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Búfalos en el río San Jorge | Foto: Alejandro Camargo

MEDIO AMBIENTE

La historia política de los humedales colombianos

Los efectos de la ola invernal 2010-2011 fueron más fuertes en las áreas que hace 50 años estaban cubiertas de ciénagas.

Alejandro Camargo*
9 de junio de 2014

Con ocasión del día mundial de los humedales, diversas organizaciones internacionales nos recordaron el pasado 2 de febrero un dato alarmante: en los últimos 100 años hemos arrasado con casi el 50% de los humedales del planeta. La destrucción masiva de un ecosistema tan vital para nuestra propia supervivencia ha sido el resultado del afán modernizador y desarrollista que por décadas ha guiado las economías nacionales e internacionales. Desafortunadamente, los humedales colombianos han sido también protagonistas de la historia de esa tragedia ambiental global.

Los humedales como obstáculo para el desarrollo


En la década de 1960, el abogado cordobés Remberto Burgos contaba en uno de sus libros que en aquellas tierras sinuanas, que a principios de siglo XX estaban cubiertas de ciénagas, “abundan hoy viviendas, platanares, cocoteros, naranjos, mangos y otras plantas. También potreros de yerba admirable, en la que la vista que se pierde en el horizonte […]”. Tumbar monte para “civilizar” no sólo ha significado derribar árboles y maleza. La historia de la expansión agrícola, ganadera y urbana en Colombia, ha sido también la historia del desecamiento, transformación y destrucción de ciénagas, lagos, y otros cuerpos de agua. 

En los tiempos en los que Burgos escribía, los discursos del desarrollo para el llamado Tercer Mundo se convertían en programas concretos de ayuda internacional. En 1949 el Banco Mundial envió a Colombia una misión de expertos encabezada por el economista canadiense Lauchlin Currie, con el objetivo de conocer las principales necesidades del país en materia de desarrollo. La Misión Currie sentó las bases para una serie de estudios y propuestas orientadas a sacar al país de la pobreza en la que, a los ojos de la Misión, se encontraba subsumido. 

La Misión identificó la agricultura como uno de los sectores potenciales de desarrollo y progreso. Sin embargo, ese potencial se veía truncado por un factor crítico: una parte considerable de las tierras de vocación agrícola estaba cubierta de agua o se inundaba periódicamente, como sucedía en las cuencas bajas de los ríos Sinú, San Jorge y Magdalena. En 1955 el gobierno colombiano contrató un estudio con la firma norteamericana Tipton and Kalmbach Inc., experta en ingeniería hidráulica, irrigación y drenaje con el objetivo de buscar una solución a ese problema. En su reporte final, la firma concluyó que en el caso del Sinú existían más de 300.000 hectáreas que se deberían secar para expandir la agricultura, especialmente de algodón para exportación. Además, la firma aconsejó construir una represa en la parte alta del río para controlar las inundaciones aguas abajo.

Siguiendo esta misma lógica, en 1957 el ingeniero Hugo Vlugter recomendó eliminar 250.000 hectáreas de ciénaga en La Mojana y en 1960, la Misión Currie aconsejó desecar la Ciénaga Grande de Santa Marta en su totalidad. A pesar del detalle en los métodos de desecación propuestos, esas recomendaciones poco hablan de las familias que vivían en estos ecosistemas y que habían construido una economía y una cultura en torno al uso y manejo del agua. 

La idea generalizada de que los humedales son un obstáculo para el desarrollo no surgió en las mentes de los miembros de la Misión Currie. Era más bien producto de una época marcada por el afán de modernización tecnológica basada en la “domesticación” de la naturaleza. Para 1950 los estadounidenses ya tenían una tradición de casi un siglo de desecar humedales. El Swamp Land Act de 1849 sentó las bases legales que le permitirían a los Estados drenar las tierras pantanosas para aumentar la producción agrícola y evitar la propagación de mosquitos. A costa de casi el 80% de sus cuerpos de agua, California se convirtió así en el Estado con mayor producción agrícola en Estados Unidos. Y en el caso de Luisiana, desde 1930 empezaron a desaparecer los humedales costeros, con las consecuencias nefastas que se sintieron en 2005 con la llegada del huracán Katrina. 

Cuando Tipton and Kalmbach Inc. llegó a Colombia, sus oficinas en Estados Unidos ya estaban desarrollando el proyecto de la represa de Dillon en Colorado, una más de la larga lista de obras de ingeniería hidráulica desarrolladas en varias cuencas norteamericanas. De manera que lo que llegó a Colombia no fue otra cosa que una visión tecnocrática –envuelta en el ropaje de un proyecto político y social de ayuda internacional- que veía en la desaparición de humedales y el control de inundaciones la posibilidad de expandir geográficamente la agenda del progreso y el desarrollo.

