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La novela póstuma

SEMANA publica, de manera exclusiva, el primer capítulo de "La mujer doble", la obra que Próspero Morales Pradilla terminó de escribir el día de su muerte. La novela. editada por Plaza y Janés, aparecerá en los próximos días.

31 de diciembre de 1990

Esa luz duró varios siglos e hizo sentir el fondo de la infamia. Pero a Mateo Costa le gustaba, era parte de sí mismo, siempre la veía como ahora: primero algunas chispas, después la lumbre y, finalmente las grandes llamas. Mateo llegaba temprano y cuando anunciaban estas funciones, que se habían vuelto rutinarias, conservando, no obstante, la mezcla de presente y más allá, que solía meterse por los nervios de los espectadores como si estuvieran en el umbral de las épocas.
El olor de trapos salobres y cuerpos sucios era de una multitud aparecida en calles y plazoletas. Como casi todos los asistentes, Mateo estaba unido a los demás por el temor de estos tiempos tenebrosos, que impedian pensar en la libertad o, al menos, sentirse a gusto consigo mismo.
No había brisa, ni siquiera el aliento de los amigos, sino un calor pegajoso que brotaba de las paredes negruzcas. Eran casi las seis de la tarde, pero el sol aún mortificaba a estas gentes sofocadas por la desgracia de vivir en un siglo de tinieblas, muy lejos de pretéritos maravillosos, cuando nacieron las religiones y los imperios, y sin posibilidad de llegar a un futuro que garantizara el sosiego del hombre. Estaban ahí, en la vida, como los grandes rebaños de la historia, dispuestos a morir y ver morir, a obedecer los mandatos de personas muy altas y muy crueles, a que la posteridad no supiera de su existencia.
Mateo Costa pasó la lengua sobre los labios, descubriendo sabor a odre viejo. Le venía de los toneles de vino y del ajo con mariscos deslizados por su garganta durante treinta y cinco años de andar en estas tierras duras y nuevas, donde los españoles establecieron reinos y tribunales para mayor gloria de Dios y castigo de los muchos crimenes que inventan los hombres de los cuatro puntos cardinales del planeta, como si la maldad imperara sobre los buenos cristianos defensores del Rey de la Fe y de las sanas constumbres. A pesar del calor, Mateo llevaba jubón y gorra de terciopelo, ambos negros, muy apropiados para el tamaño de los mostachos. Sobresalía en medio de la multitud, apretujada ya en la plazoleta del Espíritu Santo, gracias a su estatura de caballero teutón y a la genuflexa actitud de los vecinos, algunos de los cuales musitaban oraciones con más miedo que convencimiento, sin atreverse a subir la voz por el mucho peligro que entrañaban las palabras.
Aun cuando las mujeres no debieran presenciar esta clase de espectáculos, había tantas como hombres. Se las veía un poco cabizbajas pero, al aumentar la multitud, levantaban las cabezas, se mostraban airosas y también decian "coño" para completar sus frases. Muy pronto Mateo Costa quedó apretujado, comenzó a ser un pedazo de plebe, a tener los mismos nervios de los demás. Le dolían los pies entre los nuevos zapatos de hebilla, tenía hartura y le sudaban las axilas. Sus pensamientos seguian tan borrosos como en la víspera, porque Mateo carecía de claridad y cambiaba de rumbo según las circunstancias y el parecer de las gentes. No era hombre de principios, sino alguien a la moda, sujeto a los instantes en vez de organizar la vida.
A su derecha, hacia el fondo de la multitud, Mateo vio una cruz alta, quizá de plata, sometida al vaivén de la gente. Tras la cruz debían estar los oficiantes y la desgracia, pero los últimos rayos del sol caían sobre sus ojos y le impedían ver más allá del punto plateado. Sintió que el calor le llegaba de arriba, de un cielo limpio; de los lados, donde estaba el prójimo; y de su propio cuerpo, cuyas glándulas parecian hallarse en el infierno.
Poco a poco se apagó el firmamento, mientras brotaba un grito sordo una especie de eco retrasado, con estas palabras:
-Ahí vienen ...
