Home

Nación

Artículo

Los años difíciles

En un libro del periodista Fernando Quiroz, próximo a aparecer, Alvaro Mutis cuenta su vida en primera persona. SEMANA reproduce el dramático capítulo sobre su huída del país y la cárcel en México.

10 de mayo de 1993

MIS ULTIMOS AÑOS EN LA Esso fueron, asímismo, mis últimos años en Colombia. Tuve que salir del país apresuradamente. Tuve que romper de un momento a otro con una rutina que ya no me exigía luchar contra ella. Bogotá no era la ciudad de mis sueños, pero pensaba que allí iba a pasar el resto de mi vida. Y no porque me lo hubiera planteado de esa manera, sino porque cuando uno llega a habituarse tanto con el ambiente, con el oficio y con las personas que lo rodean, no se imagina en otro lugar.
Mi trabajo en la Esso me ofrecía grandes satisfacciones. Tantas, que llegué a disfrutar de algunas que me estaban prohibidas. Cuandose vive en un vértigo como el que viví entonces,en ocasiones resulta difícil establecer el límite.
Como jefe de relaciones públicas manejaba un jugoso presupuesto en el que había un renglón denominado "contribuciones y afiliaciones". Las afiliaciones correspondían tanto a cuotas mensuales de los clubes, como a las donaciones que regularmente se hacían a ciertas entidades de beneficencia. Las contribuciones, en cambio, consistían en pagos únicos por medio de los cuales se colaboraba con determinadas obras de caridad. Estas últimas, por lo tanto, permitían una mayor flexibilidad, y llegué a ser más flexible de lo que debía. En realidad no sé en qué momento empecé a disponer de ese dinero, mediante recibos que firmaba a nombre de entidades inexistentes. Esa plata, sin embargo, jamás llegó a mi bolsillo. La utilicé, por ejemplo, para organizar fiestas y homenajes como el que alguna vez realizamos con un amigo para celebrar los 300 años de la muerte de Brillat-Savarin -el autor de la "Fisiología del Gusto" y uno de los padres de la cocina francesa-, para el cual mandamos traer de París hasta el pan y la mantequilla.(...)
Buena parte de ese dinero sirvió para promover quijotadas de la cultura. Pero no fui, sin embargo, esa especie de Robin Hood que algunos imaginan. No estaba en el plan de robarle a los ricos para darle a los pobres. La prueba está en que no ayudé a muchos amigos que estaban pasando por momentos realmente difíciles, y lo hice, en cambio, con algunos que no estaban tan necesitados como para pecar por ellos. La selección de los beneficiados fue algo caprichoso, que reflejó en cierto modo el desorden por el que atravesaba mi vida.
Luego de varios meses de manejar este dinero como si fuera el mío, un día, de repente, me llamó a su despacho el gerente general de la compañía y me informó que tenía en su poder una buena cantidad de recibos a nombre de entidades inexistentes. Me exigió una explicación y le pedí dos días para poner en orden los asuntos y así poderle aclarar todo. Salí de la oficina en un tremendo estado de angustia... sólo en ese momento comprendí la gravedad de lo que estaba haciendo.
Ante las explicaciones para nada válidas que ofrecí y ante mi posterior silencio, en la Esso decidieron -como hubiera decidido yo también- dejar las cosas en manos del departamento legal.
Era su obligación... era la obligación de cualquiera que hubiera encontrado una situación anómala, como aquella.
Tan pronto comenzó el juicio en mi contra, mi hermano y mis amigos más cercanos -Alvaro Castaño Castillo, Casimiro Eiger y Santiago Salazar Santos, entre muchos otros- se ocuparon de ajustar todos los detalles para que abandonara el país en el menor tiempo posible. A las doce horas de tomada la decisión ya estaba en Medellín, donde me esperaba otro gran amigo, Luis de Zulueta, con la conexión lista para volar a Panamá y posteriormente a Ciudad de México, que era el sitio que había escogido para mi exilio.
Conocí esta ciudad tres años antes, y había quedado realmente obnubilado.(...) Acá llegué, el 24 de octubre de 1956, con seis mil dólares que a última hora, ya a punto de subirme al avión, me entregó mi hermano Leopoldo, y con dos cartas de presentación que me dio Luis de Zulueta para dos amigos suyos que podrían ayudarme: Luis Buñuel y Luis de Llano. Llevarlas conmigo me produjo cierto alivio, en medio de la conmoción; en medio del golpe de abandonarlo todo en un segundo, de dejar la familia sin la más remota idea de cuándo la podría volver a ver, de sentirse perseguido, de entender que ha terminado una vida y que otra está por comenzar. Esas cartas significaban la única esperanza de abrirme paso en un mundo en el que todos me eran extraños... a veces, incluso, yo mismo. (...)
* * *
Llevaba tres años bien vividos en México, tres años en los que había logrado ajustarme al carácter de ese país y al de su gente, cuando el poeta Octavio Amórtegui, que era el agregado cultural de la embajada de Colombia, me dijo que tuviera cuidado porque había llegado algo en relación con mi caso, y las cosas podían complicarse. Y, en efecto, se complicaron.
