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LAS ARCAS LLENAS

Con la venta del Banco de Colombia y la subasta del celular, el gobierno se va a echar al bolsillo más de 1.500 millones de dólares.

21 de febrero de 1994

HACE ALGUNOS MESES SE desató un debate entre comentaristas económicos y autoridades monetarias sobre la eventualidad de que el país tuviera que soportar un significativo déficit fiscal el próximo año, por cuenta de la forma excesiva como estaba creciendo el gasto público. Acorralado ante las voces de preocupación, el ministro de Hacienda, Rudolf Hommes, sacó una carta de debajo de la manga y les dijo a algunos de quienes cuestionaban el crecimiento del gasto: "En esas cuentas no está lo que van a pagar por su licencia los operadores de la telefonía celular, que será del orden de los 500 millones de dólares".
Hommes tenía razón en cuanto a que ese dinero permitiría resolver en buena medida el problema del déficit, pero se quedó corto en los cálculos, pues tal y como se comprobó este fin de semana, cuando se abrieron los sobres con las propuestas económicas de los distintos licitantes del celular, la cifra del Ministro se va a duplicar: los operadores privados van a pagar casi 600 millones de dólares, y sus competidores de la banda mixta, que serán definidos en las próximas semanas, deberán cancelar un 95 por ciento de esa cantidad, para un gran total de alrededor de 1.200 millones de dólares.
Si a esto se suman los más de 400 millones de dólares (347 mil millones de pesos) que la Nación recibirá por la venta del Banco de Colombia una vez deduzca los fondos destinados a remplazar capital y garantías que estaban descubiertos, el resultado es que a las arcas estatales entrarán este año por estos dos conceptos más de 1.600 millones de dólares, algo que equivale a unos tres puntos del Producto Interno Bruto y que duplica ampliamente el valor para un año de la última reforma tributaria.
Lo del celular es quizás más interesante, pues al fin y al cabo la venta del Banco de Colombia significa para el Estado recuperar lo que invirtió en 10 años de intervención y nacionalización de esa entidad. Pero ambos casos -a pesar de las dificultades que surgieron a última hora en los dos procesos- parecen indicar que los mecanismos de subasta llegaron al país para quedarse. En la venta de un banco, no es algo tan novedoso. Ya en el pasado se han utilizado los martillos para vender entidades financieras. Pero en lo que tiene que ver con licitaciones para operar servicios públicos, el asunto significa un cambio importante, que tiene dos grandes virtudes: su transparencia, pues en vez de utilizar criterios subjetivos de evaluación, se trabaja con uno muy objetivo -el que más plata ponga, gana-; y la forma como optimiza los ingresos del Estado. Si el gobierno hubiera fijado el valor de las licencias en virtud de sus cálculos, no habría recogido ni la mitad de lo que obtuvo, ya que el hecho de que varios compitan por ofrecer la mejor cifra, necesariamente la eleva. También es positivo en la subasta el factor redistributivo, pues, por ejemplo, buena parte de los ingresos por la venta del banco de Colombia se usará para pagar pensiones atrasadas.
Claro que a la subasta también se le puede criticar que la elevación de esas cifras lo que hará, a la larga, es subir las tarifas, pues los operadores tratarán de recuperar por esa vía lo que invirtieron en el pago de la licencia. Pero como habrá competencia cuando menos entre dos operadores, las tarifas tampoco podrán incrementarse demasiado. Por el contrario, es previsible que rebajarlas sea una herramienta para atraer más usuarios.
Más válida puede ser la crítica de que si todas las licitaciones se hacen de ahora en adelante por subasta, solo podrán acceder a ellas quienes más dinero tengan. Y esos no son muchos y suelen ser los mismos de siempre, lo que puede contribuir a que se dé en Colombia una mayor concentración de la riqueza, algo que desde hace tiempos ha sido visto por los analistas como uno de los graves problemas del país. La forma de mitigar estos efectos es quizás la de legislar en materia de control antimonopolios, definiendo límites a la concentración de la propiedad, un debate que de seguro deberá afrontar el pròximo gobierno.
Mientras esto sucede, el ministro de Hacienda puede dormir tranquilo: con las arcas llenas, el fantasma de un desbordamiento en el déficit fiscal parece haberse espantado.