Miles de ojos se dirigieron al sitis de la cruz móvil, pero ya la oscuridas había reemplazado al sol. Mateo Costa pudo ver unas antorchas en movimiento, que iluminaban a los espectadores. El había presenciado antes, aquí y allí, cortejos como éste. Lo atraían casi vergonzosamente y le producían extraño gozo, dejándolo, al mismo tiempo, tan comprometido como inocente. De pronto se presentaba la muerte en mitad de la plaza, con parte principal del espectáculo.
A Mateo, desde luego, le palpitaba el corazón y sentia el paso de la sangre en la mano que ceñía el estoque, en las sienes cubiertas por su cabello negro, en los tobillos y, quién lo creyera, en las ideas. Podría decirse que hay exageración al registrar las intimidades de Mateo, pero faltan detalles, porque las sensaciones suelen ser tan sutiles como simultáneas y la fugacidad del tiempo impide captarlas en su momento.
El disfrutaba este maravilloso anochecer distinto al de los días rutinarios, cuando un trago de ron, en la taberna de Roque Merluza, servía para ocultar, ante los amigos, el terrible vacio de la vida. Mateo, en verdad, no había logrado construirse, era uno de tantos, sin jerarquía consolidada, sin amor verdadero, con muchos límites en el alma. Era, para darle título exacto, un simple familiar del Santo Oficio, cuyas funciones dependían de los chismes en una época de herejías, propias de judaizantes, moriscos y reformadores, atraídos por la perfidia del demonio. Se veía alto, es cierto, pero no se caracterizaba por su estatura, sino por la en deblez de los huesos, cuyas puntas casi traspasaban la piel, lo mismo en los hombros que en los codos, quijada, rodillas y, sobre todo, en las manos, rematadas por uñas de rapiña.
El desfile se situó frente a Mateo, quien pudo ver el reflejo de las antorchas sobre rostros serios, entre vestiduras de terciopelo y piel de armiño, contraindicadas en este clima de culebras. Tras la autoridad, que debía ser el montón de terciopelo, desfilaban frailes de hábito blanco y capuchón negro, tres hombres descalzos, con el pecho desnudo y algo de tela en las verguenzas. La voz predominante llegó a Mateo:
-Miserere...
Por haber asistido a otras procesiones similares y por su condición de famililar del Santo Oficio, que le permitía completar con la imaginación algunos detalles perdidos de la ceremonia, Mateo sabía que primero habían pasado los carboneros, quienes tenían el privilegio de proporcionar la leña: luego, los dominicos encapuchados; después la gran cruz, que venía semicubierta por un crespón negro; tras ella los confesores y algunos colegas de Mateo. Treinta o cuarenta guardias cerraban la marcha para que la gleba no se mezclara con los protagonistas del anotable acontecimiento.
Entre los guardias, además pasaron cargueros llevado baúles pintados con llamas amarillas, donde se transportaban, hacia el destino final, los huesos de los herejes muertos en prisión.
Mateo trató de acercarse al cortejo, pasando por entre algunos codos tan afilados como los suyos. La espalda de una mujer de larga cabellera negra se interpuso en su camino y quedó, definitivamente, anclado entre la multitud, respirando sobre la cabeza de la vecina, cuya espalda le rozaba el pecho. Los hombres descalzos llevaban cuerdas alrededor del cuello y, en las manos, faroles de cartón, iluminados por una vela interior, donde podía leerse la lista de sus delitos, porque se trataba de facinerosos e impíos relacionados directamente con el demonio, incapaces de arrepentimiento. Tras los condenados marchaban cuatro sujetos con sambenito, a quienes se consideraban como futuros candidatos a la hoguera, si no demostraban su deseo de arrepentirse y de atrapar a los herejes escondidos. Uno de los tres sentenciados iba con mordaza para impedir que repitiera las atroces palabras pronunciadas ante el tribunal cuando, en medio de convulsiones, lanzó, contra los santos varones que lo juzgaban, la retahila de sus pecados mortales y de las aberraciones que sólo las mentes invadidas por el veneno de Satanás pueden arrojar, como las víboras pisoteadas.

