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La paz no es un lecho de rosas

La desmovilización de guerrilleros y paramilitares es un programa que el gobierno muestra con orgullo. Pero las dificultades que atraviesa son inocultables.

29 de agosto de 2004

En esta historia hay una noticia buena y otra regular. La buena es que gracias al programa para la reincorporación a la vida civil hay 5.000 guerrilleros y paramilitares menos. La noticia regular es que por lo menos 20 de ellos volvieron a ser reclutados por grupos paramilitares, después de estar en los albergues del Ministerio de Defensa. Y que otros 10 han sido asesinados, casi siempre en riñas callejeras. En muchos casos ha sido más fácil desarmar sus manos que sus corazones. ¿Son estos casos aislados o algo está fallando en el programa de reincorporación? Sin duda ha habido improvisación, pero también grandes avances.

La cifra de desmovilizados desbordó todos los cálculos del gobierno. Actualmente hay 6.813 en albergues del Ministerio del Interior y 800 a cargo del Ministerio de Defensa (contando las familias), cada uno de los cuales le cuesta al Estado unos 30 millones de pesos en el año. Visto de lejos, el programa arroja resultados muy positivos. Pero más allá de las cifras, la gran pregunta es si estos muchachos se están convirtiendo en ciudadanos o si corren el riesgo de vincularse nuevamente a grupos armados o delictivos.

Un primer cuestionamiento que se le ha hecho al programa es que no desvincula a los muchachos de la guerra cuando se promueve que sigan trabajando como informantes en operaciones militares. Si bien muchos de ellos salen de la guerrilla con la expectativa de ganar mucho dinero entregando armas e información, también es cierto que el gobierno debe garantizarles un tránsito a la civilidad y no mantenerlos en la dinámica de la guerra.

Las promesas que les hacen cuando se entregan muchas veces no se realizan. Es el caso de Jacinto López, quien ingresó a las Farc hace nueve años, cuando trabajaba en una finca cocalera en el Guaviare. Un día de marzo del año pasado decidió abandonar la organización porque, a pesar de ser un buen guerrillero, su jefe lo había sancionado. Temió por su vida. Antes de que lo mataran, López se escapó con 250 millones de pesos, una suma pequeña, comparada con los 1.500 millones que en promedio recogía cada semana por la venta de la coca. Caminó durante nueve horas para llegar al pueblo más cercano y allí se entregó en el batallón, con la esperanza de que ese día comenzaría una nueva vida. "Ni siquiera estaba esperando que me dieran plata, pero el capitán me dijo que a mí me darían la mitad de lo que entregué", dice López, quien un año y medio después camina por las calles de Bogotá buscando que alguien le cumpla lo prometido.

Andrés Peñate, viceministro de Defensa, dice que estos casos se presentan por falta de información de los oficiales en las guarniciones militares. Y reconoce el riesgo de que los muchachos se sientan defraudados por un Estado del que siempre han desconfiado.

Un segundo tema que tiene a los desmovilizados en el ojo del huracán son los albergues, las casas en las cuales viven en promedio 50 personas. A los albergues del Ministerio de Defensa llegan los muchachos apenas dejan la guerrilla. Es la etapa más difícil emocionalmente y la que representa mayores riesgos de seguridad para ellos. "Nosotros no les prometemos un lecho de rosas, sino una segunda oportunidad. Estar vivos, un lecho, comida y todo lo que se requiere para que vuelvan a la sociedad", dice Peñate.

Sin embargo, se han tenido que cerrar por lo menos dos de ellos porque los habitantes de los barrios se resisten a que los muchachos convivan con ellos. Fue el caso del barrio Prado de Medellín, donde los vecinos presionaron para que se cerrara una de estas casas porque se habían incrementado, según ellos, la inseguridad y el consumo de droga y alcohol.

Las adicciones son uno de los grandes problemas que tienen los albergues y que han hecho que se refuercen los programas de asistencia sicológica. Un reciente estudio revela que 16 por ciento de los desmovilizados sufren de depresión profunda y están gravemente afectados por la guerra, y 40 por ciento sufren algún nivel de estrés postraumático, sobre todo delirio de persecución. Igualmente se detectó que 6 por ciento consume licor con frecuencia y 4 por ciento, drogas.

Un 57 por ciento de los muchachos cree que el Estado no va cumplir sus promesas. Existen muchos retrasos en la entrega de los dineros e incluso en el pago a los albergues. Eso explica en parte por qué algunos de ellos han preferido volver a la guerra, pues los paramilitares les ofrecen 400.000 pesos al mes.

Después de que los desmovilizados reciben el indulto, son trasladados a los albergues del Ministerio del Interior. "Allí tienen la obligación de portarse como el Divino Niño", según Juan David Ángel, director del Programa de Reincorporación. Quienes infrinjan los compromisos pierden los beneficios jurídicos y económicos. Esto es el indulto, el sostenimiento durante dos años, que incluye alojamiento, alimentación, salud y educación. Y ocho millones de pesos al final del proceso para que se conviertan en pequeños empresarios. Hasta el momento han sido expulsados 14 muchachos.

Algunos desmovilizados necesitan más que un empleo y un lugar dónde vivir. Es el caso de Tomás Vaquero, quien fue guerrillero durante 15 años, cuatro de los cuales estuvo infiltrado en la Policía. A sus 32 años le ha tocado un consejo de guerra por robo de armas, tres encierros en la cárcel, una fuga y la deserción del ELN, organización que era lo más importante de su vida hasta hace un año, cuando desertó para comenzar una nueva vida. Vaquero estaba acostumbrado a mandar, a gastar cifras de dinero descomunales, a manejar pomposos carros y a vivir bajo la protección de una pistola o una ametralladora. Ahora tiene que hacer fila para recibir atención en salud, odia tener que montar en buseta, aprender a trabajar y no tener a nadie bajo su mando.

El caso de Vaquero es emblemático en el tema jurídico, uno de los cuellos de botella más grandes que tiene el proceso de reincorporación de ex guerrilleros y paramilitares. En menos de un mes fue indultado por los delitos de rebelión y conexos, pero desde entonces le han aparecido seis nuevos procesos, entre ellos el de fuga, y ahora depende de los abogados para defenderse y mantener su libertad. En los peores casos, los desmovilizados afrontan investigaciones por secuestro o por homicidios que no les serán indultados con las leyes actuales. El dilema entonces es cómo lograr que se sigan entregando miembros de los grupos armados sin que eso signifique perdón y olvido.

Los mismos desmovilizados se han encargado de denunciar estas fallas en el Congreso y los medios de comunicación. También recurren cada vez más a la tutela. "Ese es un buen síntoma. Demuestra que están vinculándose a la democracia", dice Peñate.

También han creado asociaciones y una mesa de trabajo para que se les tenga en cuenta en las decisiones que atañen al programa. "No necesitamos dinero sino aprovechar esta segunda oportunidad que nos dio el Estado, que era nuestro enemigo", dice Eliseo Corzo. Por eso, a pesar de las dificultades, ellos tienen la esperanza de que se les mire como parte de la solución del conflicto, no como una parte de él. Una oportunidad que no tuvieron en la guerra, ni cuando se vieron empujada a ella, generalmente por la pobreza.