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La promesa de no volver a delinquir

Desde los siete años Alejandro López cumple las leyes de la calle: hurto, porte ilegal de armas, retención ilícita de bienes, consumo de droga y complicidad en torturas. Hoy tiene 15 años y es padre de un niño recién nacido. Alejandro quiere ser como el papá que nunca tuvo. Su nombre ha sido cambiado para proteger su vida.

María del Pilar Camargo, periodista de Semana.com
24 de agosto de 2010

Ser ingeniero automotriz y viajar a África y Japón son los sueños de Alejandro López, uno de los jóvenes que participa del Programa Fuerza Joven de la Alcaldía de Medellín. Vive al nororiente de la ciudad, en la Comuna cuatro, tiene 15 años, y hace unas semanas es padre de un niño.

Durante sus últimos ocho años de vida vivió más tiempo en la calle que en su casa. Amigos buenos y malos reemplazaron la compañía de su madre y la ausencia de su padre. Alejandro tiene dos tatuajes: un dragón y su apodo escrito en chino; y cinco perforaciones: en una ceja, una oreja, el labio inferior y dos en la lengua. Hoy no trae aretes puestos. Practica porrismo en el Inder, Instituto de Deporte y Recreación, donde hace acrobacias y giros mortales. Su comida favorita son los frijoles. El guiso de cebolla y tomate es la mezcla que le parece menos agradable.

Por maltrato intrafamiliar la madre de Alejandro se separó de su esposo en 1995. A los cuatro meses de nacido, Alejandro fue abandonado por su padre, sólo lo veía una o dos veces al año.

Cuando cumplió seis años fue la última vez que supo de él.

A los siete años Alejandro se sentía sólo, la mamá trabajaba en las noches y en las mañanas, y él decidía si quería ir a la escuela. La mayoría de las veces prefería estar en la calle, donde se entretenía y charlaba con amigos de confianza y otras “personas que uno piensa que le están haciendo un bien a uno, y no, es para sacarles ellos el cuerpo y meterlo a uno en cosas malas”, recuerda.

“En la calle hay falsedad, vicios, malos pensamientos, malas influencias (…) Quiero cambiar el estilo de vida, dejar tanto la calle, estar ocupado y superarme”, revela ante la mirada fija de su madre.

Alejandro fue cómplice en torturas que pudieron llegar a ser homicidios, sin embargo, su retención se debió a un hurto simple. Su vida ilícita comenzó con los “favores”. Alejandro cuidaba casas o cuadras enteras.

“Las convivires, los paracos, son supuestamente la seguridad del barrio. Un día estábamos mis amigos y yo relajados cuando llega tal persona y nos dice ‘vengan parceros, los necesitamos pa’ tal cosa a ver si ustedes nos pueden hacer el favor y se quedan tal noche acá y cuidan esto’.

Nosotros por quedar bien decíamos que sí y nos entregaban armas, una 38 larga pa’ cada uno (…) Uno rondaba cuadras seguidas y donde pasara algo por allá, se lo achacaban (sic) a uno y se lo cobraban”, relata Alejandro.

También presenció torturas de adultos acusados por jóvenes de 25 a 30 años, quienes realizaban la “limpieza social” del barrio. Las víctimas eran los supuestos ladrones del sector. “Los cogen y los castigan, los golpean y los torturan… Hasta los llegarán a matar… A mí no me tocó ver que los mataran. Yo cambiaba una pieza para que ellos relajados torturaran a la gente (…) Hay uno de ellos que tiene la casa y la presta, sólo pide que la desocupen, hagan lo que tengan que hacer y después la organicen. Una vez tenían a uno amarrado con un lazo, uno tenía una tira y el otro tenía la otra, y los dos jalaban, lo iban ahorcando y ahí le preguntaban cosas y si no respondía lo iban jalando más. Era horrible”, recuerda Alejandro.

Otro de los delitos que cometió fue la retención ilícita de bienes. “Es el apoderamiento de casas por días o horas. La calle tiene muchas leyes. Los dueños en los barrios tienen un pagadiario para las personas a las que les prestan dinero. Si no lo pagan les hacen un allanamiento y les quitan cualquier bien, un televisor o una nevera. Hasta que no pagaban no se lo devolvían. Uno hacía favores y sacaba las cosas”, explica Alejandro.
Hoy Alejandro consume bajas dosis de marihuana. Hace cuatro años pagaba por esta misma droga, más “perico y pepas”. Desde que era niño vio a las personas consumir las sustancias psicoactivas en la calle y sintió curiosidad. Con mil pesos compró su primer “bareto”, el dinero se lo daba su madre sin saber para qué realmente lo quería.
 
Alejandro está dispuesto a dejar la droga por su bebé. Hace tres años conoció a la madre de su hijo, una joven de 14 años. Hoy son novios y planean vivir juntos en unos años.
 
“El bebé es como la bendición. Después de la noticia, Alejandro tuvo un cambio brusco, se alejó de la calle, los amigos, y comenzó a trabajar con el suegro, que es oficial de construcción”, cuenta Carmen Herrera, madre de Alejandro. La mayoría de los amigos de Alejandro son hijos de madres solteras como él. Aunque Alejandro se cansó de vivir ilegalmente, su espíritu rebelde sigue vivo frente a la figura paternal: hace seis años habita con su padrastro, a su padre biológico no quiere volverlo a ver.

“Si no me hizo falta cuando estaba pequeñito y estaba creciendo, ya pa’ qué”, cuenta Alejandro.

En 10 años Alejandro se proyecta viviendo con su esposa e hijo en un apartamento.

“Como la familia que yo nunca tuve. Yo sí voy apoyar y acompañar a mi hijo”, promete Alejandro.