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La hora de las víctimas

De las víctimas dependerá que la ley de Justicia y Paz no beneficie sólo a los paramilitares y guerrilleros condenados por delitos atroces.

7 de agosto de 2005

Lisandro Ricardo es un campesino de San Onofre, Sucre. Hace tres años, un sicario del jefe paramilitar 'Cadena', llamado el 'Oso', llegó a su finca y se llevó a su papá. Lisandro y su familia no volvieron a saber nada de él hasta marzo de 2005, cuando se encontró su cuerpo en las fosas comunes de la finca El Palmar. Ahora Lisandro tiene dos problemas urgentes: saber quién va a devolverle los huesos de su padre para darle una sepultura cristiana y quién responde por las siete hectáreas de tierra que el 'Oso' le arrebató a su papá y vendió a otro señor.

Lisandro podría eventualmente beneficiarse de la ley de Justicia y Paz. Pero él ni siquiera sabe de la existencia de esa norma y mucho menos de la posibilidad de reclamar una reparación por el daño sufrido.

El caso de Lisandro da una medida del desafío que enfrentan el gobierno y la sociedad colombiana para garantizar que la ley de Justicia y Paz en vez de convertirse en una ley de impunidad -como lo aseguró la semana pasada Human Rights Watch-, se vuelva un instrumento real y efectivo para las víctimas. No será fácil.

El primer reto será definir quiénes son las víctimas. Hacer este censo en medio del conflicto es una tarea complicada: aumentan día a día. La ley de Justicia y Paz, en su artículo 5, dice que víctima es "la persona que individual o colectivamente haya sufrido daños directos tales como lesiones transitorias o permanentes que ocasionen algún tipo de discapacidad física, síquica y/o sensorial (visual o auditiva), sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo de sus derechos fundamentales. Los daños deberán ser consecuencia de acciones que hayan transgredido la legislación penal, realizadas por grupos armados organizados al margen de la ley".

Como el gobierno de Uribe se ha empecinado en desconocer que existe un conflicto armado, no utilizó la definición utilizada por los convenios de Ginebra ni tampoco la que venía usando hasta ahora la Ley 782 de 2002 para indemnizar a las víctimas de la violencia política.

Una lectura desprevenida de la norma permitiría pensar que el gobierno considerará víctimas también a las de cualquier grupo armado como el cartel de la gasolina o incluso una banda de atracadores de banco. Pero el fiscal Mario Iguarán aclaró a SEMANA que como la norma cubre sólo a las guerrillas y las autodefensas, las víctimas serán exclusivamente las de ambos grupos. La nueva ley tiene una segunda novedad: incluye a los soldados y policías muertos y heridos en combate. Y no dice desde cuándo.

Colombia es un país de víctimas: fuera de los más de millón de desplazados reconocidos oficialmente, hay unos 2.000 desaparecidos (ver artículo), más de 20.000 secuestrados desde 1997 (según País Libre). Sólo desde 2002, han muerto 2.072 entre soldados y policías y han sido heridos 5.413.

Cuando Álvaro Uribe se posesionó en 2002, había una cola de ayuda solidaria -equivalente a 40 salarios mínimos- para las víctimas del conflicto armado (en esa época había conflicto armado) de 200.000 millones de pesos. El gobierno se fijó como meta ponerse al día con esas 15.000 víctimas durante los cuatro años. En 2004 entregó ayuda por 86.000 millones de pesos, y este año la Red de Solidaridad Social ha asignado sólo por este concepto 115.000 millones de pesos. Como las ayudas se van entregando en el orden en que las víctimas lo van solicitando, en el próximo desembolso comenzarán a ser cubiertas las primeras familias víctimas del ataque de las Farc en Bojayá, Chocó, en mayo de 2002.

Lo anterior permite darse cuenta de la dimensión del esfuerzo que enfrenta el Estado si es verdad -como lo ha dicho el alto comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo- que el eje de la ley de Justicia y Paz será la reparación a las víctimas.

El procedimiento

Las víctimas podrán intervenir durante el juicio que se adelante contra los autores de delitos atroces. Por ejemplo, cuando se inicie el proceso contra Salvatore Mancuso, las víctimas de la masacre del Aro -por la cual fue condenado- podrán solicitar un incidente de reparación.

