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Los desentierros de oriente

En algunos pueblos de Antioquia se está volviendo un verdadero 'paseo de olla' ir a buscar fosas para desenterrar a los familiares desaparecidos. Ya han encontrado 40. Crónica de Mauricio Builes sobre un proceso inédito en el país.

10 de mayo de 2008

"Vea Fiscal, yo sentí la tierra como blandita... yo creo que ahí debajo está mi hija, ¿cuándo es que usted viene?"

Es difícil que una frase como esta, pronunciada por una mujer que lo llamó desde San Carlos, sorprenda a Gustavo Duque, fiscal encargado de exhumar los cadáveres que dejó el cruento paso de los paramilitares en Antioquia. "Y mejor que sea así, dice él, muchas familias en los pueblos tienen mi número celular. Si no fuera por ellas, todo este proceso sería aun más tormentoso".

La historia de Duque en el oriente antioqueño comenzó en diciembre de 2006, cuando las versiones libres de los jefes paramilitares ante la justicia comenzaban a dar las coordenadas precisas de dónde habían enterrado a sus víctimas. Lo habían delegado como director del departamento de Antioquia para realizar el trabajo sucio: encontrar, y desenterrar, más de 3.000 fosas comunes. Y más que el desafío económico (cada desentierro termina costando entre seis y siete millones de pesos) o de recursos humanos (sólo hace un mes delegaron otros dos fiscales para toda Antioquia), a Gustavo le preocupaba la empatía que debía lograr con los familiares de los muertos.

Esa se convirtió en su mayor fortaleza. A él le gusta llamarlo "apostolado". "Me la paso en los municipios, en montañas, buscando cadáveres para exhumarlos -dice Gustavo. Y los familiares casi hacen parte de mi equipo". En ocasiones las exhumaciones parecen más 'un paseo de olla' que una diligencia de antropólogos.

Los 200 mapas

Docenas de personas se agrupan desde muy temprano frente a la alcaldía del pueblo para alcanzar un puesto en los camperos de la Fiscalía. Los miembros del equipo forense se cercioran de las coordenadas, atienden las indicaciones del Ejército y antes de emprender el camino montaña arriba, dan dos o tres avisos generales a los familiares. Todos van equipados con sánduches y termos con agua de panela. La diligencia puede durar hasta seis o siete horas. Pero eso les importa poco. Tienen la esperanza de que uno de los cadáveres pertenezca al primo, el tío, el hijo o el papá que aún no aparece.

En Granada, uno de los municipios más fríos de esta zona, es una escena habitual. Allí, hasta hace cuatro años, el segundo idioma más extendido era el del terror. El paisaje hoy es un gran cementerio sin cruces: aún hay 80 personas desaparecidas por el bloque Metro de los paramilitares. Fue en este municipio donde comenzaron las exhumaciones del oriente, en julio de 2007. Esa vez, gracias a la información de un sacerdote, se logró ubicar cinco cadáveres. Entre ellos estaba el de su hermana.

En el último año, 40 de los 61 cuerpos sin nombre que se han desenterrado en esta zona han sido gracias a la propia comunidad. La información más útil siempre ha llegado de manera anecdótica: el comentario casual de cafetería, la observación fortuita en la plaza del pueblo, la frase oída a escondidas, las notas anónimas dejadas en el despacho del personero.

Pero tal vez una de las mejores fórmulas ha sido la de los croquis: en julio del año pasado, un grupo de víctimas y la Personería decidió repartir 200 mapas en hojas tamaño carta a los campesinos de las veredas más apartadas de San Rafael, un pequeño municipio distinguido por ser la capital hidroeléctrica del país. La idea era que ubicaran, en el más estricto anonimato, los lugares donde consideraban que podía haber cadáveres enterrados. No es un secreto que muchas de las ejecuciones realizadas por los hombres del bloque Metro y de la guerrilla se hicieron en presencia de familias del sector.

Una semana después de haber repartido los mapas, devolvieron 72, algunos con información repetida, otros ilegibles y tan sólo tres con detalles claros sobre ubicación de fosas: una de ellas, incluso, fue hallada en el patio de un restaurante del pueblo. Los mapas marcaron un hito: se convirtieron en un antes y un después porque los campesinos comenzaron a vencer el miedo de hablar. Un verdadero milagro en una zona que lleva casi 30 años en guerra y con una única ley: guardar silencio.

Los 24 municipios que conforman la zona han sido un catálogo del horror: balaceras, bombardeos, tomas a pueblos, asesinatos, masacres, secuestros, torturas y desapariciones. Todos los actores armados del país han tomado el oriente como escenario: las guerrillas de las Farc y el ELN incursionaron en los años 70, una década después llegaron los paramilitares a enfrentarlas; pero el pico más alto de violencia que destruyó pueblos enteros fue a finales de los 90, cuando hasta el propio Ejército Nacional estuvo vinculado en denuncias por muertes a campesinos. ¿Las cifras? ¿Las estadísticas? Nadie las tiene. Ninguna instancia les ha hecho seguimiento a los homicidios o a los NN del oriente. Es por eso que ahora, cuando la gente ha comenzado a hablar, sus habitantes se llenan de esperanzas por entender lo que les ha sucedido.

