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La revolución de las sotanas

La Iglesia Católica se está convirtiendo en el actor crucial para la solución del conflicto colombiano.

26 de agosto de 2005

Al presidente Álvaro Uribe, que se precia de ser frentero, le salió al ruedo público un hombre de su mismo talante, que está dispuesto a persuadirlo de sentarse a la mesa a negociar con la guerrilla. Monseñor Luis Augusto Castro tomó la iniciativa esta semana al proponer que se realicen 'prediálogos' en el extranjero para que se destrabe una posible salida política. Castro había calificado de "cruel" la pretensión presidencial de alcanzar la paz en los próximos 11 años.

Uribe, en una inesperada visita a la Conferencia Episcopal, autorizó al prelado para que inicie contactos con la guerrilla para concretar ese prediálogo. Los observadores más perspicaces temen que la respuesta presidencial sea un "contentillo" para la Iglesia Católica, pues los puntos que separan a gobierno y guerrilla siguen inmodificables. Los más optimistas creen que monseñor Castro está dando las primeras puntadas para que el péndulo de la guerra empiece a devolverse. Y el papel de la Iglesia será crucial en el proceso.

Monseñor Castro reúne cualidades únicas. "Mucha formación filosófica, capacidad de propuesta y espíritu pragmático", dice un líder del Caguán que se formó a su lado. Durante casi 30 años fue misionero en las selvas del Caguán y allí tuvo un contacto directo con la guerrilla. Vio crecer a muchos de quienes hoy son comandantes de frentes y tuvo un papel clave en 1997, cuando las Farc liberaron a 70 soldados y nueve infantes de Marina que estaban en su poder. A diferencia del gobierno, Castro está convencido de que en Colombia hay conflicto armado, y de que es necesario buscarle una salida negociada. Pero su designación como presidente de la Conferencia Espiscopal, hace unas semanas demostró que la Iglesia Católica en su conjunto respalda esa idea, y que cada vez desempeñará un papel más activo en el tema. Y a diferencia de otras épocas, no será un papel sólo de mensajero o apoyo espiritual, sino poniendo sobre la mesa sus opiniones y propuestas. ¿Cómo se dio este giro?

Hace una década, por iniciativa de monseñor Pedro Rubiano se creó la Comisión Nacional de Conciliación, conformada por miembros de la Iglesia católica y líderes de diferentes sectores políticos. El papel de la Comisión ha sido crucial en los acercamientos con el ELN. Tanto, que la primera reunión con este grupo se hizo en un convento en Alemania, gracias a las gestiones de la Iglesia colombiana. Y aunque el proceso con los elenos cada tanto se quema en la puerta del horno, la Iglesia no ha desistido en su intento, ni siquiera en los peores momentos. "Les matan a dos curas y la Iglesia entrega un ramo de laurel", resalta Augusto Ramírez Ocampo, miembro de la Comisión de Conciliación, al referirse al asesinato de los sacerdotes Jesús Emilio Mora y Vicente Rosso en Norte de Santander, el pasado 15 de agosto. Por este hecho, el ELN ya recibió el perdón de la Iglesia.

En el proceso de negociación con las AUC, monseñor Julio César Vidal ha desempeñado un papel definitivo para evitar que los jefes paramilitares se levanten de la mesa en los momentos críticos.

Y frente a las Farc, a lo largo de estos años, no sólo monseñor Castro, sino también el padre Darío Echeverry, han facilitado la liberación de secuestrados, han atravesado montañas y ríos, enviado cartas y correos electrónicos, para explorar una posibilidad de acuerdo humanitario con las Farc.

Su labor no siempre es comprendida. Muchos sacerdotes que actúan en zonas guerrilleras han terminado detenidos por 'rebelión' como fue el caso de monseñor Leonardo Serna Alzate, obispo de El Líbano, Tolima, o del actual párroco de La Uribe, Ricardo Lorenzo Cantalapiedra. Y los que actúan en zonas de influencia de las AUC, con frecuencia son señalados de 'paras'. Quizá por esta incomprensión, en los últimos cinco años han sido asesinados 33 sacerdotes en el país.

