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LA JAULA DE ORO

Como en un cuento de García Márquez, 38 presos de la cárcel de Santodomingo (Antioquia), a pesar de tener las puertas abiertas para huir, prefirieron permanecer tras las rejas

9 de julio de 1990

Eran las dos de la mañana del domingo 3 de junio. Los ruidos de la noche con sus grillos y cigarras se entremezclaban con los sones de la fiesta pueblerina que aún no llegaba a su fin. De pronto, en la cárcel, en una de las estrechas puertas, se escucharon unos golpes, fuertes, secos. El guardia, que había recibido el turno dos horas antes, se incorporó no sin cierta preocupación para verificar lo que pasaba. No había alcanzado a abrir la rejilla de seguridad, cuando vio peligrosamente cerca el cañón de un revólver. Dos hombres le estaban apuntando directo a la cabeza. "¡Abra la puerta!", le ordenaron. Tembloroso, temiendo por su propia vida, obedeció. Nada pudo hacer con su arma de dotación.
En un abrir y cerrar de ojos fue desarmado. Pocos segundos después, el otro guardia corrió la misma suerte.
Luego, inermes y atemorizados, fueron obligados a abrir una puerta más, la que daba al patio del presidio, y luego otra, la de la celda número dos.
Como telón de fonfo, los ecos de la fiesta se seguían escuchando. Los trasnochadores del pueblo en las cantinas repetían las tandas de cerveza y aguardiente. Nadie se imaginaba lo que estaba ocurriendo en sus propias narices.

En la celda número dos de la cárcel de Santodomingo, Antioquia, pacientemente esperaba Fredy Ocampo Gómez, de 23 años, un peligroso antisocial, sindicado de pertenecer a una de las numerosas bandas de delincuentes que siembran el terror en Medellín. Sintió que la puerta se abría y se apresuró a salir. En otra celda, John Jairo Alvarez, John Jairo Correa, Manuel López, Jesús Emilio Marín y Oscar Gómez, acusados de hurto y consumo de droga, ya tenían empacado su precario equipaje peinilla, toalla, camisa... Sólo esperaban que les abrieran la puerta para recuperar la calle. Y así lo hicieron, mientras que los guardianes eran esposados y atados a uno de los rudimentarios camarotes.

Pero algo curioso y verdaderamente sorprendente estaba por ocurrir.
Trece reclusos más, que se hallaban ubicados en la misma celda, ante la posibilidad de huir sintieron miedo.
Se refugiaron en sus cambuches. Uno de ellos, conocido como "El profe", pensó en voz alta: "Es mejor vivir preso unos meses que prófugo toda la vida". El resto, alumnos de su clase de cultura general, estuvo de acuerdo. Se quedarían.

Los "liberadores" avanzaron y preguntaron en la celda número uno si había alguien que quisiera escapar.
No encontraron respuesta. Sólo se escuchó un murmullo: "Lo que queremos es dormir". Sorprendidos por tan insólita reacción, se marcharon.
No tenían nada más que hacer.
Habían cumplido su misión.

Un taxi fantasma, con el motor prendido, esperaba en la puerta. Los seis prófugos y sus compinches lo abordaron. El taxi emprendió la marcha hacia Medellín, distante más o menos 100 kilómetros de Santodomingo.
Atrás quedaba la cárcel con las puertas abiertas y los reclusos que habían renunciado a su libertad.

Alertados por los gritos de los guardias que habían recuperado el aliento, los pocos que quedaban despiertos y que regresaban de la fiesta, entraron a la cárcel y con la ayuda de algunos reclusos los desataron. En medio de la "juma", lo que no entendían los borrachitos era que todavía quedaran presos. Y lo más soprendente de todo, dormidos, como si no hubiera pasado nada, respirando las bocanadas de viento fresco que se colaban libremente por la puerta principal.

La directora de la cárcel, Luz Elena Yepes, apresuradamente recorría en ese momento la carretera que de Medellín conduce a Santodomingo.
Ya había sido alertada sobre lo que había sucedido en el penal. Y lo que la sorprendía no era precisamente que seis presos se hubieran fugado, sino que la mayoría de los reclusos no lo hubieran hecho.

Eran las seis de la mañana cuando llegó a la cárcel. Entre guardianes y reclusos habían puesto de nuevo las cosas en orden. Los encontró como cualquier mañana, reunidos en el patio. Eran 38 los que habían resuelto permanecer bajo su tutela y parecían más bien listos para asistir a una clase. No resultaba del todo extraño, pues el penal está más cerca de parecerse a un piadoso y disciplinado colegio de religiosas, que a un centro penitenciario. Entre los reclusos se hacían chistes y se celebraban con ironía la honradez de que habían dado prueba al no haber escapado.
"Somos unos bacanes -decían. Esto si es honradez".

Sin embargo, un recluso parece ser la excepción en ese ambiente de curiosa euforia: Rodrigo, el veterano del penal, "El canero viejo" como lo llaman sus compañeros de prisión.
Acostumbrado a la hostilidad y las condiciones infrahumanas de Gorgona y La Picota por más de 20 años, la cárcel de Santodomingo es para él un juego de niños. Medio enfadado, con el ceño fruncido, dice:
"Yo lo que necesito es una cárcel para hombres. Estoy cansado de tratar con tanto pelao". Es el único que no comprende todavía por qué con tanta experiencia no fue capaz de robarse su propia libertad.

La mayoría del reclusos de la cárcel de Santodomingo no pasa de los 23 años. Son muchachos de la región, aunque también hay algunos que han sido remitidos de otros municipios antioqueños e incluso de Medellín. Pero a pesar de haberse movido y criado en los bajos fondos, el ambiente que se vive en ese centro de reclusión dista mucho de parecerse al de Bellavista, un pequeño infierno en la tierra, donde la guerra de las calles se ha trasladado a los patios y las bandas que allí se forman no alimentan pensamiento distinto al de escapar. Para seguir delinquiendo.

Como cosa curiosa, en la cárcel de Santodomingo no hay hacinamiento y todo parece indicar que la mayor parte de quienes están presos allí, lo está por hurto calificado, consumo de estupefacientes y delitos menores. En realidad no es un lugar de alta peligrosidad. Pero todos los que renunciaron a su libertad creen que su buena conducta les servirá para reducir sus penas, que no superan los cuatro años.
Así se lo comentan a la doctora Yepes, en medio de ese patio de paredes verdes y blancas que han contribuido a embellecer con matas sembradas por ellos. Mientras esperan si su acción es retribuida en alguna forma, charlan con la directora del penal y le piden como contraprestación inmediata pequeños favores: cigarrillos, cambio de celda, un televisor para poder seguir el mundial.

En un rincón, "El Profe", el filósofo, el culto de los reclusos, intenta dar una respuesta a ese interrogante que en el fondo todos se están haciendo:
¿Por qué no escaparnos ? Pausadamente, como sopesando cada una de sus palabras, pronuncia una sentencia: "El que es perseguido no es libre."-