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A la derecha de la imagen, Natalia Duarte, la hija del secuestrado Carlos José Duarte, marcha por la liberación de su padre. | Foto: Semana

Conflicto

¡Libérenlos ya!, un grito de jueves entre la convicción, el olvido y el perdón

Crónica de una maratón radial de 110 horas por los secuestrados, con dos historias de una misma tragedia: una, la de Natalia, quien caminó 72 kilómetros para pedir la liberación de su papá, el intendente Carlos José Duarte. Otra, la de Sara, quien a sus 11 años fue reclutada las FARC, para volarse 10 años después detrás de una oportunidad que aún no le da la sociedad.

Jonathan Bock, periodista de Semana.com
24 de febrero de 2012

Cientos de palomas se posan tranquilas por la Plaza de Bolívar. Parecen extrañar el ruido, el olor, el ajetreo de las manifestaciones multitudinarias. No hay tal, sólo los habituales caminan por este emblemático lugar. No hay rastros ni pistas de las marchas que suelen paralizar a Bogotá, esas que sacuden a los ciudadanos y a las que los medios de comunicación les dedican sus primeras planas.
 
Ni sombra de lo que ocurrió hace tres años cuando las calles de Bogotá se abarrotaron y miles de personas arroparon al profesor Gustavo Moncayo, quien marchaba pidiendo la liberación de su hijo, el cabo Pablo Emilio Moncayo, trás 11 años de secuestro. Este jueves no hay nada de eso. Ni concierto de Juanes, ni de Shakira, ni de nadie.
 
Un grupo de personas continúa en una esquina de la plaza con el trabajo que inició el sábado 18 de febrero. Lideradas por el periodista y director de Las voces del secuestro, Herbin Hoyos, unas 70 personas, en su gran mayoría policías y familiares de los más de 3.000 civiles que permanecen secuestrados, están a punto de cumplir una maratónica jornada de 110 horas pidiendo por la liberación de los secuestrados.
 
Entre el éxtasis y el cansancio, los presentes permanecen atentos a la lectura de los últimos mensajes, van más de 12.000 comunicados llegados de todas partes y dirigidos a los secuestrados de Colombia. El entusiasmo aumenta cuando por teléfono se conocen noticias de Natalia Duarte, la joven de 17 años que empezó a caminar tres días atrás, en Fusagasugá, al suroccidente de la capital, y que está próxima a llegar. Ella ha recorrido algo más de 72 kilómetros "exigiéndole" a la guerrilla que libere a su papá, el intendente de la Policía Carlos José Duarte, secuestrado por las FARC hace 12 años en la toma de Puerto Rico, Meta. 

Todos los presentes tienen una historia que contar y un familiar a quién llorar. Tienen los ojos cansados por las lágrimas y sus voces están roncas de tanto leer. En medio de ellos una mujer bajita, de pelo negro, largo y descuidado y con dos ojos indescifrables, resalta. Es Sara, una joven que tiene la capacidad de recordar con exactitud cuando a los 11 años fue secuestrada por las FARC. Ella también habla tímidamente de la década en la que fue guerrillera y ahora relata su nueva vida, la de desmovilizada.
 
En la comisura de sus labios tiene algunas llagas por el frío que ha aguantado en las últimas cuatro noches. "Anoche tuve que tomarme unos ‘chorros’ porque estaba muy bravo el frío", dice antes de confesar que las piernas le tiemblan y que está nerviosa.
 
Esfuerza más su ronca voz para decir: "necesito un café y un cigarrillo", y repite: "Estoy muy nerviosa". En los últimos cuatro días y medio ha dormido escasas seis horas y han sido muchas emociones: pedir perdón, recordar, abrazar, leer, llorar y cantar. Así, cuatro días seguidos.
 
Sara está molesta. Acaba de llorar porque vio la Plaza de Bolívar vacía, "es la indiferencia", dice. Además, está incómoda por un tema que había discutido con la senadora Gilma Jiménez, conocida defensora de los derechos de los niños. Ambas coincidieron en la atrocidad de la historia de Sara. "Me secuestraron cuando tenía 11 años y ahora me dicen: Sí, a usted se la llevaron por la fuerza, pero se desmovilizó a los 22 años cuando ya era mayor de edad. ¿Pero es que creen que desmovilizarse era como renunciar a su trabajo y que se podía salir corriendo cuando uno quería?"
 
Toma un par de sorbos del café y en el mismo tono valiente, continúa: "Volándome de la guerrilla, me pegaron dos tiros, me persiguieron y con todo esto que está pasando hoy me van a perseguir más, ¿quién me va a dar protección?" Guarda silencio por unos instantes. "Pero yo vine a dar la cara por todos los reinsertados, queremos que la sociedad nos acepte, porque la sociedad es…" se detiene y entonces pronuncia lentamente "indiferente, es inhumana".
 
