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La paz: ¿una realidad utópica?

Colombia , en vez de avanzar hacia la paz, está creando una forma de coexistencia permanente de la guerra y la negociación, donde no se ve que se resuelvan los problemas que generan la violencia.

Jorge Orlando Melo
10 de enero de 2000

Aunque duran-te gran parte del siglo XX Colombia haya vivido más o menos en paz, los largos años de guerra y violencia parecen cada día más ser la esencia de nuestra historia reciente. Pero muchos de estos años han estado acompañados de negociaciones, acuerdos, amnistías, indultos y otros procesos de paz, desde 1901 hasta los esfuerzos de negociación que se han desarrollado sin cesar desde 1981 hasta hoy. Desde 1954 ó 1958, cuando se amnistió o indultó a guerrilleros y defensores del gobierno, la paz negociada siempre ha sido evocada como la única buena salida al conflicto.

Sin embargo, son profundas las diferencias en estas negociaciones. Mientras en los 50 se buscaba suspender los efectos de los códigos penales y encontrar mecanismos de reinserción para los amnistiados, durante los gobiernos de Betancur y Barco las negociaciones incluyeron la definición de condiciones favorables que permitieran a la guerrilla buscar el apoyo político de la población, y la discusión de reformas institucionales, como consecuencia de la necesidad de democratizar la política. El acuerdo de 1989 con el M-19 llevó a la Constitución de 1991, que aunó cierto radicalismo en derechos humanos, participación y descentralización, con la esperanza de debilitar el viejo bipartidismo mediante cambios constitucionales y legales.

Desde 1991 las negociaciones fueron más difíciles: hecha la reforma política, no podía ofrecerse mucho a las Farc o el ELN, al menos mientras subsistieran las ilusiones de reforma. Aquellas no duraron mucho: las elecciones de 1991 prácticamente liquidaron al M-19 y muchos de los reinsertados terminaron en el anonimato, el exilio o la tumba, víctimas de persecuciones. Y el proyecto social incorporado a los artículos sobre derechos económicos y sociales se debilitó con el esfuerzo del Estado de superar su incapacidad eliminando, como rezagos populistas o socialdemócratas lo que había dado algún carácter social a nuestro Estado de derecho.

La debilidad del gobierno, agudizada dramáticamente por la falta de credibilidad de Samper, fue un factor esencial en el cambio. Otro fue el fortalecimiento de la capacidad de las guerrillas, que llenaron los vacíos dejados por los grupos que habían firmado la paz. Y otro pudo ser cierto talante del gobierno, más dispuesto que los anteriores a reconocer legitimidad al proyecto guerrillero. Este cambio consistió, en esencia, en el abandono de dos principios que guiaron la negociación hasta el gobierno de Gaviria. Uno era la idea de que la meta del proceso era la reincorporación de la guerrilla a un sistema político que, pese a sus limitaciones, se consideraba legítimo, y no la determinación, entre negociadores de dos partes en conflicto, de un nuevo modelo social. El otro cambio —la voluntad de no suspender la negociación en ningún caso, de negociar en medio de la guerra—, permitía a la guerrilla una estrategia simultánea de guerra y negociación, sin altos costos políticos, mientras que obligaba al gobierno a medir con cuidado las acciones que pudieran interpretarse como obstáculos a la paz, y deslegitimaba la definición de los guerrilleros como delincuentes políticos. Este cambio, consolidado bajo el gobierno de Samper, se aceleró con los gestos e ilusiones del gobierno actual, que, empeñado en obtener resultados rápidos, se lanzó a acciones como la amplia y cuasipermanente ‘zona de distensión’ y amplió el papel en el proceso de organizaciones y personas que se definen como representantes de la sociedad.

En estas condiciones los impasses en las negociaciones no son extraños. Poco a poco se han convertido, de medio para terminar con menores costos una guerra a la que no se ven otras salidas, en estrategia para lograr resultados que la acción militar no garantiza: son la continuación de la guerra bajo otras formas, y los contendientes destinan más esfuerzos a ganar batallas legales o periodísticas que a enfrentamientos armados. Las maniobras sobre el canje de prisioneros y la eventual incorporación de guerrilleros a las Fuerzas Armadas son un ejemplo, pero quizás el más revelador tenga que ver con el estatus político de la guerrilla y la búsqueda del reconocimiento de beligerancia.