El Estado, la tierra y el agua

Probablemente cuando la Misión Currie llegó a Colombia muchas ciénagas ya habían desaparecido por desecación antrópica. Pero a partir de 1949 esta práctica tomó impulso, se tecnificó y se convirtió en una herramienta de la política agropecuaria y de reforma agraria. Laureano Gómez, negando que la concentración de la tierra fuera un problema, planteó en 1961: “Si quieren que haya tierra para los campesinos, el país tiene abundantísimas tierras […] son pantanos pero si se secan pueden redistribuir ahí lo que se quiera, sin perjudicar a ningún propietario legítimo”. Al parecer su sugerencia tuvo eco. Bajo el lema de “adecuación de tierras” el estado colombiano desecó humedales en terrenos inundables en el bajo Sinú y el sur del departamento del Atlántico para asentar allí familias campesinas sin tierra. Como cuenta José V. Mogollón en su libro, en los actuales departamentos de Bolívar y Atlántico, los múltiples intentos de adecuar el Canal del Dique y convertirlo en una arteria comercial ya habían producido la acumulación de sedimentos necesaria para destruir varios humedales. Pero los proyectos estatales para hacer del sur del departamento del Atlántico una despensa agrícola por poco terminan con lo que quedaba. Distritos de riego y drenaje, camellones y canales ocuparon pronto el lugar de las ciénagas. 

Años después, la práctica oficial de desecar humedales encontró un freno. El ambientalismo global, la Constitución de 1991 y la ratificación de la convención Ramsar para la conservación de humedales en 1997, establecieron las condiciones legales y políticas para repensar los cuerpos de agua en Colombia. Las ciénagas dejaron de ser vistas oficialmente como obstáculos para el progreso, pantanos o charcos indeseados, para convertirse en humedales y ecosistemas estratégicos de importancia nacional e internacional. 

Este cambio ha permitido no sólo la creación y el fortalecimiento de iniciativas de conservación de humedales, sino que también ha dado las herramientas para que grupos de campesinos y pescadores defiendan el agua y las formas de vida rurales que se tejen en torno de ella. Tal es el caso de Asprocig, organización campesina del bajo Sinú, cuya lucha ha dado resultados tan importantes como la Sentencia T-194/99 que ordenó al entonces Incora detener la adjudicación como baldíos de los terrenos de ciénaga en Córdoba. Sin embargo, y a pesar de estos avances, los humedales siguen siendo la piedra en el zapato de varios intentos desesperados por generar un desarrollo económico que muy poco tiene que ver con la justicia y la equidad. 

Lecciones para la adaptación al cambio climático y el desarrollo rural

Con la ola invernal 2010-2011 –cuyos efectos catastróficos fueron más intensos en las áreas que hace más de 50 años estaban cubiertas de ciénagas- la preocupación por la conservación de los humedales tomó fuerza en la agenda política nacional. El Fondo de Adaptación, el Instituto Humboldt y el IGAC lideran hoy un proceso de reconocimiento y delimitación de humedales y páramos encaminado a reducir las condiciones de riesgo futuro frente al cambio climático y la crisis mundial del agua. En este sentido, la historia política de nuestros humedales provee al menos tres elementos clave para alimentar esa agenda y las acciones futuras que se deriven de ella.

Primero, la historia del control de las inundaciones y la expansión agropecuaria en tierras de humedal ha sido la historia de múltiples intentos fallidos por separar la tierra del agua. La ruptura del Canal del Dique durante la Ola Invernal 2010-2011 es un ejemplo de por qué esa desarticulación no siempre produce los resultados deseados. Una lección que se deriva de estas experiencias es que ejercicios como el de la delimitación de páramos y humedales no deben estar basados en la idea de separar socio-ecosistemas, sino en la de integrarlos. 

Segundo, comprender las relaciones estrechas entre el agua y la tierra lleva a considerar que el problema histórico del despojo en Colombia tiene que ver también con la privación del acceso a un recurso vital y un bien público como el agua. La transformación de los páramos y bosques donde nace el agua, la contaminación de ríos, y el desecamiento de humedales son una forma de despojo, la cual no sólo afecta los hábitats de cientos de especies animales y vegetales, sino que además aumenta la incertidumbre, el riesgo y la vulnerabilidad de las familias cuyas formas de vida dependen de esos espacios y recursos públicos. 

Tercero, una de las razones por las cuales la destrucción de humedales sigue en marcha es porque históricamente las iniciativas de conservación van por un lado, y las políticas de desarrollo por otro. Numerosos ejemplos en el mundo muestran además que en los casos en los que conservación y desarrollo se unen, los resultados son nuevas formas “verdes” de exclusión, despojo y acumulación desigual de la riqueza. Sin embargo, un diálogo político e institucional entre esos dos sectores es vital para buscar puntos de encuentro entre las necesidades e intereses nacionales, regionales y locales. Este aspecto es particularmente relevante ahora que el tema agrario ocupa un lugar central en la política nacional y que se puso en marcha la Misión Rural liderada por el ex ministro Ocampo, la cual esperamos no sea una versión contemporánea de la Misión Currie. 

*Alejando Camargo
Investigador externo del Instituto Colombiano de Antropología e Historia
@camargh2o