Home

Nación

Artículo

LA MANO AL DRIL

Cada vez se hace más evidente que en Colombia hay que replantear las normas de financiación electoral y ponerle punto final a las contribuciones privadas a las campañas políticas. ¿Cómo sería?

5 de junio de 1995

LOS PEORES ESCANDALOS políticos de los últimos 25 años han tenido que ver invariablemente, con el tema de la financiación de las campañas electorales. Por cuenta de las donaciones, han caído presidentes y primeros ministros alrededor del mundo y otros tantos se han visto envueltos en grandes escándalos. Y es que la financiación irregular de las campañas es probablemente el tipo más demostrable de corrupción, pues la adjudicación irregular de contratos, los sobres y mordidas rara vez dejan rastro.
Políticos de Italia, Francia, España, Brasil, Grecia o Japón se han visto envueltos en escándalos de este tipo. La lista es interminable. En Estados Unidos, el mayor escándalo político tuvo elementos similares. Desde el caso Watergate que culminó con la caída del presidente Richard Nixon -quien empleó los dineros que sobraron de su campaña a la presidencia para acallar lo que había descubierto la red de espionaje- el tema de los dineros electorales se ha convertido en un dolor de cabeza para las autoridades, las cuales decidieron ponerle coto a la situación y reglamentar su financiación. Pero fueron tantos los topes y controles que establecieron, que los gastos de las campañas se dispararon: la contratación de abogados y auditores tuvo que prolongarse hasta dos años después de las elecciones para poder terminar de organizar todas las cuentas. Hoy en día, la campaña del republicano Lamar Alexander contrató a Ted Welch, quien se ha impuesto la meta de recaudar 10 mil dólares por hora. Hasta ahora lo ha logrado, pero la fórmula de las contribuciones ha demostrado más vicios que bondades.
Colombia está lejos de ser la excepción. En elecciones pasadas el debate acerca de las donaciones de los grupos económicos a los candidatos despertó agudas polémicas. La proliferación de partidos y los elevados costos de las campañas han hecho que las necesidades financieras de los políticos se disparen, al tiempo que el Estado se ha vuelto cada vez más rico y poderoso y el acceso a él se ha convertido en un gran atractivo para los empresarios y grupos económicos. Para nadie es un misterio que, como lo dice el politólogo y ex ministro Fernando Cepeda Ulloa, "el que hace una donación no la hace en vano. Espera algo a cambio, aunque sea acceso. Quiere que, por lo menos, le pasen al teléfono". Por esa razón, entre otras, el debate sobre las contribuciones se ha vuelto cada vez más candente y las elecciones se han convertido en la subasta del poder.
El problema es, pues, que los políticos legislen en favor de los intereses de quienes los sostienen, y no -como debía ser- guiados por el bien común. Sin embargo, cuando quienes tienen interés en sostener a los políticos están por fuera de la ley, el problema se vuelve mucho más delicado. Y ese es el caso de Colombia. El escándalo de los narcocasetes, que abrió la posibilidad de que en la campaña del presidente Ernesto Samper se hubieran infiltrado dineros del narcotráfico, puso de manifiesto que, dado el poder de los carteles, Colombia requiere las más drásticas normas para reglamentar la financiación a los políticos en campaña.
Cada día es más urgente que en Colombia se haga algo al respecto. El país no puede darse el lujo de tener dirigentes sin legitimidad moral y, por esa razón, no parece viable que se apliquen soluciones intermedias como en Francia, donde fueron prohibidas las contribuciones de personas jurídicas, o en Estados Unidos, donde hay topes a las donaciones que pueden hacer a las campañas las personas naturales. Ni lo uno ni lo otro funcionaría en Colombia. Si se continuara permitiendo las contribuciones de las empresas, difícilmente podría pretenderse que los políticos no legislen a su favor. Adicionalmente, un informe de las Naciones Unidas reveló que son más de 500 las empresas legalmente constituidas que están vinculadas de alguna manera al tráfico de drogas. Sería una labor de titanes controlar la legitimidad de las corporaciones de donde proceden los dineros.
El caso de las personas naturales es muy similar. En los lugares donde existen topes máximos para las contribuciones de particulares ha quedado demostrado que es muy fácil burlar los controles. Basta con que una persona done una parte en nombre suyo y otra a nombre de familiares o testaferros. En Colombia el tema es doblemente grave. Permitir las donaciones de personas naturales le abriría el paso a la infiltración en las campañas de dineros ilegales, pues en el país buena parte de quienes trafican drogas no tienen tacha en su pasado judicial .
Por todas estas razones, ha comenzado a hacer carrera en el país la tesis de que hay que darle un revolcón a la financiación de las campañas. A principios de la semana, el Consejo Nacional Electoral anunció que se dedicará a estudiar el tema y a eláborar un proyecto de ley que establezca que será el Estado el encargado de suministrar los dineros necesarios para las campañas políticas. "El problema de la relación entre el dinero y la política no permite que aplacemos más las soluciones", manifestó a SEMANA el presidente del organismo, Manuel Santiago Urueta. En el mismo sentido se pronunció el viernes pasado en Cartagena el presidente Ernesto Samper, cuando anunció que el Estado es el que debe financiar las campañas electorales y que el gobierno tiene la intención de presentar un proyecto en tal sentido a consideración del Congreso.
Y aunque, a todas luces, un control total sobre las actividades preelectorales de los políticos es la única solución viable para el país, lo cierto es que ese escenario plantea más de un problema. El primero, es la cantidad de elecciones y de candidatos. El segundo, y el más obvio, es el de los elevadísimos costos de las campañas. Es evidente que la Nación no podna correr con gastos astronómicos como los de la última campaña presidencial. Necesariamente debería ponerse límites a los costos, y a la duración de las campañas. Y lo cierto es que eso no le vendría nada mal al país. En la mayoría de democracias occidentales, las campañas políticas son limitadas en el tiempo. En Francia duran sólo 20 días, y en Inglaterra 29. En Colombia meses, y hasta años, y eso no sólo satura a los electores sino que además vuelve incosteable la actividad política.
Por otra parte, los costos de las campañas -por cortas que éstas sean- deberán ser mucho menores. Para ello habría que recortar o eliminar el rubro que mayor proporción de gastos implica en una campaña: las cuñas televisadas. En su lugar, el Estado podría otorgar -como sucede en varios países- espacios oficiales para la confrontación de tesis y programas, y de paso, ello le elevaría el nivel al debate electoral. Por supuesto, la adjudicación de estos espacios sería un problema en sí mismo, pues el dilema estaría entre repartirlo por partes iguales entre candidatos -como sucedió en la pasada contienda presidencial- o hacerlo proporcionalmente al número de votos obtenidos en las elecciones anteriores, como lo hacen ciertos países como Alemania. La experiencia de la primera vuelta presidencial demostró que la repartición milimétrica de espacios favorece la atomización de los movimientos y el surgimiento de candidatos lunáticos, que, con algunas firmas de respaldo terminan apareciendo ante millones de colombianos en horario triple A.
La verdad es que todos los esfuerzos que se hagan serán inútiles si no se comienza por establecer algún tipo de castigo a la financiación ilegal de campañas. Para algunos como Urueta, la solución podría ser tipificar esa conducta como delito. Para otros como el ex ministro Cepeda, sería más eficaz una pérdida de investidura "que en realidad sea una muerte política, para que los pillos no queden libres de ser electos en la siguiente legislatura". Sea como fuere, de llegar a cristalizarse las intenciones del gobierno, no habrá otra votación que deje a los colombianos con el sentimiento de que en las elecciones el poder fue subastado al mejor postor.