Antes del desfile se había celebrado la santa misa con asistencia de los miembros del Consejo de la Inquisición, funcionarios de diversos grados, representantes de la clerecía y seglares, amén de la gleba y los condenados, quienes recibían la asistencia de frailes decididos a prepararlos para la muerte. Luego se leyeron las sentencias y se entregaron los descalzos al brazo secular, siendo características básicas de un auto de fe "la procesión, la misa, el sermón de la misa y la reconciliación de los pecadores", según se ha establecido.
Mateo Costa solía asistir a todas las ceremonias y, como familiar del Santo Oficio, también intervenía en las delaciones, el prendimiento de herejes, y otros actos previos pero, esta vez, se contentaba con lo secundario: el cumplimiento de las relajaciones o sea el espectáculo civil, si así puede llamarse al castigo de los impíos. Presenciaría la sujecion de cada condenado al poste de los tormentos; esperaría la conversión de algún reo; vería el encendimiento de las hogueras; y atraparía el olor a sentencia proveniente de chamizos con carne humana.
Por fin el cortejo llegó a una especie de anfiteatro, situado a la izquierda de Mateo y, más con la imaginación que con los ojos, siguio los detalles del triste final... O los hubiera seguido si no sintiese, de improviso, que los órganos genitales interían su devoción, creándode sensaciones ajenas al estupor de la ceremonia. Algo inexplicable, en ese momento culminante, se apoderó de su zona vital, produciéndole lenguas diminutas que le lamían los testículos y acaloraban el conjunto sin tener en cuenta la fatalidad del instante. Mateo pensó en sujetar aquella lascivia y continuar, como antes, entregado a oler las hogueras de la Inquisición, pero era tan grato sentir cuanto le acontecía, que desechó la curiosidad para ir concentrándose en el sorpresivo fenómeno. A Mateo se le infló la bragueta, mientras la mente olvidó lo circundante y se le borró el cansancio de la espera. Era ya lo gigantesco, lo fugaz, lo caluroso, lo fuerte, lo indomable, lo único, cuando advirtió que aquel prodigio venía de unas manos invisibles, cuyos dedos lo habían asaltado y estaban moviéndose por el sexo con obstinada suavidad, como si la fiebre pudiera nacer, impunemente, al pie del cadalso. No hizo nada por quitar aquellas manos y, al contrario, las dejó que se apoderaran de cuanto quisieran, incluyendo su condición de familiar del Santo Oficio.
Mientras Mateo gozaba, los demás asistentes se miraron unos a otros con la angustia de oír una voz que no era de cristiano alguno, sino la gruesa y fatal del demonio. Estas fueron las palabras que saltaron sobre la plaza del Espiritu Santo:
-¡A la mierda los inquisidores, caiga sobre ellos y sobre este pueblo cobarde mi maldición de cien siglos!
Inmediatamente fue encendida la hoguera del vociferante, cuya última voluntad ya había sido expresada. Las llamas apenas le llegaban a las piernas cuando, con un gesto sordo, trató de dirigir la cabeza hacia adelante y escupió con ímpetu. Entre lamentos le siguieron los otros dos, sometidos al fuego, que subió rápidamente por leños y cuerpos para acabar con estos miserables destinados al olvido absoluto.
