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La historia secreta

El presidente Andrés Pastrana estaba contra la pared. El secuestro del avión de Aires y del senador Gechem se convirtió, más que en su problema, en su tabla de salvación para salir del proceso de paz con las Farc., 49552

26 de febrero de 2002

El martes pasado por la noche los colombianos se acostaron con una alentadora noticia del Presidente. En una intervención pública el primer mandatario, tras reunirse con el Consejo Nacional de Paz, le comunicó al país que las negociaciones para una tregua entre el gobierno y las Farc estaban progresando y que había una aproximación entre las dos partes. A las 8:30 de la mañana del día siguiente, en una entrevista radial, el ministro de Justicia, Rómulo González, no sólo confirmó la noticia sino que fue más allá: “Está adelantada en un 90 por ciento”, afirmó.

Diez minutos después despegaba del aeropuerto de Neiva con destino a Bogotá el vuelo HK-3951 de Aires, en el que uno de sus pasajeros era el senador Jorge Eduardo Gechem Turbay. Tan pronto estuvo en el aire tuvo lugar el secuestro que acabó de un tajo con el proceso de paz.

A las 9:15 de la mañana el Presidente se encontraba en su despacho cuando entró su secretario general, Gabriel Mesa, y le informó lo sucedido. La fuente de Mesa había sido el comandante de la Fuerza Aérea, Héctor Fabio Velasco, quien había dicho que “posiblemente hay un avión secuestrado y es probable que lo lleven a la zona de distensión”. El general manifestó que estaba en condiciones de obligar a los piratas a aterrizar con los aviones cazas.

No hubo tiempo para ese operativo. Los guerrilleros que secuestraron el avión con 30 pasajeros lo desviaron a una carretera desolada en la región de Hobo, en el departamento del Huila, en donde habían talado unos árboles a los dos lados de la vía para que la aeronave pudiera aterrizar. Luego de una audaz maniobra de la piloto y una vez en tierra se llevaron solamente al senador Gechem, quien es el presidente de la comisión de paz del Senado. El operativo había salido perfecto: el camuflaje de las armas, el desvío del avión y la coordinación de los tiempos entre el bloqueo de la carretera y el aterrizaje hizo que muchos recordaran en pequeña escala lo sucedido el 11 de septiembre en Estados Unidos.

Ante la gravedad de la situación el Presidente suspendió su agenda y convocó a una reunión con los generales Fernando Tapias y Luis Ernesto Gilibert, con el comisionado de Paz, Camilo Gómez; con el secretario privado, Juan Hernández, y el secretario general, Gabriel Mesa. Los altos militares rápidamente confirmaron que los autores del secuestro eran las Farc. Ante esto Andrés Pastrana, el hombre que durante tres años y medio, contra viento y marea, le había apostado todo su capital político al proceso de paz, dijo: “Esto no da para más”. Todos los presentes estuvieron de acuerdo y por primera vez en la Casa de Nariño hubo unanimidad alrededor del tema que se había debatido docenas de veces en los últimos meses: la inevitabilidad de acabar con el proceso de paz.

La conclusión de esa reunión era que Camilo Gómez debía aparecer inmediatamente ante los medios de comunicación para informarle al país que el Presidente le había ordenado al grupo de negociadores que estaba en el Caguán regresar de inmediato a la capital. El resto del día se dedicó a preparar la alocución que haría a las 9 de la noche para comunicarle al país la histórica decisión.

El anuncio de que se había terminado el proceso de paz fue una bomba. Durante este gobierno en Colombia cada dos meses ha sucedido algo de igual o mayor gravedad que el secuestro aéreo de Gechem Turbay y nunca se había roto el proceso. Los colombianos están acostumbrados a toda clase de barbaridades por parte de los grupos armados. ‘La Cacica’ Consuelo Araújo Noguera fue secuestrada y luego asesinada a sangre fría. Lo mismo le sucedió al presidente de la comisión de paz de la Cámara, Diego Turbay Cote. Había cuatro parlamentarios en manos de la guerrilla en el momento del plagio de Gechem. Y si se trata de secuestros, el país ha visto hechos inverosímiles como el secuestro colectivo en una iglesia. Y la piratería aérea había sido practicada tanto por las Farc, en el caso del ex guerrillero que aterrizó en la zona de distensión, como por el ELN en el caso del plagio colectivo del Fokker de Avianca.

El gran interrogante es, entonces, ¿por qué ahora si peores cosas se habían visto y la tregua, según el propio gobierno, se veía cercana y posible? La respuesta es que el Presidente había sentido, antes del secuestro aéreo del miércoles pasado, que se le había agotado el espacio político. Su ultimátum a las Farc el 18 de enero y la firma del acuerdo dos días después con la garantía de la comunidad internacional tuvieron como desenlace la sangrienta escalada terrorista del último mes. Pastrana, quien realmente había estado decidido a entrar al Caguán en ese momento, se sintió no tanto frustrado como humillado. Había aceptado fijar como último plazo el 7 de abril para que el movimiento subversivo le mostrara en forma concreta su voluntad de paz al país, incluyendo la firma de una tregua. No acababa de secarse la tinta de la firma de ese acuerdo cuando comenzaron a explotar torres de electricidad, puentes, la bicicleta bomba de Bogotá que provocó la muerte de una niña y su madre y el intento de dinamitar Chingaza para dejar a los bogotanos sin agua. El Presidente, que desde hace dos años cargaba con la percepción de ser un hombre débil, estaba comenzando a hacer el ridículo.

