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| Foto: Carlos Julio Martínez

SOCIEDAD

El rap de Cariñito hecho en Cazucá

Jonathan Alejandro Suárez Parra creció en una zona hostil y violenta. Su nombre y su hip-hop son ejemplo de superación en un barrio donde arma su propio bloque por la paz.

7 de julio de 2017

Durante un tiempo, Jonathan Alejandro Suárez Parra le hizo la guerra a los Poncheros en el barrio en el que creció, cerca de la cancha principal de Cazucá, en lo alto de la loma de Soacha.

Cuando estos dijeron que no le iban a repartir un cacho del botín robado y que iban a acaparar el negocio en el sector, no le quedó más remedio que levantarse en contra de sus antiguos aliados y mantenerse firme cada vez que se cruzaran en algún evento social o se armara la trifulca.

El caso no pasó a mayores, pero se trató de una de las innumerables pequeñas batallas que participaron del gran infierno que se desató en la comuna 4 de Soacha en los noventa, cuando arreció la matanza indiscriminada conocida como "limpieza social" en las afueras de la capital colombiana.

Fue más o menos la misma época en la que los jóvenes de su cuadra vinieron a enterarse de la existencia del rap, con la aparición del álbum El ataque del metano de la Etnnia en 1995, que fue el verdadero banderazo del hip-hop colombiano.

En ese entonces nadie hablaba de lo que pasaba en el barrio, explica Jonathan -al que más tarde apodaron Cariñito- lo que se bailaba era salsa y merengue y en los medios salían algunos titulares de matanzas, pero nadie nombraba lo que vivíamos a diario. Por eso es que los pelados dijeron esto es lo nuestro. Uno sabe lo que es pa‘ uno.

Al igual que en el resto del país y probablemente un poco más que en las zonas en donde se vivía cómodamente, en Soacha, el rap fue como un aguacero que inundó los radiocasetes y las canchas de barrio para quedarse como parte integrante del paisaje. Una ola musical pesada y oscura como una mancha de petróleo que cubrió las penas diarias de miles de jóvenes.

Aunque la cifra de muertos de la época no es clara, los residentes locales hablan de inviernos en los que cayeron más de 100 personas en Cazucá y la investigadora Vargas Díaz del Rosario censó 200 asesinatos que todavía ocurrieron entre los años 2000 y 2005, en tanto que en 2016, el Instituto Nacional de Medicina Legal registró 178 homicidios en el municipio de Soacha, de los cuáles casi un tercio tuvieron lugar en la comuna 4.

En un barrio en el que en 2016 los índices de pobreza y de acceso a los servicios seguían siendo casi dos veces menores que los que se contabilizaban del otro lado de la línea invisible que separa a Soacha de Bogotá, los mapas de pobreza y de violencia se superponen un poco más claramente que en el resto del país.

Por eso es que hoy que ha logrado convertirse en un rapero reconocido en el medio y vivir de su música, Jonathan está tan contento de reencontrarse con el Mayor, uno de los poncheros con los que se peleó de joven y que todavía vive en la loma. Porque son pocos los que han sobrevivido a los años más duros y los que quedan se han ajuiciado o se encuentran en prisión.

Pero esta no es una historia de violencia, sino de redención, precisa Cariñito antes de comenzar a contar sus vivencias. La de un pelado que la vivió dura en una zona de conflicto informal, que logró escapar a su destino gracias al hip-hop y que espera que los chicos que escuchen sus canciones no tengan que pasar por las mismas tribulaciones que él para lograr sus objetivos y poder vivir en paz.

De alguna manera, la historia de Jonathan es la de una parte del país que sufrió en silencio los peores años de la guerra en la que participó y que espera que con el posconflicto comiencen a cambiar las cosas en los sectores marginales situados en la periferia de la gran ciudad.

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Como muchos niños del barrio, Cariñito estuvo destinado a una vida de violencia desde el principio. Su padre, un miembro de un grupo armado ilegal, lo educó a golpes y cachazos durante el tiempo en que estuvo presente. Después, lo abandonó a él y a su madre; fue su padrastro quien realmente se encargó de su educación. El hombre le enseñó algunos trucos del oficio de ornamento que le permitieron subsistir por fuera de la ilegalidad durante un tiempo.

Creció en el barrio 20 de Julio, aunque tiene pocos recuerdos de su infancia hasta que se mudó a Cazucá a los 9 años, en 1996. Allí aprendió que en el barrio las peleas se resuelven con cuchillo; se ganó el apodo que conserva a la fecha el día en que le pegó una puñalada a la Musaraña, cuando un costeño detrás de él gritó: "¡Ahí tiene su cariñito!"

