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Impunidad

La justicia masacrada

En los últimos 15 años, más de 233 jueces, fiscales e investigadores del CTI han sido asesinados mientras investigaban las grandes masacres.

10 de abril de 2005

Es triste para un país cuando la última esperanza que le queda para esclarecer sus crímenes es la confesión del criminal. Es el caso en Colombia. Muchas, la gran mayoría de las masacres paramilitares han quedado en la impunidad porque cuando la justicia, a pesar de las amenazas, ha decidido investigarlas, jueces, fiscales e investigadores del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía han sido asesinados.

Según los registros del Fondo de Solidaridad con las Víctimas del Poder Judicial (Fasol), que les presta apoyo sicológico a los deudos de la rama, 233 funcionarios judiciales han sido asesinados desde 1989 y 98 han sobrevivido a atentados. Y eso que Fasol no recibe sino seis de cada 10 casos. Sólo en 2003 la Comisión Colombiana de Juristas registró el asesinato de 28 funcionarios judiciales y abogados de derechos humanos.

Los casos abundan. Está el de la masacre de Chengue, cometida en Sucre en febrero de 2001. La fiscal de Sincelejo, Yolanda Paternina, investigaba el asesinato a garrote de 28 personas por paramilitares en este corregimiento de Ovejas, cuando fue acribillada el 29 de agosto de 2001 frente a su casa. Fabio Luis Coley y Jorge de la Rosa, los investigadores del CTI que trabajaban con Paternina en el caso, también fueron desaparecidos ese año.

"En las investigaciones de las grandes masacres siempre ha habido amenazas", dice Luz Marina Hache, responsable de los derechos humanos en Asonal Judicial, el sindicato de los funcionarios judiciales. Si el funcionario no cede a las amenazas, éstas con frecuencia se concretan.

La racha de atentados contra los funcionarios encargados de investigar las masacres comenzó con la matanza de La Rochela, en Santander, el 18 de enero de 1989. Dos jueces de instrucción criminal, Pablo Antonio Beltrán y Mariela Morales; siete funcionarios del CTI y dos conductores fueron asesinados por paramilitares mientras investigaban los crímenes cometidos por el MAS en el Magdalena Medio.

En 2000, la tragedia se repitió. El 8 de marzo una comisión judicial de siete miembros del CTI se desplazó a exhumar unos cadáveres en la finca la Holanda, en Pueblo Bello, una vereda de Valledupar, donde había ocurrido una masacre paramilitar. Nunca volvieron. Todos los investigadores fueron desaparecidos.

"Los paramilitares son los únicos que han desaparecido gente del poder judicial. Han logrado amedrentar tanto a los jueces, fiscales e investigadores, que muchos han terminado exiliados para salvar sus vidas", agrega Hache.

Fasol tiene registrados 38 exilios. Entre ellos está el juez Iván Leonardo Cortés, que desde su juzgado presenció cuando los paramilitares asesinaban a 49 personas en Mapiripán, Meta, y alcanzó a denunciar los hechos. Y el fiscal de derechos humanos César Rincón, quien estaba a cargo de la instrucción de las masacres cometidas en Tibú y La Gabarra en el Catatumbo, está ahora asilado en Canadá, el refugio de cientos de jueces y fiscales colombianos. También tuvieron que salir del país Iván Velásquez, ex coordinador de la unidad de derechos humanos de la Fiscalía de Medellín, y Carlos Bonilla Cifuentes, quien investigaba el asesinato de Jesús María Valle, el abogado que defendía las víctimas de varias masacres paramilitares.

Muchos valientes jueces y fiscales que han osado investigar no ya masacres puntuales sino el fenómeno paramilitar en sus regiones no han sobrevivido para contarlo. El 16 de febrero de 2000 fue asesinado Salomón Samaniego Porras por investigar la llegada de los paramilitares a Florencia, Caquetá. En el otro extremo del país, la fiscal María del Rosario Silva Ríos llevaba varias investigaciones contra los paramilitares en Cúcuta cuando llegaron las primeras amenazas. En cambio de abandonar su trabajo, como se lo recomendaron sus amigos, pidió seguridad al Estado. Pero el 28 de julio de 2001, mientras conducía su carro en compañia de su marido y su hijo, fue asesinada por un sicario a las 6:45 de la noche. El investigador del CTI Miguel Lora había sido asesinado 17 días antes en Montería por investigar a las autodefensas en Tierra Alta, Córdoba. Y seis meses después, el 3 de diciembre de 2001, cayó en su propia casa Javier Alfredo Cote, juez segundo especializado en Santa Marta, quien estudiaba varios casos de paramilitarismo en su ciudad. Quizá la misma suerte corrió Elkin Hernando Carmona Montoya, secretario judicial 2 de la Fiscalía de Amalfi, desaparecido hace varios años.

La lista sigue y sigue. Por eso la única esperanza que tienen las víctimas de los asesinados en las masacres -y también los familiares de los funcionarios judiciales muertos y desaparecidos mientras las investigaban- es que los jefes paramilitares cuenten a los colombianos qué sucedió. Y por eso es tan grave que el gobierno haya derrotado la semana pasada la propuesta de confesión total del proyecto de los congresistas Pardo, Borja, Velasco y Parody. Sólo queda la impunidad.