Más grave aún era que no tenía una disculpa jurídica para frenar ese proceso humillante. Todos los actos terroristas de las Farc no violaban el contenido del documento firmado por éstas, el gobierno y la comunidad internacional el 20 de enero pasado. Al fin y al cabo en éste se reconocía que la negociación seguiría en medio del conflicto. Lo que estaban violando las Farc, por lo tanto, no era la letra del acuerdo, sino el espíritu de reconciliación nacional con que se había firmado y este era un concepto más simbólico que jurídico. La opinión pública, que entiende más de símbolos que de jurisprudencia, no concebía cómo un jefe de Estado se dejaba poner conejo y manosear en esa forma.

Una y otra vez consultaba con asesores y otros interlocutores si debía esperar hasta el 7 de abril o romper antes. Todos coincidían en que ya no tenía espacio político: un incidente más y se rebosaba la copa. A esta consideración se sumaba otra. Todas las personas bien informadas sabían que nada importante podía suceder el 7 de abril. Sólo faltaban seis semanas para esa fecha y, si bien las negociaciones progresaban en algunos puntos, no había acuerdo sobre los más trascendentales. El gobierno sabía que no podía haber una tregua real. Por un lado, los militares no aceptarían que los inmovilizaran en todo el territorio nacional en un país donde hay 34.000 homicidios al año y 3.000 secuestros. La guerrilla, por su parte, tampoco estaba dispuesta a agrupar a todos sus efectivos en el Caguán, desmovilizando los casi 100 frentes que operan en el resto del país. Eso creaba el problema ‘de los 100 caguancitos’ que fueron objeto de gran polémica el día anterior al secuestro aéreo.

El problema de la localización no era el único. También estaba el del secuestro. Para que la tregua fuera aceptable se requería que las Farc liberaran a todos los secuestrados y se comprometieran a no hacerlo más. Sobre este punto tampoco había acuerdo. Por lo tanto, lo que se iba a firmar finalmente el 7 de abril no era una tregua sino una ‘desescalada’ del conflicto, que no solucionaba los dos problemas centrales: localización y secuestro. Lo que quedaba entonces eran temas como el no reclutamiento de menores a sus frentes, el uso de cilindros y las hoy desacreditadas pescas milagrosas.

De llegarse el 7 de abril a un acuerdo con esas limitaciones una opinión pública insatisfecha podría presionar al Presidente a pararse de la mesa de negociación. Esto podría ser presentado por las Farc como un retiro unilateral del gobierno, culpándolo del fracaso. La otra alternativa no era mejor: prorrogar el proceso de paz hasta el 7 de agosto en medio de la indignación nacional.

A todas estas consideraciones se sumaba ahora la aparente inevitabilidad del triunfo de Alvaro Uribe. Siendo su posible elección un plebiscito nacional contra la zona de distensión de las Farc, dejarle a su sucesor el 8 de agosto el acto simbólico de la entrada al Caguán hubiera sido la máxima humillación.

Por lo anterior el Presidente no tuvo que sufrir para tomar la decisión cuando le informaron del secuestro del avión de Aires con el senador Gechem. Como el gobierno había aceptado que la negociación seguiría en medio del conflicto le tocó hacer un poco de malabarismo conceptual para justificar el rompimiento. En lugar de invocar el secuestro como razón principal, apeló al “descubrimiento” de que las Farc estaban cometiendo múltiples actos ilícitos en la zona de distensión. Según el primer mandatario ese mismo día el general Tapias le había llevado unas fotos que demostraban que había pistas de aterrizaje, cultivos de cocaína, campos de entrenamiento y hasta prisiones para secuestrados. En otras palabras, el Caguán se había convertido para ‘Tirofijo’ lo que La Catedral había sido para Pablo Escobar.

Aunque todos los colombianos tenían conocimiento de esa situación y el senador Germán Vargas Lleras había hecho un debate con exactamente la misma información en octubre del año pasado, la inverosímil versión del Presidente fue aceptada con complicidad colectiva. Pastrana contó, además, con la suerte de que el secuestro tuviera lugar en un avión, lo cual le permitió denunciarlo como “un acto de terrorismo”, circunstancia que encajaba perfectamente en los nuevos valores que imperan en el mundo desde el 11 de septiembre.

Una encuesta realizada al cierre de esta edición indicaba que el 85 por ciento de los entrevistados estaba de acuerdo con la decisión del Presidente. En todo caso de lo que no hay duda es de que Pastrana dijo lo que se quería oír. Eso no significa que la decisión le vaya a traer felicidad a los colombianos o prestigio al gobierno de Andrés Pastrana ante el veredicto de la historia. Pero ante las frustraciones de un país en medio de un proceso de paz mal concebido no había otra alternativa. El estado de ánimo de los colombianos ante el inicio de esta nueva etapa en sus vidas no parecía ser de pánico sino de resignación.