Antonio Souza, dueño de una famosa galería de arte, había organizado para sus amigos un fin de semana en su casa de Acapulco. Allí estuve, haciendo gala de mi habilidad para el Martini y disfrutando de una vida que no iba a volver en mucho tiempo. Fue mi despedida, aunque nadie lo supo; ni siquiera yo, en ese momento. Esos días de gozo supremo fueron como la mejoría que suelen experimentar los enfermos terminales la víspera de morir.
Al día siguiente, todavía con el sol de Acapulco ardiendo en mi piel, algo parecido a la muerte se me vino encima.
Acababa de bajar de mi automóvil, muy cerca de la oficina, cuando dos hombres de civil se me acercaron y me preguntaron si yo era Alvaro Mutis. Hubiera querido ser otro en ese instante. Al comprobar mi identidad, uno de ellos me informó que estaba detenido y que iba a ser extraditado a Colombia. Lo que sentí -no sé en realidad qué fue lo que sentí- apenas puede compararse con esa mezcla de temor y de impotencia que se apodera de uno cuando el avión en el que viaja entra en emergencia, y el fin parece inevitable. Me llevé las manos al bolsillo para sacar las llaves del coche y entregárselas al portero, pero los detectives imaginaron algún ardid -es parte de su oficio- y desenfundaron sus pistolas antes de que yo alcanzara siquiera a dar una explicación. Con sus armas apuntándome, me hicieron subir en un automóvil y me llevaron al campo militar número uno, que era un sitio donde era fama que buena parte de la gente que entraba no salía con vida. Trataron de tranquilizarme explicándome que simplemente deseaban comunicarle al comandante que ya habían cumplido con su misión. En ese momento, sin embargo, creo, que nada hubiera podido disminuir mi tensión. Allí estuve un largo rato, uno de los más largos que se ha grabado en mi memoria, hasta cuando me trasladaron, a eso de las seis de la tarde, a Lecumberri, una inmensa cárcel también conocida como el Palacio Negro, construída por don Porfirio Díaz con base en los planos de la cárcel de Burdeos, pero con ciertas medidas duplicadas. Corrieron las rejas de Lecumberri y oí ese grito tremendo, imborrable, que se pronuncia en coro cuando llega un nuevo preso: "¡ya parió la leona!".
Las primeras impresiones, tal y como describen sus primeras imágenes quienes han regresado del campo de batalla, corresponden a una absoluta irrealidad. A pesar de que al comienzo uno cree que no va a resistir ese ambiente, esas miradas, esas paredes a punto de devorarlo a uno; a pesar de que uno piensa que el dolor va a terminar por tragarse hasta la última esperanza, en el fondo parecería como si las cosas estuvieran sucediendo en otro tiempo, en otro mundo, en otro cuerpo y en otra alma. Pero después de unos días, luego de hablar con el juez, luego de escuchar de los labios del abogado -como sucedió en mi caso- que antes de un año no existía la menor posibilidad de salir, uno regresa a la realidad y la encuentra tan desnuda y agresiva, que no hay lugar para fantasías ni especulaciones. Es un mundo de absolutos donde todo sucede de verdad, donde los hechos son irreversibles. En ese instante desaparece el miedo profundo de los primeros días y el instinto de supervivencia se asoma a la superficie con nuevos mecanismos de salvación. Así, lo que hubiera resultado imposible unos días antes, lo que ni si quiera llegaba a imaginarse, como sentarse a comer con un hombre que había matado a varios de sus semejantes en riñas callejeras, terminaba convirtiéndose en algo cotidiano.
En todo caso, las cosas no hubieran sido tan llevaderas de no ser por el apoyo incondicional de los que ya eran mis amigos en México, y de los viejos compañeros de amistad y de poesía en Colombia.
Unos de los primeros en manifestarse fueron los hermanos Barbachano, que pusieron a mi disposición el abogado que manejaba los asuntos legales de la empresa, y mes tras mes me hicieron llegar el sueldo a Lecumberri, sin que tuvieran la menor obligación de hacerlo. Esto me permitió, en medio del ambiente macabro de la cárcel, alcanzar una cierta dosis de tranquilidad.
Cuando mis amigos en México se enteraron de mi reclusión se alarmaron a tal grado que alguno habló de inmediato con el ministro de relaciones exteriores -también un intelectual de peso en aquel entonces- y le pidió que tratara de conseguir para mí un trato preferencial. El ministro habló con el embajador de Colombia, y a éste, un hombre de inteligencia bastante limitada, lo único que se le ocurrió fue decir que a quien habían detenido era a un impostor que nada tenía que ver con Alvaro Mutis el poeta. Semejante brutalidad fue suficiente para que la cárcel se me viniera encima, me trasladaran a una crujía de raterillos y asaltantes, y me encerraran en una celda que debía compartir con doce personajes de este calibre. Durante el tiempo que alcancé a pasar en este infierno dos de ellos murieron a mi lado: uno por un derrame de sangre a causa de la tuberculosis y otro por un paro cardíaco.

