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ANÁLISIS

La paz con los paras es posible

Sergio Jaramillo, director de la Fundación Ideas para la Paz, explica el dilema que enfrenta la negociación con los paramilitares y sugiere alternativas para resolverlo.

3 de octubre de 2004

Nada más fácil que cruzar los brazos y criticar el desarrollo de las negociaciones con los paramilitares. ¿Pero cuál es la opción? ¿ Está el Estado en capacidad de someter en su totalidad a la ley a un fenómeno tan extenso como el que se está dando a conocer por estos días? Sin duda podría hacer más, mucho más de lo que ha hecho. Pero en el mejor de los escenarios, ¿será suficiente? Hecha con juicio, la paz con los paramilitares puede ser hoy la mejor opción.

Es también, más que cualquier negociación anterior, terra incognita. No hay mapa que oriente ni libreto que se pueda adaptar, porque nunca ha habido una negociación que se le parezca. El concepto de lo 'político' se topa aquí con sus límites. Lo que estamos viendo es el futuro por adelantado, donde la óptica política sobre el conflicto y la óptica criminal se vuelven imposibles de diferenciar. Aquí lo único que vale es la imaginación, la perseverancia y, sobre todo, la capacidad de formular e implementar políticas concretas.

La paz con los paras es posible. Pero tiene una primera condición: que sean visionarios. Como organización militar, los paras no tienen futuro. Sus 'éxitos' los han logrado básicamente contra el ELN, que es una organización más política que militar. Masacran a su base social y compran a sus comandantes (Barrancabermeja). Con las Farc el asunto es otro. Las Farc pueden estar carcomidas por el narcotráfico, pero no dejan de ser un ejército con disciplina táctica. Cosa que los paras no son. Cuando se encuentran con las Farc, les va mal. Los oficiales del Ejército, por su parte, dicen que no hay nada más fácil que pelear con paramilitares.

Como proyecto político contrainsurgente, el paramilitarismo también está muerto. El rabioso discurso reaccionario anclado en la guerra fría que ha aflorado últimamente no es lo que hoy motiva al grueso de los señores de Ralito. Es más el discurso de un reducto de las Fuerzas Militares -de oficiales retirados más que en servicio- y sobre todo, de civiles que quieren hacerles el juego. El verdadero interés de los paras es pragmático, no ideológico.

Y luego está la extradición a Estados Unidos y la perspectiva de que un juez belga se lance a otro ejercicio de jurisdicción universal y los pida por crímenes de lesa humanidad. En algún momento algunos de ellos van a caer. El mismo Estado tiene hoy la capacidad de cogerlos con relativa facilidad. Unidades de fuerzas especiales pueden capturar en seis meses a cualquiera de los comandantes de Ralito (no así de las Farc), si les dan el suficiente apoyo y si logran evitar infiltraciones. Los paras no están ni en los páramos ni en las serranías de la Amazonia. Están en fincas en áreas semirrurales.

Por último, el proceso mismo ha sido un bautizo que no pueden reversar. Como ocurrió con las Farc, se convirtieron en personajes públicos. Volver a la clandestinidad significaría en el mediano plazo una vida en el monte a la que no parecen ser adeptos. Lo racional para ellos sería negociar mientras pueden.

Más que voluntad

Hay entonces una oportunidad. Pero las oportunidades llegan y en un parpadeo se van. Así como los paras tienen incentivos para negociar, así también la confianza que les da su dominio territorial puede enceguecerlos. Porque lo cierto es que los paras están perdiendo el conflicto político-militar, pero están ganando el posconflicto. Es decir, llegaron a su límite como fuerza militar, pero han sabido traducir su poder coercitivo en control de la política y la economía local.

¿Hay una coincidencia de intereses? Si abren los ojos, los paramilitares se darán cuenta de que ser barones locales no les garantiza que algún día no terminarán en un avión rumbo a Estados Unidos. El Estado por su parte puede arrestar a los cabecillas, pero difícilmente logrará desmantelar organizaciones tan poderosas y con una capacidad de renovación tan grande. ¿No sería más eficiente desmantelar el fenómeno a través de la negociación?

El problema es que el proceso actual se encuentra en un punto de quiebre. Hay dos perspectivas posibles: que está cerca del colapso o que las puertas están abiertas a la solución del paramilitarismo. Todo depende de lo que se haga en adelante.

En todo caso, la negociación no funcionará si se construye sobre voluntades y promesas. Hay que hacer la tarea. Y lo primero es abrir perspectivas concretas de desmovilización para los paramilitares. El gobierno no puede pedirles simplemente que se desmovilicen.