Y continúa: “Resulta que la sociedad piensa en sí misma: si yo estoy bien, me importa un carajo lo que piensen los demás. Cosas como esas”.
 
Se ve angustiada por lo que pueda pasar después y lo dice. "¿Quién me va a brindar protección después de que salga de una maratón de estás? Antes tenía una cruz, pues ahora tengo tres".
 
Sara fue 11 años guerrillera de las FARC y trabajó como locutora de la emisora 'La voz de la resistencia' durante siete. Mientras era parte de ese grupo armado ilegal, vio como llegaban otros niños como ella. "Fueron 300 niños que llevaron en edades de 8 a 16 años, de esos quedamos 12 para contar la historia. ¿Dónde está la reparación de las víctimas de esas 300 mamás y sus familias?" se pregunta con el café en sus manos.
 
Después de su fuga, llegó a Bogotá, donde lleva tres años. Desde entonces le ha resultado imposible conseguir trabajo porque cuando le preguntan por su experiencia, o por su cartón de bachiller, no tiene nada que mostrar. "¡Porque no tuve la oportunidad! Me tengo que matar lavando carros ganándome 10.000 o 15.000 pesos, de eso no se da cuenta Colombia, el país, ni el Gobierno".
 
El secuestro de Sara

Sara vivía en Barrancabermeja, Santander, tenía 11 años y según ella era una niña normal, "de la casa", una chica que estaba haciendo el primer grado de bachillerato. Una noche su abuela la mandó a comprar los huevos para el desayuno del día siguiente, eran las 8 o 9. Al salir de la tienda dos personas armadas, vestidas de camuflado, la tomaron del brazo y le exigieron que subiera a un camión. Cuando los hombres levantaron la lona del vehículo Sara vio a unos 30 niños que estaban ahí adentro, amedrentados por los fusiles.
 
Esa noche los llevaron a una casa y al día siguiente, de madrugada, los llevaron hasta un puerto sobre el río Magdalena donde los montaron en unas canoas con motores que se marcharon río arriba. Sara recuerda que pasaron al frente de una naval del Ejército, pero para su desgracia no hubo ningún retén ni control militar y la lancha con 30 niños siguió su rumbo.
 
Al llegar a la zona guerrillera, recuerda, dos jóvenes, menores de edad, los saludaron y les dijeron que ellos eran los encargados y que no querían ningún intento de escape. "En ese momento sentí miedo porque nunca imaginé que fuera a convertirme en una guerrillera", recuerda.
 
Después fueron atendidos por un cabecilla de las FARC que les dijo que desde ese momento eran parte de la organización armada: "Ustedes son miembros de la guerrilla". Sara se levantó y le preguntó: "¿Por qué voy a ser una guerrillera yo? Yo no quiero serlo, no quiero ser parte de algo de esto, no quiero coger un fusil y estar lejos de mi mamá". "Eso no lo decide usted, lo decidimos nosotros", le respondieron.
 
El grito de Natalia

Después del café y ya con el anuncio de que la caravana que acompañaba a Natalia Duarte estaba muy próxima, Sara vuelve a las carpas y ahí se encuentra nuevamente con Bladimir Bayona, un señor santandereano, un ‘berraco’ que llegó desde el sábado a Bogotá pidiendo la liberación de su hijo, secuestrado en el año 2000 cuando estaba haciendo un trabajo de campo de la universidad.
 
El abrazo de Bladimir es uno de los muchos abrazos de perdón que Sara ha dado en estos últimos días y que ella recuerda especialmente cada vez que necesita sentirse mejor. “Él me dijo tú no tienes la culpa de nada y es muy bonito lo que haces”.
 
La noticia de que Natalia está a pocas cuadras es recibida con alegría por Herbin Hoyos, todos corren a recibirla. Unos policías motorizados se encargan de cortar el tránsito por la carrera octava y se alistan a recibir a la multitud.
 
Entonces, y sorpresivamente, lo único que se ve es a una niña de 17 años, acompañada por tres personas más. Ella tiene el rostro cansado y también furioso, indignado. Rápidamente las grabadoras se ponen sobre ella y con el último aliento que le queda, y antes de fundirse a llorar en el hombro de Herbin y de ser atendida por la Defensa Civil quienes le pusieron suero y le aliviaron los pies hinchados, Natalia dice: “Estoy muy triste y muy desilusionada de Colombia”.
 
Ese fue el último grito que se escuchó este día de soledad para Natalia y para Sara, y para muchos más, en la Plaza de Bolívar.