-Yo tuve muchas peleas por ese apodo porque a mí no me gustaba la verdad, sentía que era un apodo homosexual, cuenta ahora con una sonrisa, sentado en la puerta del BMW desvencijado que conduce por su antigua cuadra.

El disgusto duró hasta que se dio cuenta de que ese ya se había vuelto su alter ego musical, frente al coro de cientos de fans que vinieron a escucharlo cantar junto con Matanza Danza en la explanada principal de Soacha.

En esos años, la violencia y el hip-hop estallaron como polvorines regados en los barrios marginales de Bogotá y de sus municipios aledaños. Mientras Jonathan miraba el video de África Bambata con el que aprendió sus primeros pasos de Break Dance, varios de sus vecinos y amigos caían en los barrios Santillana y Julio Rincón a manos de los escuadrones de la muerte.

Por todas partes se regaban panfletos con lemas como el de "los niños juiciosos se acuestan a las ocho y los que no, lo acostamos nosotros", que resultaron ser amenazas muy serias, a pesar de su tono jocoso.


Eso lo aprendieron de mala manera tres hermanos que asesinaron en la famosa cancha limítrofe de los barrios Santillana y Julio Rincón en 1998. De esa historia se acuerdan varios vecinos del barrio porque dicen que los agresores sólo vinieron por el mayor de la familia pero que terminaron con el mediano y el menor de entre ellos por simple sevicia.

-Desde el punto de vista que yo viví, mataron a mucha gente inocente y los que realmente hicieron las embarradas, siguen disfrutando de la libertad, cuenta hoy Jonathan.

Antes de añadir que él también tardó en entender que la justicia no se tomaba de esa manera y que la violencia se pagaba con violencia. Pero le tomó bastante tiempo llegar a esa conclusión.

En ese entonces, dice, los chicos de su entorno no sabían lo que era el rap conciencia, sólo veían en el arte una forma de expresar en rimas sus andanzas cotidianas. Y eso, a fin de cuentas, no parecía tan distinto de lo que entendían de las canciones que escuchaban de NWA o Tupac Shakur –ambos reconocidos raperos estadounidenses- sobre la vida en los guetos americanos, el hermano mayor del Hip Hop de cualquier país.  

Además de que a diferencia de lo que sucedió con los “ancianos” del rap colombiano, como Gotas de Rap o Tres Coronas, que pudieron aprender en otros países los orígenes del rap y sus valores de resistencia racial y social, a la generación de Cariñito le llegó un discurso menos directo con la llegada de cantantes mexicanos como Control Machete o Vico C para el rap español.

Quizá por eso fue que durante mucho tiempo, en Cazucá, la mayoría de los pelados se identificaron con discursos más anarquistas, violentos y oscuros como los de la Etnnia o Crack Family.

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Nadie dijo que esta era una historia rosa y los momentos lindos que recuerdo son pocos, cuenta Cariñito a propósito de su adolescencia. Aunque haciendo un pequeño esfuerzo recuerda a su comparsa de toda la vida, así cómo a Julio Rolando Cabezas Quiñones, con el que fundó la agrupación Arte y Lenguaje que todavía usa como insignia en los productos que trata de desarrollar; a su mujer y a su niña que fueron las mejores partes de esa época de su vida, diez años después de su llegada a Soacha.

De hecho, crio a su hija, Valentina Alejandra Suárez,  junto con el hijo de Julio en el barrio San Mateo con la plata que ahorró vendiendo cauchos y flores, asaltando a los camiones de refrigerio que pronto dejaron de subir a la loma. Con el apoyo de su madre, María Justina Parra, Jonathan fundó un primer estudio musical en el que produjo grupos locales como Resguardo o Fory da Capo con pistas artesanales. Con ese ingreso y el financiamiento de unos misteriosos empresarios de Florencia que le subsidiaron un negocio de fabricación de autopartes, encontró un sustento suficiente para vivir junto con su familia.

La historia fue plasmada en un video musical realizado con la Crack Family en 2009. La adaptación fue realizada por el director francés Jacque Toulemonde, nominado unos años después como guionista de la película El abrazo de la serpiente. Por coincidencia, en esos mismos años empezaron a tener cierto éxito a nivel local las canciones de Aguapanela y Mi viejo, escritas en 2006 y 2007 que trabajó con el productor que siempre lo acompañó, Fredy Acosta Pachó en el sello Proteus Music.