Toda negociación tiene dos caras, como lo ha enseñado Joaquín Villalobos. Una pública, que corresponde a la agenda que se negocia, y una privada, que corresponde al cálculo que hacen los comandantes y combatientes de su futuro. En la medida en que la negociación avanza, la segunda cobra mayor importancia. No hay obstáculo más grande a una negociación de paz que el miedo de los combatientes a la entrega de armas. En el caso de los paramilitares esto es aún más cierto, porque la negociación pública en buena parte es la negociación privada.

Por eso pedirles a los paramilitares que se desmovilicen sin más mina la poca autoridad que los comandantes tienen sobre sus tropas: el comandante tiene que estar en capacidad de decirles a sus hombres qué va a pasar con ellos. Y deja además las puertas de par en par para que entre el narcotráfico y compre a los mandos medios que no tienen perspectivas claras y que le han cogido gusto al negocio. Es decir, atomiza completamente unas organizaciones que si algo no tienen es unidad de mando.

La solución a este problema no está sólo en manos del gobierno. Como ha insistido el Alto Comisionado, todas las partes que se han comprometido con el proceso -y las que aún no la han hecho- tienen que contribuir. Si no, todos saldrán mal.

El dilema de seguridad

El futuro inmediato de las negociaciones está sujeto más que nada a la manera como se resuelva el 'dilema de seguridad' en que están enfrascados los paramilitares. Un dilema de seguridad surge cuando en un ambiente anárquico las partes perciben la ofensiva como la mejor forma de defensa (o perciben como ofensivas las medidas defensivas del vecino), pero al actuar reducen la seguridad de los demás y la suya propia. Esto produce una inestabilidad que fácilmente degenera en espirales de violencia. Y ese parece ser el caso de Ralito.

La muerte de Miguel Arroyave ilustra este punto y el anterior. Los paramilitares insisten en que Arroyave salió de Ralito para desmovilizar a sus hombres. Pero caben otras dos hipótesis complementarias. Primero, que ante los persistentes rumores de que la primera gran desmovilización ocurriría en el Llano, sus lugartenientes prefirieron no adivinar cuál sería su futuro y se dejaron tentar por el narcotráfico. Arroyave probablemente lo intuyó y habría regresado para coger la rienda corta de sus hombres.

Segundo, que Arroyave no confiaba en sus colegas de Ralito. Y éstos, aun menos en él. En un ambiente propicio al dilema de seguridad, quien toma la iniciativa es castigado por los demás. Arroyave no fue el primero (¿el caso de Castaño?) y probablemente no será él último.

Aunque todos participen en todo, es posible dividir los comandantes de Ralito en dos grandes grupos: los 'terratenientes' y los 'comerciantes'. La diferencia es importante, porque el interés de los 'terratenientes' en acumular tierra los amarra a un lugar y les da una visibilidad que les abre un flanco de vulnerabilidad hacia el futuro. También los hace más susceptibles a soñar con transformar su poder territorial en poder político. Por ambas razones son más exigentes. Los 'comerciantes', por su parte, prefieren controlar las cosas de una manera más sutil. Lo que haría suponer que están más interesados en una negociación rápida que simplemente los blinde de los peligros de captura que se avecinan.

Dentro de esta lógica, el próximo en caer sería algún 'terrateniente' que para asegurar sus intereses le ponga demasiadas trabas a la dinámica que han desatado los 'comerciantes'. Existe la posibilidad de que logren acuerdos entre ellos. Pero esta es una manera poco usual de resolver un dilema de seguridad. Cuando cada quien depende de sus propios medios, la tendencia es a reforzar las diferencias, no a reducirlas.

Quedan dos opciones. Una, que el 'hegemón' -en el lenguaje de los discípulos de Hobbes- entre y ponga orden. Es decir, que el Estado haga valer su autoridad. Esta es sin duda la mejor opción, aún más cuando el objeto declarado de la negociación es la restitución del Estado de derecho. ¿Pero es realista?

Quienes estudian el fenómeno paramilitar ven en sus orígenes la desconfianza de las élites locales frente al poder central. ¿Hay motivos para pensar que esto cambió? Incluso suponiendo que los paras creen en la palabra del gobierno actual, no tienen -ni pueden tener- garantías de que un gobierno futuro no actúe de otra manera. Además, el dilema de seguridad es igualmente sensible a percepciones de amenazas futuras.