Sin embargo, la gran mayoría de las gestiones de la Iglesia con los grupos armados tiene exclusivamente objetivos humanitarios. Su labor en este campo no tiene parangón. Ha producido diagnósticos de la situación en la Sierra Nevada, que se hizo como una exigencia del ELN para liberar a siete extranjeros secuestrados en diciembre de 2003. Un informe similar se hizo en Caquetá y Putumayo. En este último departamento, la Iglesia se quedó enfrentando la crisis humanitaria, aun después de que las cámaras de televisión se fueron y el país la echó al olvido.

La Pastoral Social tiene una de las más grandes bases de datos sobre la población desplazada, y un programa de ayuda que combina la atención de emergencia con el tratamiento psicosocial a las víctimas.

La presencia de la Iglesia en las zonas de conflicto, y su experiencia en la atención de las víctimas han sido de tal magnitud, que hoy es impensable que la reparación a las víctimas de las AUC que plantea la Ley de Justicia y paz se haga sin la Iglesia, que conoce como pocos los problemas regionales. Así lo ha demostrado, por ejemplo, la Diócesis de Quibdó, que ha denunciado el robo de tierras de grupos paramilitares a las comunidades negras en Chocó. Finalmente, hace cuatro meses el país se sorprendió cuando los obispos de Quibdó y Apartadó y un sacerdote de Urabá pidieron que se investigara la actuación de algunos militares que estaban actuando conjuntamente con paramilitares para bloquear los alimentos y el transporte de las comunidades confinadas en esas selvas, por culpa de al guerra. La cúpula militar se movilizó de inmediato para verificar las denuncias, pero no se conoce un informe oficial al respecto. La Iglesia, no obstante, continúa con la riesgosa labor de llevarles alimentos a cerca de 50 comunidades que se han declarado como neutrales, y que han construido corredores humanitarios donde no dejan entrar a los armados. Quizá la experiencia más reconocida de resistencia civil es la de los indígenas de Toribío, Cauca. Allí también el papel del sacerdote italiano Antonio Bonanomi, también de La Consolata, ha sido fundamental.

Pero quizá tan importante como alcanzar la paz, es para la Iglesia hoy que haya un cambio social. "Ya no se habla de pobres, sino de excluidos", dice monseñor Héctor Fabio Henao, director de la Pastoral Social. La Conferencia Episcopal ha criticado duramente la iniquidad, y en particular la concentración de la tierra, y el abandono en que están los campesinos. Como respuesta a esa situación, desde hace varios años se empezó a promocionar los Programas de Desarrollo y Paz, que son iniciativas de producción agrícola y redes de comercio que realmente incrementa los ingresos de las familias, con fuerte contenido ambiental, de educación cívica y preparación para el liderazgo y la democracia. El más conocido de estos programas es el del Magdalena Medio, dirigido por el sacerdote jesuita Francisco de Roux. Su éxito lo ha convertido en el programa privado que más recursos recibe de la Unión Europea en el mundo. Actualmente existen nueve programas similares y tres laboratorios de paz, que canalizan gran parte de la cooperación internacional. Todos en zonas duramente afectadas por la guerra, como los Montes de María, Meta y el Oriente antioqueño.

Esta pacífica revolución de las sotanas parece haber enterrado a la vieja Iglesia Católica que descarnadamente pintó en sus cuadros Débora Arango. Obispos perfumados que desde sus altares predicaban sobre lo divino y lo humano, y que escasamente se ocupaban de la caridad y de la moral. Pero también dejó atrás a los sacerdotes que le apostaron a la guerra. Como el propio Francisco Antonio Medina, "el cura" de las Farc que fue detenido esta semana en Brasil.

Hoy la corriente mayoritaria de la Iglesia le apuesta a la solución política. Es una 'Iglesia descalza' que ha pagado una alta cuota de sangre por ocuparse de asuntos tan terrenales como la guerra y el hambre. Pero la tendencia parece irreversible, y la infraestructura de su pastoral es de tal magnitud, que ningún intento de reconciliación, de reinserción o de reparación a las víctimas podrá salir adelante sin su participación.