Desenterrar los muertos hace parte de ese proceso. Se ha convertido en una necesidad para los familiares ante el doloroso silencio de los paramilitares. Los comandantes de las autodefensas en sus confesiones a la Fiscalía han hecho caso omiso de lo ocurrido a lo largo y ancho de esta región antioqueña. ¿La razón? El bloque Metro que por allí operaba, dejó de existir a finales de 2003 luego de que 'Doble Cero', su comandante, fue derrotado por 'Berna', otro jefe paramilitar, hoy en la cárcel. Pero éste ya le advirtió a la justicia: "No me haré responsable por los muertos del bloque Metro".

La halló en un sueño

La gente del oriente está decepcionada por lo que ha sido el proceso de Justicia y Paz. Sienten que están en un limbo y que ni el gobierno ni nadie les responde. Algunos se aferran a la ilusión de que algún desmovilizado confiese dónde están las calaveras de sus familiares. Otros han resuelto salir a buscarlas.

Es el caso de Rosalba Franco, una abuela de 13 muchachos en edad de colegio. Viven en una casa verde a orillas de la carretera en la vereda La Holanda, en San Carlos. Es la misma casa en la que, en 2002, los paramilitares sacaron a Gloria, su hija, y la asesinaron. Pero Rosalba duró semanas sin creer en la muerte de una de sus hijas menores. Tenía la sensación de que estuviera viva. "Podía estar perdida -dice-, trabajando en otro pueblo, donde una amiga, cualquier cosa... yo no la daba por muerta". Las esperanzas de verla duraron hasta que un muchacho le entregó un par de tenis blancos desgastados en el patio de su casa. Eran los tenis que su hija llevaba puestos el día de su desaparición y la confirmación de que había sido asesinada. ¿Dónde estaría enterrada, fue la pregunta que la desveló hasta noviembre pasado cuando, a partir de rumores y comentarios en las carreteras, se puso a buscar por trochas y caminos escondidos el cadáver de Gloria.

La búsqueda, que se convirtió en un rastreo forense para principiantes, comenzó un miércoles en un bus escalera que la llevaría desde su vereda hasta el casco urbano de San Carlos. Ese día, pocos minutos antes de llegar a la plaza del pueblo, Rosalba escuchó unos secreteos entre pasajeros sobre su hija. Dos hombres, recuerda, comentaron que estaría bajo tierra en 'las torres gemelas': un lugar que se hizo famoso en la época difícil del conflicto porque allí escondían y asesinaban a las mujeres. A la abuela se le erizaron los pelos y a los pocos días, con la fortaleza que sólo pueden tener las mujeres con hijos desaparecidos, resolvió caminar sola los rastrojos con una pala en la mano para despejar los rumores. Pero no encontró nada.

Semanas después, insistió un par de veces en otros parajes que ella había seleccionado al azar por las veredas de San Carlos. También fue inútil la búsqueda. Hasta que una noche, en medio de un fuerte presentimiento, decidió regresar a 'las torres gemelas'. Ella dice que fue su hija la que le habló en un sueño. Esta vez le pidió a un yerno que la acompañara. Palearon muy cerca de donde lo había hecho la primera vez y sintió que la tierra estaba blandita. "Aquí está mi hija", dijo, y el yerno escarbó con más fuerza hasta que la pala chocó con un hueso largo. Ahí se detuvieron. Ese único hueso le sirvió a Rosalba para descansar. Volvieron a tapar con la misma tierra, clavaron una cruz con chamizos, rezaron tres padrenuestros, sembraron un pequeño croto para señalar el lugar y corrieron a dar la noticia al resto de la familia y al personero municipal. Él es el encargado de hacer el contacto con la Fiscalía para las exhumaciones. La búsqueda había terminado.

El sólo recuento de experiencias como las de Rosalba ilustra la importancia de que una población -que llora todos los días- comience la búsqueda de sus muertos. La satisfacción de ella con su hija y de las otras 39 familias contrasta con la frustración del resto de personas que aún no encuentran nada. "A veces -dice Juan Gómez, funcionario del Observatorio de Paz del Oriente- esta especie de paseos es lo más duro para todos (...) las mamás están pendientes de los huesos, de las calaveras que van sacando, de algún objeto personal que identifique al familiar". Son auténticas escenas de duelo en comunidad y, claro, una cachetada a tantos años de hermetismo, terror y silencio.

Todavía ahora, cuando los familiares que han tenido la suerte de encontrar a sus muertos recuerdan la escena de la exhumación, muchos se ensombrecen, y dicen que todos los días les taladra esa imagen en la cabeza. Sueñan con ella. Saben que otro buen montón de cadáveres -los de sus vecinos- hacen parte de un mero registro notarial. Siguen bajo tierra, bajo sus pies y dicen que lo ideal es que la gente siga hablando de eso, que la Fiscalía siga buscando porque todavía quedan, en sus pueblos, unas 200 personas que esperan a que alguien les diga en secreto o en el parque del pueblo dónde están sus muertos.