Durante una audiencia pública, cinco días después de haberlo solicitado, la víctima deberá probar el daño sufrido. Entonces, el juez invitará a la víctima a conciliar la reparación con su victimario. Podrá pedir la restitución de sus tierras, o una suma de dinero, o una declaración pública pidiendo perdón. Cualquier cosa que considere necesario para recuperar su dignidad y aliviar su dolor. Si no llegan a un acuerdo, el juez decidirá la reparación. Si llegan a un acuerdo, el juez ordenará la reparación con cargo al condenado o al Fondo de Reparaciones. Este fondo será manejado por la Red de Solidaridad Social y será alimentado con los bienes que entreguen los paramilitares y guerrilleros condenados, con las donaciones internacionales y con el presupuesto de la Nación.

Aunque en el papel las víctimas tienen derecho a conocer toda la verdad, a ser indemnizados, reparados y a recuperar sus tierras, en la práctica habrá muchos huecos por donde los paramilitares -y eventualmente los guerrilleros- podrán evadir sus responsabilidades.

Lo más difícil será identificar a los victimarios. Normalmente no usan su verdadero nombre, sino sus 'alias' y, como lo demostró el reciente informe de HRW, los fiscales no lo están pidiendo. El 'Oso' que le arrebató a Lisandro sus tierras seguramente se llama Juan o Pedro, y Lisandro, que no se ha enterado ni siquiera de la existencia de la ley, difícilmente sabrá cuándo intervenir en el proceso que lo juzgue.

Esto suponiendo que alguna vez el 'Oso' sea juzgado por esta ley. La gran mayoría de los paramilitares que se han desmovilizado jamás enfrentará un juicio porque no existe proceso alguno en su contra por delitos atroces. De los 5.000 desmovilizados hasta abril de 2005, sólo 25 habían sido detenidos por delitos atroces, según HRW. Pero seguramente 'Cadena' y otros 100 jefes paramilitares sí se someterán a esta ley.

El desafío, entonces, será que víctimas como Lisandro se enteren de que pueden participar en un proceso de reparación y que podrán hacerlo sin correr el riesgo de ser victimizados de nuevo.

En Perú y Brasil muchas de las víctimas que acudieron a testificar contra los violadores de derechos humanos de la dictadura fueron asesinados. Aquí en Colombia, para no ir tan lejos, cientos de jueces y fiscales que han osado investigar las masacres han sido asesinados. Ni hablar de los testigos.

La ley contempla protección para las víctimas y asesoría por parte de la Procuraduría y de la Defensoría del Pueblo. Pero no dispone de recursos adicionales para que estas entidades amplíen sus plantas, sin lo cual su función se podría quedar en un plano meramente simbólico.

Por lo anterior y por considerar que la ley desconoce los derechos a la verdad, justicia y reparación de las víctimas -que no fueron tenidas en cuenta para su elaboración-, que no servirá para el efectivo desmonte del paramilitarismo y que no reconoce la responsabilidad del Estado en la conformación y apoyo de los grupos paramilitares, un movimiento de víctimas de paramilitares y de la Fuerza Pública decidió en un encuentro el pasado 25 de junio no avalar estos procesos judiciales con su participación. "Nadie nos garantiza que si entramos en el juego van a existir garantías reales de que serán procedimientos justos e imparciales. Buscaremos la inconstitucionalidad de la ley", dijo a SEMANA Iván Cepeda, miembro de este movimiento.

Esta posición es respetable desde el punto de vista ético. Pero si las víctimas no participan activamente, la ley sólo beneficiará a los victimarios, que pagarán una pena de reclusión máxima de ocho años. Quizá si víctimas como Lisandro pierden el temor y con la ayuda de todos los colombianos denuncian a quienes les arrebataron sus propiedades y sus seres queridos, la verdad, la justicia y la reparación -que parecen tan abstractas en la ley- se vuelvan una realidad. El proceso desatado en San Onofre y en Urabá, donde las víctimas han comenzado a denunciar los abusos sufridos, ahora que no ven a los victimarios rondando por sus casas, es un buen comienzo. No lo es que los organizadores del Encuentro de Víctimas hayan recibido amenazas.