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La soledad embera

Tras retornar a sus resguardos, 1.225 indígenas embera del río Atrato, en Chocó, carecen aún de protección nacional o internacional y siguen en medio de guerrilleros y paramilitares.

8 de agosto de 2004

Bill Clinton Bailarín acaba de volver a su casa en la selva chocoana. Durante cuatro meses desterrado por los atropellos y los combates de los paramilitares del bloque Élmer Cárdenas y la guerrilla de las Farc, este pequeño indígena embera, de 10 años, se dedicó a tallar remos y barcos de juguete con los pedazos de madera que arrastra el río Atrato.

Les regaló algunas de las naves, esculpidas en mayo en plena temporada de lluvias, a los niños de Bocas de Opogadó, un poblado de afrocolombianos donde se albergó durante el tiempo que estuvo desplazado. El agua turbia del Atrato y las lluvias inundan cada rincón y la gente pasa semanas sin tocar tierra firme en decenas de caseríos a orillas del "río madre" de los indígenas y los negros.

Pero la amenaza para Bill Clinton, sus padres y sus hermanos de sangre no ha cesado: cuando él y otros 550 embera que habitan la cabecera del río Opogadó remontaban el afluente, en una veintena de botes de madera impulsados por motores destartalados de nueve caballos de fuerza, se cruzaron de nuevo con cuatro puestos paramilitares en los sitios Mesopotamia, Chicao, Vuelta Rota y Güina. Los hombres del bloque Élmer Cárdenas siguen allí y, por supuesto, ocultos en el monte, los guerrilleros de las Farc. En circunstancias similares retornaron otros 675 embera que viven en la parte alta de los ríos Cuía y Napipí, que también desembocan en el Atrato.

Estas comunidades aborígenes (Egorókera, Baquiaza y Playita, en el Opogadó, y Hoja Blanca y Unión Cuití, en el Cuía y el Napipí) se encuentran en jurisdicción del municipio de Bojayá y en un corredor por el cual los grupos armados ilegales patrullan la orilla occidental del Atrato medio y bajo, donde también está el río Truandó, cuenca de explotación maderera, señalada como posible ruta para un canal interoceánico entre el golfo de Urabá y la costa Pacífica.

Aunque se ha vuelto costumbre en Colombia el desplazamiento masivo de poblaciones ubicadas en los rincones de departamentos olvidados como Chocó, el de la etnia embera en el Atrato es el más numeroso de los que se haya tenido registro, entre los indígenas del noroccidente del país, durante los últimos cinco años. Lo que más preocupa a sus autoridades y comunidades es que ninguna institución gubernamental o civil, del país ni del mundo, envió delegados al retorno. Sólo en los últimos días la Diócesis de Quibdó atendió el llamado.

"Incomunicados como estamos puede pasar cualquier cosa y nadie se da cuenta. Nos hace falta la compañía de organismos que garanticen algún mínimo de respeto porque a veces llegan los tirolocos (grupos armados), se agarran y quedamos en mitad de la candela", dice uno de los gobernadores de las comunidades del Opogadó. Desde 2003 se tiene registro de cinco indígenas asesinados por los actores de la guerra interna colombiana y se reportan más de 10 suicidios, atribuidos a la angustia que causan en los aborígenes los combates y las agresiones a los civiles en el Atrato.

Excesos de poder

En Egorókera, que quiere decir tierra perfumada, un centenar de hombres y mujeres embera cortan la maleza con machetes. Sus tambos, casas en círculo levantadas sobre estacones, sufrieron bastantes averías durante la ausencia de la comunidad: algunos techos de zinc están perforados, en varias viviendas falta la mitad del piso porque los paramilitares lo convirtieron en leña para sus fogones y cuatro tanques de agua fueron averiados con machetes por los ocupantes.

Los indígenas confirman que durante su desplazamiento, entre el 20 de marzo y el 20 de julio pasados, las Farc emboscaron a los paramilitares en ese poblado, igual que lo habían hecho la última semana de febrero cuando por el río Atrato, y luego a pie por las orillas del Opogadó, llegaron más de 2.000 hombres del bloque Élmer Cárdenas de las autodefensas procedentes del golfo de Urabá.

Los paras se instalaron primero en Playita, un caserío embera situado a siete horas en bote de la desembocadura del río Opogadó en el Atrato. Durante una semana saquearon viviendas y consumieron los animales de corral de los nativos.

Pero los embera no sólo han debido soportar este año el azote de los paramilitares. Las Farc se llevaron dos motosierras y sólo devolvieron una y se robaron los radioteléfonos que las comunidades indígenas poseían para comunicarse entre sí y para reportar emergencias de salud y desastres naturales a las cabeceras municipales de Bojayá y Vigía del Fuerte, las más cercanas en esta parte del Atrato, entre Antioquia y Chocó.

Volver a empezar

Bill Clinton se llama así porque Óscar y Zamira, sus padres, oyeron alguna vez el nombre del presidente de Estados Unidos y les gustó. Óscar es uno de los líderes de la comunidad de Playita, la más afectada hasta ahora por la llegada de las autodefensas y por los continuos choques con las Farc en los que, aseguran los indígenas, han muerto más de 1.000 combatientes. En febrero el grupo de Óscar debió huir y dejar todo atrás: enseres, ropa, herramientas, animales y cosechas.

Ahora los habitantes de Playita están de vuelta pero van a trasladar su caserío a un sitio menos peligroso: "Donde estaba había un cruce de caminos y por ahí pasaban todos los armados -relata Óscar-. El problema es que apenas vamos a construir las casas y no tenemos las herramientas ni los materiales necesarios. Con el desplazamiento salvamos nuestras vidas, pero se siente muy duro y triste haber perdido todo".

En medio de tantas incertidumbres para los adultos, los niños embera disfrutan su retorno a la selva. Juegan en el río Opogadó, se lanzan guijarros y se cuelgan de las ramas de los árboles que mece la corriente. Pero no todo es tan alegre. Corre por Egorókera la noticia de que las autodefensas quemaron todos los cuadernos y los libros de la escuela y destruyeron los botiquines comunitarios que las mujeres enterraron bajo los tambos, antes de huir en marzo.

También botaron los aros de baloncesto y se llevaron el panel solar de Baquiaza que servía para alimentar de energía la grabadora con la que se hacían las fiestas hasta la madrugada. Parece intrascendente que los embera insistan en una lista de los cacharros perdidos, si no fuera porque esas cosas tan elementales, y la tierra, alimentan su mansedumbre y su felicidad.

Mientras los indígenas estuvieron desplazados murió de paludismo cerebral una de las niñas de la comunidad Unión Baquiaza. Entonces, el jaibaná (sacerdote) de la tribu tomó su cadáver y se lo llevó para enterrarlo en un despoblado cercano, desde donde luego será llevado, cuando las condiciones de la guerra lo permitan, al cementerio embera en la cabecera del río Opogadó. La costumbre es que el jaibaná, acompañado por unos pocos testigos, regañe al espíritu de la menor para que no le haga daño a los vivos. Pero algunos embera dicen, con ironía y muy en serio, que ya es hora de que alguien reprenda a tanto vivo que deja sus campos sembrados de enfermedad y muerte.