Mateo Costa no pudo ver la luz que tanto le gustaba, porque los dedos del placer continuaban agitando su bragueta y, como había quedado paralizado por el deseo, todos sus resortes estaban entregados a esas manos anónimas y sedosas, que no habían logrado penetrar entre la tela de sus calzones, pero parecian culebras enroscadas en el pene. Se acordó de las sierpes de Medusa, las sintió bebiendo su savia y comenzó a inclinarse para saber si cuanto le acontecía era fruto de la imaginación o, por el contrario, alguien había resuelto acariciarlo con sabiduria y persistencia. Sin embargo detuvo el propósito por el temor de perder la embriaguez al descubrir que el gozo fuese producto de alucinaciones o de brujeria y no de unas manos milagrosas y vivas. Mateo era de temperarnento mesurado y silencioso, siempre dispuesto a equilibrar las situaciones, evitando la precipitud, que tanto daño causa a quienes anticipan la ilusión a la realidad. Pero ningún ser humano puede ser indefinidamente ajeno a si mismo, ni arrojar de su ánimo a la curiosidad, porque hay fuerzas interiores que desdeñan los ordenamientos del cerebro. Mateo bajó la mirada y vio las manos, que se movían como si aletearan en torno del sexo, la derecha hacia el lado izquierdo y la izquierda hacia el derecho, sin advertirse relación entre esos dedo largos y los brazo ocultos en una mantilla. De espaldas a Mateo estaba la misma mujer anterior a la aparición de las extrañas manos, no se le veía movimiento alguno, pero la mariposa de sus dedos se guia revoloteando abajo. Mateo acercó la nariz al cabello de la mujer y llegó el olor que se advierte a orilla del rio de los almendros donde suele bañarse algunas mozas durante los dias más calurosos del año. Olia a jazmin, pero con ingredientes adicionales -quizá yodo y sudor-. No pudo seguir oliéndola, porque le vino el desfallecimiento, el dolor de lo incompleto, la humedad indeseada. Cuando volvió a la vida, con piernas temblorosas y un desastre en la mente, la mujer ya no estaba ahi, se había llevado las manos como si éstas hubieran volado sobre la multitud y las hogueras, dejando al hombre con un gran fracaso entre las piernas.
La luz de las hogueras permitia ver muchos rostros, porque el fuego ya había tomado fuerza dominante, crujiendo entre leños y chamizos, produciendo llamaradas y amenazando, con su calor, la piel de los espectadores. Mateo trató de buscar las manos maravillosas, pero la multitud todavía era densa aun cuando muchas personas se habían retirado, asqueadas por el olor que entraba a las narices y comprometia el corazón de los cristianos. Mateo quedó cerca de las piras y, al verlas, perdió el enardecimiento como si en vez de llamas aquel escenario lanzara granizo. Se enfrió por dentro y le llegó la flaccidez, olvidando su propio fuego anterior para sentirse copartícipe de la gran tragedia, que él estimulaba dada su investidura de familiar del Santo Oficio.
Cuando hubo más cenizas que llamas, se oyó el murmullo de las conversaciones, desapareció la gran cruz y los asistentes comenzaron a moverse dejando claros en la multitud, por donde Mateo Costa siguió en busca de las manos perdidas. Pero la persecución ya no fue anhelosa, ni siquiera insistente. Apenas lo movia un poco de curiosidad. Iba tras la dueña de los dedos mágicos, acaso tras una quimera, tras un monstruo. Mateo recordó que los demonios suelen juguetear con los buenos cristianos, aprovechando sus debilidades. Quizá las manos invasoras no pertenecieran a ningún ser humano y el perfume de la presunta mujer hubiese sido inventado por el ardor del instante. Mateo le daba vueltas a la escena mientras caminaba más allá de la plaza del Espíritu Santo, hacia la tarberna de Roque Merluza, dejando atrás las hogueras, casi apagadas, y los huesos calcinados. De tanto pensar en las manos y en el olor de jazmín, Mateo no vio a la mujer recostada contra el muro de piedras, distante de la luz, en plena calle de los obispos, que lo miró de soslayo y se cubrió con una mantilla negra. No obstante, Mateo se tuvo, arregló sus calzones arrugados, miró a todas partes y siguió adelante. Seguramen-se dijo fue Satanas, tuvo que ser Satanás, quien quiso alejarme de la ceremonia final para inducirme a pecados de la carne, que o son ajenos a mi ánimo, pero tienen su lugar y su hora, muy distintos, por cierto, a la plaza del espíritu Santo y al instante de la conenación de los pecadores . Mateo se santiguó y, sin el peso del sacrilegio, entró a la taberna de Roque Merluza, llena de parroquianos dispuestos a ahogar en vino de baja esto a el montón de tristezas impuestas por la época. Se oían los chorros al caer en las copas y centenares de palabras inconexas.


