gesto áspero.

—Es que al que madruga, Dios lo ayuda —interviene con timidez, y con algo de compasión hacia el reportero, una mujer de ruana, bufanda y gorro de lana.

Ráfagas de viento helado recorren por momentos la carrera séptima y obligan a los pensionados a fruncir el ceño y a recogerse bajo los sacos y ruanas mientras exhalan el vaho caliente en el cuenco hecho con sus manos.

Uno de los tres pensionados que se hicieron amigos en la fila cuenta que tienen un acuerdo: el que llega primero les guarda el puesto a los demás y el último, gasta el tinto. El último llega a las 5:29 en un taxi que frena en seco, como si se hubiera acordado a última hora.

—Hable con él, que él sí le cuenta —dice uno de los tres cuando identifica al pasajero a través de la ventanilla.

Del taxi desciende un hombre de ruana, alto, delgado, de cabello y bigote canosos. Se baja riendo casi a carcajadas. Los otros tres hacen lo mismo.

—Otra vez le tocó pagar el tinto —le dice uno de ellos al recién llegado.

—Juemadre… y yo que pagué taxi porque dije “hoy sí les gano” —responde, sin dejar de reír.

—Camine y paga de una vez porque este frío está berriondo —le dice uno de ellos.

Los cuatro pensionados caminan hasta el puesto de la Mona. Vienen de Bosa, Usaquén, Gustavo Restrepo y, el recién llegado, de Santa Helenita, en el noroccidente de Bogotá. Por fortuna, este último es más amigable. Cuenta que asistió a cursos de relaciones humanas cuando fue jefe en un taller de ebanistería.

Se llama Ángel Palacio Bueno. Tiene 63 años y hace esta fila una vez al mes desde hace tres años.

—La primera vez que vine fue en julio de 2010. Me vine un día antes, como a las tres de la tarde, a ver cómo era el asunto. Ese día la fila volteaba allá en la esquina, y como aquí había un puente peatonal, la gente se subió a gritar e insultar —dice Ángel Palacio.

Al día siguiente, Palacio se levantó a las cuatro de la mañana. Llegó a las cinco y ya había catorce personas delante de él.

—Eso fue rapidito. Abrieron y a los 20 minutos yo ya tenía la primera mesada y el retroactivo en el bolsillo —dice—. Desde entonces prefiere madrugar. Además, lo ha hecho toda su vida, desde cuando era joven y ayudaba a su familia a labrar la tierra en Manta, Boyacá.

Mientras camina hasta el puesto de tintos, Ángel Palacio dice que le gusta salir temprano de la casa porque los trancones lo estresan.

—¡Huyyy, se iluminó la noche! —dice la Mona al verlos llegar. Es bajita y fornida. Se delinea los ojos y se pinta los labios. Es todo sonrisas, pero es capaz de defender su puesto, de igual a igual, ante los más ásperos habitantes de la noche. Llega a la una de la mañana y se va a las dos de la tarde. Así trabaja desde hace 29 años al pie de la oficina de quejas del Ministerio de Trabajo. Primero en el centro y ahora aquí, en San Martín, donde esta dependencia se llama Centro de Orientación y Atención Laboral, Colabora.

Hasta hace cinco meses, los clientes de la Mona provenían de una cola de cien metros que serpenteaba hasta después del mediodía. Pero a finales de mayo, el ministerio fijó un cartel en la puerta para advertir que todas las citas deben agendarse por teléfono; de modo que los despistados que llegan hasta la puerta piensan que son los primeros, hasta que el vigilante o la Mona les señala el cartel con dos números de teléfono fijo y uno de celular.

Después del tinto, Ángel Palacio y sus tres amigos caminan sin prisa, de regreso a la fila. Solo se ven el día en que cobran la mesada.

—Tomamos tinto, hablamos cháchara un rato, nos reímos y después cada uno coge su camino, eso es todo lo que hacemos —dice uno de ellos, ya un poco más relajado.

Por el aroma del trigo recién horneado, es evidente que la pareja de esposos de la cigarrería Danny ya metió las primeras almojábanas al horno. El lugar abre a las 6:15. Los pensionados son sus primeros clientes. Toman tinto y piden prestado el baño. Después de las siete usan un baño unisex que el banco les adecuó en el primer piso, debajo de la escalera. Debe ser el único banco del mundo con orinal público.

De regreso a la fila, Ángel Palacio y sus amigos recuerdan cómo eran las antiguas colas bogotanas.

Las colas más largas que Palacio vio en toda su vida fueron en El Campín, en 1971, durante un partido del Santa Fe, cuando ese equipo estaba a punto de salir campeón por quinta vez.

—Eso no es nada. La cola más berraca era para sacar la libreta militar; esa era como de seis cuadras, ¿se acuerda? Llegaba uno a las cuatro de la mañana y salía por ahí a las tres de la tarde —dice uno de sus compañeros.

De pronto, comienza una puja entre los demás pensionados para determinar cuál era la fila más memorable de la ciudad.

—Y qué tal la cola para sacar el carné de sanidad en los centros de higiene. Esa también comenzaba a las cuatro y media.

—Y qué me dice de la fila del Seguro Social allá en Los Alcázares. Huuyyyyyy no, esa sí era… ¡aaay, Dios mío! Uno enfermo, con ese frío y aguantarse tres horas de pie para que le dieran un Mejoral. Menos mal acabaron con esa vagabundería —replica otro.