Una alternativa

La única opción viable para estabilizar a Ralito sería la construcción de un mecanismo que tramite las preocupaciones de seguridad de los comandantes. Una institución a la que deleguen su protección y que tenga la credibilidad del control internacional. De esta manera dejarían de temerse y estarían más dispuestos a embarcarse en una empresa con un futuro incierto. Sobre esta base se podría construir un modelo aceptable de negociación. Es una tarea difícil pero posible. Un breve esbozo incluiría:

El marco jurídico:

El proyecto de ley de justicia y reparación tiene que ser debatido pronto. Lo que se requiere es un trabajo de ingeniería realista que logre una combinación adecuada de justicia, verdad y reparación. Si el Congreso hace esa tarea con juicio, le hará el mayor aporte que le haya hecho a la paz.

La implementación de la ley:

Llevar a cabo investigaciones de crímenes de lesa humanidad y establecer medidas de reparación son procedimientos complejos y dispendiosos. La reparación de las víctimas no puede depender de la caridad de los paras. El Estado tiene que mediar esas reparaciones, si de lo que se trata es de reestablecer su autoridad. Si la información que requieren se ata al proceso judicial -mientras más declare, más se rebaja la pena- es posible que a través de la negociación se logre una expropiación que el Estado no lograría con sus propios medios, por falta de información. Además es tan importante ponerle riendas al poder económico de los paras como a su poder militar.



Políticas regionales:

Esto incluye esquemas creíbles de seguridad que blinden las áreas donde se desmovilicen, para que no aparezcan otros paras ni entren las Farc. También, políticas de generación de empleo rural que contribuyan a la absorción de la desmovilización, que requerirá una fuerte estructura de apoyo para evitar que sea un reciclaje.



Verificación:

Hay que entenderla de dos maneras. La verdadera verificación tiene que ocurrir 'por fuera' de Ralito y no se debe definir en términos maximalistas. La OEA la puede llevar a cabo perfectamente con las oficinas y las personas de que dispone. Dada la transformación del fenómeno paramilitar, la verificación debe ir más allá de las infracciones al DIH: debe también incluir aspectos como la presión sobre los gobernantes locales o las redes de extorsión. Para establecer si los paras siguen ejerciendo control sobre una región basta con una misión que recoja quejas y constate hechos.

Dentro de Ralito, una misión de la OEA apoyada por miembros de la fuerzas militares del continente entrenadas en misiones de paz podría desactivar desconfianzas. Si Ralito se convirtiera en una colonia penal (y no en una colonia vacacional, como la Catedral), la misión podría hacer de garantía de seguridad y de continuidad hacia el futuro.



Respaldo internacional:

La comunidad internacional tiene que desarrollar políticas coherentes frente a las negociaciones con los paramilitares. Eso significa para los europeos quitarse los guantes blancos y construir una política realista. Es una oportunidad para alinear sus intereses con sus responsabilidades: hoy tienen la mitad del consumo de droga de Estados Unidos y pagan por ella bastante más. Los países vecinos, por su parte, tienen un interés en contribuir a la desactivación de redes que son una amenaza común.

Estados Unidos son capítulo aparte, porque la extradición es un motor de la negociación. Tienen un puesto en la mesa sin ocuparlo, pero no les va resultar fácil conciliar sus intereses. La extradición no puede ser objeto de discusión, y aún menos en épocas de terrorismo, cuando el alcance del brazo de la justicia norteamericana es una de sus principales armas de disuasión. Pero también tienen otros intereses, como estabilizar la región y de paso desmantelar unas poderosas redes de narcotráfico a bajo costo. ¿Son incompatibles estos intereses?

El escándalo que despertaron esta semana las afirmaciones del Alto Comisionado sobre la extradición es falso. La posición que ha asumido el gobierno es la única posible, si va a haber paz en Colombia. No es un asunto de firmar compromisos -para lo que no hay espacio- sino de comportamientos en el tiempo bajo estricta observación.

Por eso los paramilitares, además de otras cosas, van a tener que aceptar una privación de su libertad, si lo que quieren es que se desarrolle una institucionalidad que les dé seguridad. Esa seguridad sólo puede surgir de un ejercicio en construir reglas de juego que gocen de legitimidad, dentro de los límites que impone la realidad. Que es lo que es este proceso. Y lo que tienen que entender los 15 comandantes de la mesa de Ralito. Pueden preferir, claro, arrinconar al Alto Comisionado y cantar victoria. Serán victorias pírricas.

Queda por último la estela que han dejado estos grupos a su paso. Esa historia se tendrá que escribir y recordar. En lo inmediato lo urgente es que cumplan con unas condiciones de transparencia que den estabilidad al proceso y que les permitan al final decir con credibilidad a los familiares de los hombres y mujeres que durante tantos años asesinaron de manera tan infame: perdón.