- Coño, ¿por qué llegas tarde?_ le gritó el mismo Rolque, con su voz de trueno opaco.

_ ¿ Y a ti qué te importa?
_ ¿ A mí...? ¡Vete a la mierda!
_ Ahí estoy, en tu mierda!
_ Que te voy a dar de patadas...
_ ¡ Atrévete!
_ Deja de joder, Mateo, y haz el gasto.
- Dame camarones y ese vinagre apestoso que sirves como vino.
- Si es vinagre, me lo vas a lamer...
- Roque, que te...
Y el codo derecho de Mateo, filudo como un cuchillo, ya iba hacia el cuello de Roque, cuando éste soltó una carcajada y maldiciendo agregó:
_ Hoy viniste vestido de niña bonita, porque no aguantas gracejos y pareces hijo de Satanás.
_ ¡ Que no lo nombres, Roque!
- Ya entiendo Mateo.
No hay como tener confianza para romper el hielo de las conversaciones en un buen ambiente como el de esta taberna, donde nadie quería hablar de las hogueras y todos preferían una buena cuchillada al prójimo atrevido, o los diálogos sin palabras remilgadas, a seguir hablando de la desgracia reciente como lo hacían las mujeres llenas de espanto y de dolor al regresar a sus casas, después de haber sentido las entrañas expuestas al fuego e incapaces de producir hijos para someterlos a las relajaciones de la Inquisición.
Mateo no osó, en una banca de la taberna donde alternaba con tres o cuatro amigos de la noche escribientes, golillas, mercaderes- a contar su experiencia en la plaza del Espíritu Santo, porque lo hubiesen tomada por brujo o, acaso, por embaucador. Tuvo que guardarse el recuerdo bajo su propio silencio y compartir la charla general, que se encumbraba hasta el Santa Oficio.
La mujer recostada contra un muro de la calle de los obispos, más parecía alma de Dios, extraviada en estos momentos de desgracia, que hembra dispuesta al placer. Tenía buen cuerpo debidamente redondeado, que mostraba, a pesar de la amplitud de la saya sus grandes verdades: senos tentadores, cintura perceptible y trasero tembloroso. El color aceituna de la cara y una abrumadora cabellera negra daban a los vivaces ojos castaños, a la nariz gitana y a unos labios siempre húmedos, la singularidad que escandalizaba al vecindario. Bajo las ropas podía contemplarse su estampa de mujer bella: vientre contráctil, piernas bien contorneadas y sexo como debe ser.
Alejado Mateo Costa, la mujer caminó hacia el mar saliendo de las calles ricas rumbo a donde no podía llegar el poder de la Santa Inquisición, porque las ratas que allí vivian no pertenecían al mundo de los vivos, sino al purgatorio de los transeúntes que apenas hacían bulto en el cuadro global de las generaciones.
El mar estaba quieto, un poco acobardado, porque en las noches de cadalso y muerte huía de las orillas como si los peces arrastraran el agua para no ver la ignominia. Las gentes no creen que delfines y sierras adviertan las miserias de la tierra, pero todo se contrae bajo el agua cuando los hombres imponen la desgracia. Así lo dice el Iscariote, cuya vida no vale un rábano, pero a quien la Santa Inquisición recomienda como uno de los mejores torturadores de la ciudad, a pesar de sus instantes de reflexión y de la manera como relaciona los autos de fe con las tragedias del mar, donde los peces no sólo se devoran unos a otros, sino que también se tragan los galeones si lletan muchos pecados mortales.
Y fue el Iscariote, con el torso desnudo lleno de músculos y un trapo amarrado en la cabeza, quien recriminó a la mujer de mantilla negra, cuando llegó a su casa:
Maldita seas, Rita, que he dicho que regreses tan pronto como se enciendan las hogueras y hoy te quedaste porfiando, porque vi la luz hace una hora. No vuelvas a desobedecerme si deseas seguir viviendo y no en las entrañas de los tiburones.