—Eso es porque a ustedes no les tocaron las filas para matricular a los chinos en los colegios del distrito. Esas comenzaban a la una de la mañana. Y tocaba estar a esa hora porque si no, los chinos se quedaban sin cupo. A mí tocó en Bosa y en Santa Lucía.

El que acaba de hablar es Alberto García, uno de los amigos de Palacio, que por fin se anima a participar.

—Oiga… —dice un hombre desde la fila—, si usted es de SoHo, ¡por qué no habla de la cola de Natalia París! Carcajada general.

A las 6:30 ya hay 23 personas en la fila. El último viene de Bosa. Tampoco quiere dar el nombre. “Uno no sabe qué hacen después con esa información”.

Una mujer cincuentona, de chaqueta impermeable, me entrega una tarjeta de una oficina que presta dinero al dos por ciento mediante la modalidad de libranza. Otras siete mujeres hacen lo mismo en este lugar.

Una de ellas, la más joven, escribe su nombre, Mayerlin, en el borde de las tarjetas. Así la oficina reconoce que el cliente es suyo y ella puede cobrar su comisión.

Mayerlin tiene 23 años. Es de cabello castaño claro, cuerpo robusto y rasgos que los jubilados llamarían agraciados. Algunos de ellos la miran de arriba abajo mientras les entrega las tarjetas y se le arriman para pedirle más información.

—Los más viejitos son más jodidos —dice—. A veces me llaman a un lado y me preguntan que cuánto les cobro por el ratico.

Yo los ignoro y sigo con mi trabajo.

Un hombre vestido de paño reparte volantes en los que dos exsenadores prometen presentar siete iniciativas en favor de los pensionados, si estos los apoyan.

Esta es la cuarta vez que vengo a la fila de los pensionados de la 33 con séptima. De la veintena de personas entrevistadas para esta crónica, solo una dijo ganarse más de 800.000 pesos, pero le llegan casi 750.000 debido al descuento que le hacen para salud.

De hecho, la mayor parte del millón y medio de pensionados que hay en el país recibe menos de dos salarios mínimos. Aracelly Castillo es una de ellas. Durante los últimos 16 años le tocó hacer aseo y servir tintos en una oficina de intermediación aduanera. Hoy salió a las 4:45 de su casa en Villas de Granada y logró el sexto lugar de la fila. Está sentada sobre el andén y se cubre con una cobija delgada de color beige.

—Tengo la tensión alta y desde ayer siento picadas en la cabeza. Apenas salga de aquí me voy para la EPS. Ya llamé a mi hija para que me acompañe.

Aracelly, como la mayoría de los pensionados que hacen la fila, no ha considerado la posibilidad de abrir una cuenta de ahorros para que le depositen allí la mesada. La entidad asegura que los gastos se le reducirían en un 70 % si los pensionados tuvieran cuenta, pero que el Estado les da el derecho a cobrar por ventanilla. Cada mes, de los 7000 jubilados que reciben su mesada en esta sede, el Banco de Occidente recibe apenas cien solicitudes de apertura de cuenta.

Esto, a pesar de que los empleados del banco les reparten volantes con información sobre los beneficios de abrir una cuenta. Algunos pensionados alegan que no entienden ese lenguaje.

Se refieren a frases como: “Exoneración de cualquier comisión y manejo para el gravamen financiero (El tope reglamentado por el gobierno 41 UVT $1.100.481*”.

Yo tampoco entendí.

Los más desconfiados dicen que como “los bancos tienen tan mala fama”, de pronto les hacen descuentos sin avisarles.

Algunos no abren la cuenta porque tienen miedo de que los roben en los cajeros electrónicos o que les salga un billete falso o, simplemente, les parece muy triste ir a una máquina a sacar la plata y después regresar a la casa sin cruzar palabra con nadie.

—Aquí converso, me distraigo, me río, oigo chistes, hablamos del prójimo… y después me devuelvo para la 183 a cuidar la bodega de un familiar, porque la mesada no alcanza —dice Juan Benítez, de 63 años.

La mayoría de los entrevistados tiene argumentos sólidos para amanecer en la fila: “Yo me desvelo desde la una y ya no sé qué hacer”, “Es el único día que los hijos me dejan venir solo al centro”, “¿Y qué me quedo haciendo en la casa”, “Madrugo a las cinco, pero a las siete y diez ya estoy desocupado”.

El banco asegura que los seis cajeros están en capacidad de atender a 150 personas por hora, de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Además, asigna días de cobro por el último dígito de la cédula y abre a las seis de la mañana durante los primeros cinco días del mes.

Dentro del banco, se ven avisos en los que les advierten a los pensionados sobre las bandas de ladrones que se hacen pasar por miembros del DAS, la Policía u otros organismos para robarles la mesada.

Por estos días han visto de nuevo a dos de los ladrones. Los describen como tipos vestidos de paño, cuarentones y de buena presencia.

—Hace dos años la Policía hizo una batida y agarró a cuatro de esos, pero parece que ya lo soltaron —dice un abogado que trabaja en el sector y permanece en contacto con los CAI de la zona.

Son las siete en punto. El vigilante abre la puerta. Los pensionados lo saludan como si fueran viejos conocidos mientras se precipitan hacia las ventanillas del primer piso. Dos se ubican en la cola para discapacitados.

Ángel Palacio sale menos de diez minutos después. Viene sonriente. Tiene prisa por conseguir un taxi. Los demás también salen a la carrera.

—Si quiere, venga dentro de un mes y seguimos hablando —dice uno de ellos.