En el mundo sonaban los temas de Carlitos Way, Dr Dre, Public Enemy y se puso de moda “lo real”, que consistió en contar la vida con la mayor crudeza posible. Pronto, esa moda transformó al género en un concurso de vivencias más duras unas que otras hasta llegar a la muerte de sus protagonistas como prueba final de su autenticidad.

Como contrapartida del gangsta rap estadounidense empujado por las grandes disqueras, con su lote de mujeres desnudas y exhibiciones de dinero y poder, se creó un movimiento de rap conciencia impulsado principalmente en Francia y España, así como en algunos sectores norteamericanos, que pregonaba la transformación social a través de la herramienta musical.

Pero resultó pronto que no era lo mismo vivir en la comuna 4 de Soacha que en los entornos de París o de Madrid y Cariñito tuvo que vender marihuana durante un tiempo en una olla para mantener a su familia. No está orgullo de eso, pero tampoco cree que sea normal que la gente de los barrios duros tenga que aguantar hambre toda la vida.

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El día en que realmente entendió lo que estaba sucediendo fue cuando los policías allanaron su nueva casa de San Mateo –a donde se había mudado para alejarse de la violencia-  y uno de ellos le dijo que si no se apartaba del negocio terminaría muerto pronto. Puede parecer extraño, pero esa fue su epifanía necesaria para salir del purgatorio.

Por eso es que Cariñito montó un primer festival de hip-hop en 2007 con sus ahorros, en el que invitó a los artistas colombianos Rulaz Plazco, exintegrante de la Etnnia, la Clika de medellín y Animación Verbal, para demostrar que no necesitaba del apoyo de nadie para triunfar en la vida. Pero se le olvidó pedir los permisos oficiales y todo terminó en un rotundo fracaso cuando la policía allanó el lugar.

Nuevamente en 2009 hizo otro intento al que nombró Raperos por la paz, esta vez con todos los permisos necesarios en el coliseo del sector León 13 de Bosa. Según explica ahora que se termina el recorrido por su antiguo barrio, la advertencia del Policía no sólo le hizo entender que tenía que cambiar de vía sino que existían otras maneras de hacer del rap. No solo puede ser un estilo de vida sino un medio de subsistencia para su entorno próximo.

En ese entonces, poca gente hablaba de paz en el país. La guerra liderada por el presidente Uribe en contra de la guerrilla de las FARC arreciaba y los jóvenes ambiciosos o despistados de los barrios pobres fueron unas de las primeras reclutas y víctimas de los grupos armados violentos. Quizá fue por eso que formaron también algunos de los colectivos más comprometidos con el fin de la violencia.

Pero el paso de “ser real” a defender la no violencia fue un cambio muy radical que todavía a la fecha pena a convencer a algunos de sus seguidores. Porque Cariñito lo admite, el hizo muchas cosas malas en su vida, pero considera que como cualquier ser humano tiene derecho a la redención.

-Nosotros somos conscientes de que así como podemos incitar a los chicos a la violencia en nuestras canciones, también podemos enseñarles a hacer las cosas bien. Aquí hay una industria que está naciendo y que le va a dar de comer a mucha gente, pero tenemos que empezar por los nuestros. El rap consciencia no tiene por qué ser reservado para los niños gomelos, tiene que venir del barrio para poder cambiar las cosas, afirma.

Después de insistir durante unos años, en 2013 finalmente comenzó a tener éxito el proyecto de Raperos por la Paz, prácticamente al mismo tiempo en el que se hicieron públicas las conversaciones de paz iniciadas entre el gobierno y la guerrilla de las FARC que culminaron con el desarme del grupo insurgente el 27 de junio de 2017. Tanto, que Cariñito fundó otro festival llamado los 40 más buscados que realizó con el mismo éxito en las bodegas de San Andresito, en el centro de Bogotá.

Entre los festivales de músicas, las marcas de ropa y los álbumes panini, Jonathan Suárez quiere demostrar que se puede vivir del hip-hop y que la paz puede ser una apuesta al mismo tiempo rentable y sincera para ofrecer un nuevo modo de vida a los niños de Soacha y de otras comunas.

Por eso es que el siguiente paso que está planeando consistirá en comenzar a preparar proyectos políticos y sociales con otros raperos que les permitan generar planes en sus regiones de origen que ya no dependan de la buena voluntad de las autoridades.

Detrás de la fachada de violencia en la historia de Cariñito, al igual que en muchos jóvenes que le apuestan al hip-hop- hay una voluntad sincera de cambiar el destino de los barrios marginales que los hicieron crecer y que esperan tener una nuevo comienza con la etapa de posconflicto que empieza a vivir Colombia.