Que la guerrilla mantenga un prolongado sitio legalista a esta fortaleza no es raro: las grandes batallas colombianas siempre se han tratado de ganar mediante legalismos. Ya en 1953 uno de los gestos insurgentes fue redactar un código guerrillero, que como cualquier constitución burguesa, tenía 233 artículos. Pero lo que está detrás de esta obsesión, aparentemente inocua para una guerrilla que recibe hace 20 años todos los actos de reconocimiento del Estado es, más que el reconocimiento por un tercer Estado, la novedosa pretensión de que sea el propio gobierno el que la haga. Y esto es importante, porque es el cierre de bóveda del proceso: con ello, la aceptación de la legitimidad de la guerrilla, la idea de que no está sujeta a la legalidad colombiana y no tiene por qué aceptarla, el tratamiento de los detenidos como prisioneros de guerra (en vez de secuestrados y delincuentes políticos procesables), el reconocimiento del poder que ejerce en muchos sitios, son un simple corolario jurídico. Y se refuerza la idea de que la guerrilla es la vocera de los excluidos, de los pobres, la verdadera y única oposición a un sistema cuya legitimidad está en cuestión, y el representante de las fuerzas reales de la sociedad colombiana. Y finalmente da bases a la afirmación de que el proceso de paz no puede conducir al desarme: la sociedad que se construya a partir de los acuerdos estará tutelada por las armas de la guerrilla, que garantizarán, con las fuerzas del otro Estado, o integradas en ellas, que lo pactado se cumpla.

El legalismo de la guerrilla lo comparte el país, que espera que de este proceso surja nuevamente una norma legal que resuelva sus problemas, así como espera que el teatro de la paz —cuyas virtudes pedagógicas hacia el futuro y cuya capacidad para lograr al menos la regulación humanitaria del conflicto pueden ser sustanciales— lleve a los ‘actores armados’ a cambiar sus estrategias de fondo.

Y sin embargo, es evidente que Colombia, en vez de avanzar hacia la paz, parece crear una forma de coexistencia permanente de la guerra y la negociación, la negociación en medio de la guerra, la guerra en medio de la negociación. La esperanza se trata de mantener, pero la incertidumbre crece, y la población, después de declarar su voluntad de paz, exige, cuando desespera de la guerra, que se pacte la paz a cualquier costo, y cuando desespera de las negociaciones, que el gobierno muestre su fuerza.

¿Puede recuperarse el camino? No es fácil volver a las negociaciones condicionadas de Barco y Gaviria, ni lograr una indispensable regulación de la guerra, para que deje de ser la población civil el objetivo principal guerrillero o paramilitar. Pero lo sorprendente es la sensación de que no existen perspectivas de largo plazo por parte del gobierno y de la autodenominada sociedad civil, y que mientras la guerrilla tiene un guión bien elaborado, los demás improvisan las respuestas, presionados por la urgencia de una paz rápida.

Un guión alternativo es probablemente utópico, pero es difícil pensar que el proceso actual lleve a alguna parte. Lo que falta, sin embargo, es claro. Un proyecto de reforma política, independiente de las vicisitudes de las negociaciones, que permita retomar el proceso de ampliación de la participación y la ciudadanía. Un esfuerzo de reforma social, que enfrente problemas como el de la propiedad agraria, la expansión infernal de una frontera agrícola que sigue creando violencia, el desigual acceso a salud y educación, la miseria y la mala distribución del poder y los ingresos

Y hace falta un discurso que sostenga la primacía de la democracia, por imperfecta que sea, sobre la fuerza de las armas. No puede admitirse que unas personas, por estar armadas, tengan más poder que los demás ciudadanos, que sólo pueden expresarse a través del desacreditado voto.

Por supuesto, hay que lograr la paz, y la negociación con la guerrilla será un elemento central de esto. Pero no se llegará a la paz desvalorizando la democracia. Con la guerrilla se debe negociar porque tiene poder, no porque tenga legitimidad. Este puede ser un matiz leguleyo, pero sólo entre nosotros la diferencia entre un poder basado en la ciudadanía y un poder basado en las armas parece asunto marginal y leguleyo.