Enterado de esta situación, el cónsul de Colombia se presentó en Lecumberri e hizo levantar un acta en la que declaraba que yo sí era, en efecto, Alvaro Mutis Jaramillo, el escritor. Eso le valió la destitución, pues al embajador no le cayó en gracia que le hubieran llevado la contraria. Lo mandaron de cónsul a Kingston, Jamaica, y seguramente anexaron a su hoja de vida una llamada de atención por cuenta de haber dicho la verdad. Cada vez que pienso en la crueldad de que es capaz el hombre, también me acuerdo que del otro lado es capaz de actos como éste. El director de Lecumberri, un personaje inolvidable, general de los ejércitos de Pancho Villa, me llamó a su despacho y me dijo que mis paisanos estaban locos. Pero comprobó que quien había dicho la verdad era el cónsul, y me preguntó si quería trabajar en la cárcel.(...)
En Lecumberri pasé 15 meses que marearon mi vida para siempre. Tuve allí la más extraordinaria revelación de un especimen al que no conocía: el de barriada. Tuve contacto directo y profundo con una clase social a la que antes, por esas convenciones tan propias de nuestro medio, me estaba prohibido acercarme. Conocí gente con el espíritu enfermo, gente con un cerebro capaz de maquinar proyectos abominables, gente de una agresividad a flor de piel; y conocí también gente con maravillosos rasgos de bondad, gente a la que jamás se le había dado una oportunidad para lucir su inteligencia, gente inocente a la cual, por un error, se le habían mutilado las ganas de vivir. Fue un curso en el que aprendí el ejercicio de la indulgencia. De Lecumberri salí convencido, para siempre, de que ningún hombre tiene el derecho ajuzgar a otro hombre por cuenta de esa mentira que son las leyes y los códigos, y en definitiva una justicia que debió inventar gente que había perdido la noción de lo que es el ser humano, de cómo se comporta y de cuáles son los sentimientos que lo mueven. Y aprendí a aceptar las cosas como nos las va presentando la vida, a saber que nada finalmente es grave, y que aún en medio de las peores condiciones siempre existe la posibilidad de gozar. Estaba limitado, eso es cierto; y muchas veces tuve que comerme las ganas de caminar por un parque, de sentarme en un café o de mirar la puesta del sol desde una montaña. Pero tenía la posibilidad infinita de soñar y eso me hacía sentir libre; más libre que muchos de los hombres que sin estar en una cárcel viven presos por las convenciones sociales o por los compromisos de esos absurdos trabajos que han florecido en eso que llaman el mundo moderno.
En una cárcel el tiempo transcurre a un ritmo diferente al que miden los relojes. Si no se inventa algo para quemar cada minuto, las horas que sobran son capaces de enloquecer a cualquiera. Por eso, siempre he creído que una de las experiencias más enriquecedoras que viví en Lecumberri fue la de convertirme en director de teatro; un oficio que nunca antes había practicado y que nunca después se me ha ocurrido practicar. Pero entonces me permitió no sólo invertir muchas horas, sino también mantenerme con vida y con ilusión durante ese tiempo.
Conocí un día a un muchacho al que llamaban el Cochambres, un hombre para el cual la cárcel, lejos de ser un castigo, fue como el premio gordo de una lotería. Vencido por el sueño mientras caminaba por el Paseo de la Reforma,terminó durmiendo sobre un jardín florecido, y destruyó con su cuerpo alrededor de dos docenas de gladiolos. Lo despertó la ira de dos policías que estuvieron a punto de descargarle el bolillo. Fue conducido a la comisaría, y el juez que levantó el acta no encontró más sentencia que esta: "daños en propiedad de la Nación"' que es uno de los delitoa más graves que contemplan los códigos. Anafalbeta y sorprendentemente primitivo, el Cochambres despertó a la vida en la cárcel. Allí aprendió a leer y a escribir, y fue uno de los alumnos más diestros del taller de talabartería.
El Cochambres me contó su historia, y yo se la narré con similar interés a un juez al que habían mandado a la cárcel acusado de no sé qué delito. Le pareció fascinante y me propuso que hiciéramos con ella una obra de teatro. El se encargó de escribir el guión y yo me aventuré a dirigirla. Me atrevería a asegurar que pocas obras han tenido que salvar tantos imprevistos como los que enfrentamos en el montaje de "El Cochambres". Cuando por fin un actor había logrado aprender su parlamento salía libre o era trasladado a otro penal. Como si fuera poco, el tipo que estaba encargado de mover los decorados desde la parte alta del escenario a veces se dormía, y pienso que en algunas ocasiones aprovechaba su estratégica ubicación para fumar marihuana. En una de esas oportunidades, vencido por el sueño o por la droga, cayó al tablado y se partió las dos piernas. Pero uno y otro inconveniente se iban solucionando con paciencia, hasta que al fin un día todo estuvo listo para la función. El director nos autorizó para llevar algunos invitados, y esa tarde Lecumberri se llenó de intelectuales, de actores, de actrices y de periodistas que escribieron honrosas páginas en los días siguientes. Allí estuvieron, entre muchos otros, en primera fila, Luis Buñuel y Seki Sano. El único de los infaltables que no pudo asistir, el más importante de los que ha debido hacerse presente en la sala, fue nada menos que el propio Cochambres, quien había alcanzado la libertad unas semanas antes.
No fue el teatro, en todo caso, el arte que más practiqué durante el encierro. Fueron la poesía y mis narraciones, por supuesto, las que ocuparon la mayor parte de mi tiempo.(...)
En Lecumberri tomaron forma "La muerte del Estratega", "Sharaya", "Antes de que cante el gallo", una primera versión en monólogo de "El último rostro", varios de los poemas que aparecen en "Los trabajos perdidos", y el diario que llevé en ese año largo, del cual decidí conservar sólo aquellas partes en las que no denuncio aspectos negros de la justicia de un país que me dio la mano y en el cual me quedé para siempre. En las páginas que llené mientras me enfrentaba a esa condición jamás imaginada en mi pasado se nota ese ambiente de la cárcel en el que flotan al mismo tiempo un gran dolor y una gran esperanza.
Y esa esperanza de volver a vivir más allá de los barrotes, esa esperanza que había luchado por mantener firme durante tanto tiempo, un día la creí perdida para siempre: el día en que me informaron que habían fallado en mi contra y que sería extraditado a Colombia.
Por esos mismos días, entristecido con la noticia, caminaba una mañana por una calle de Bogotá mi hermano Leopoldo, cuando encontró a la persona que habría de salvarme: el jurista Luis Carlos Pérez, quien se ocupó de inmediato de mis asuntos, y al poco tiempo logró que el proceso de extradición fuera anulado, con once causales graves. Fue entonces cuando me enfrenté a una experiencia que es tan brutal como la entrada a la cárcel: es el momento en el que se asoma un guardia y grita: "Alvaro Mutis, a la reja con todo y chivas". Eso significa que uno ha quedado libre, y por absurdo que parezca lo primero que se siente es un terror espantoso.(...)
Al día siguiente uno comprende que el mundo sigue ahí, pero ya no será el mismo. En el cuerpo y en el alma se ha verificado una cierta metamorfosis que jamás cesará de sorprender. Al salir de la cárcel uno se lleva puesta, por ejemplo, una medida propia del dolor y del sufrimiento, que en adelante funciona como una brújula que está indicando constantemente hasta dónde se puede llegar.
Y se lleva uno puestos, así mismo, los afectos de una cantidad de personas a las que antes no se atrevía siquiera a mirar, cuando vivía entregado a un mundo de total frivolidad.
Uno de estos afectos que conservo es el del hombre que me cortaba el pelo en Lecumberri. Fue a parar a la cárcel porque había degollado a su esposa y un tiempo después a su amante. Con él seguí cortándome el pelo durante mucho tiempo cuando ya los dos quedamos en libertad. Cada vez que me pasaba la navaja cerca del cuello le decía: "Oiga, maestro, no se le vaya a ir la mano". Y el tipo se reía como nos reíamos en el Palacio Negro cuando nos sentábamos a inventarle mil caras al destino.