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OPINIÓN

Los enviados de Dios

¿Qué tienen en común las declaraciones de Benedicto XVI contra el uso del preservativo y el proyecto del presidente Uribe para penalizar el consumo de drogas? Por Marianne Ponsford

Marianne Ponsford
28 de marzo de 2009

Si yo fuera una madre de familia y alguien me preguntara si me parece bien penalizar el consumo de drogas, diría de inmediato que sí. Estaría convencida de que esa medida reduciría las posibilidades de que mis hijos probaran la marihuana o la cocaína. La adicción en un adolescente es un asunto pavoroso y el sufrimiento que produce en los padres es devastador.

Si yo fuera una mujer casada y alguien me preguntara si estoy de acuerdo con la práctica de la fidelidad marital, diría de inmediato que sí. ¿Acaso alguien se casa para aguantar que su pareja se ande acostando con otros por ahí o para ir uno a buscar consuelo a otra cama? La infidelidad es un asunto de tristes causas y aún más tristes consecuencias.

Me imagino que muchos colombianos estamos de acuerdo en este par de puntos. Por eso, es entendible que esa misma mayoría esté de acuerdo con penalizar el porte y consumo de la dosis personal de estupefacientes. Y esté de acuerdo también con la Iglesia por su postura en contra del uso del condón y a favor de la fidelidad, como estrategia para combatir el sida. Porque ambas medidas parecen estar encaminadas a proteger una institución social que casi todo el mundo quiere por encima de cualquier otra cosa: la familia.

La argumentación de los padres de familia parece fuerte: ¿Cómo no querer que el desgraciado jíbaro que le vende un cacho de marihuana a un niño se pudra en la cárcel? Y ¿cómo no querer que el marido de uno no le ponga los cachos? ¿Qué tiene de malo querer ser feliz, vivir en paz, ver bien a los hijos? ¿A quién se le puede ocurrir que un vicioso delincuente o que una descarriada prostituta estén ejerciendo el derecho al "libre desarrollo de su personalidad"? ¡Que lo ejerzan en la cárcel! ¿Acaso la droga no es la causa de todos nuestros males? ¿De la violencia? ¿De las Farc? ¿De las mafias del narcotráfico? ¿Acaso la infidelidad y la promiscuidad no son síntomas de una soledad demasiado ruidosa?

Mejor dicho, todo está resuelto: hay que salir a dar vivas a Benedicto XVI y a Álvaro Uribe. Papa y Presidente no quieren otra cosa que nuestro bienestar.

Ah, pero nada es tan fácil como quisiéramos. Hay peligrosos equívocos en esa lógica que cree posible un mundo perfecto y feliz, hecho a su medida. Pero el mundo no es así. La realidad traiciona a cada rato las buenas intenciones.

El continente desolado

África, por ejemplo, es un continente devastado. Desde 1981, más de 25 millones de personas han muerto de sida. Once millones seiscientos mil niños han quedado huérfanos. El 46 por ciento de las mujeres embarazadas en África subsahariana están infectadas. Y se estima que 22 millones son hoy seropositivos. ¿Será porque los africanos son más dados al desenfreno carnal? A menos que seamos unos racistas infames, es obvio que no. Cientos de estudios realizados a lo largo de estas décadas han dado una respuesta unánime y contundente: es porque son pobres. Paupérrimos. Tienen un muy escaso acceso a la educación y a la salud. A eso que tantos damos por sentado y que suele llamarse "una vida digna". Son herederos de una sociedad colonial implacable, que convirtió hace siglos al océano Atlántico en el más triste y multitudinario y silencioso cementerio de la humanidad. Ni el holocausto judío se puede comparar con los millones de hombres y mujeres que murieron ahogados, encadenados en las galeras rumbo a la América colonial.

Durante estas tres últimas décadas, tanto Naciones Unidas como la Organización Mundial de la Salud y muchos gobiernos del Primer Mundo, han invertido miles de millones de dólares en programas de educación y prevención, y en difundir el uso del preservativo. El resultado ha sido elocuente: en todos los países africanos que han masificado el acceso a los preservativos, con Uganda a la cabeza, las cifras de infección y muerte por causa del sida han disminuido drásticamente.

Suele decirse que la muerte es la instancia más democrática de lo humano. A todos nos toca. Pero no es cierto. Si uno es pobre, tiene menos esperanza de vida. Si uno es rico, o vive en un país rico, tiene más probabilidades de morir de puro viejo. La verdad es que la instancia más democrática que nos fue dada a los hombres no es la muerte sino el sexo. Por eso mismo, las declaraciones a los periodistas de Benedicto XVI en el vuelo que lo llevaba a Camerún para comenzar su gira africana son tan impertinentes. ¿Ahora resulta que unas sociedades tan marginalizadas en todos los sentidos tienen que abstenerse de la única forma de placer que les es accesible? África tiene 12 millones de católicos. ¿Cómo puede entonces el Papa decir que el uso del condón agrava el problema del sida? La respuesta cabe en una sola palabra: el dogma: esa creencia que no admite réplica, que no se puede someter al debate de la inteligencia ni puede ser controvertida por la evidencia. El dogma es una imposición que exige obediencia ciega. Pero el dogma es también el más violento mecanismo de control sobre una sociedad, y sin duda el más antidemocrático. Nadie puede opinar, nadie puede participar, nadie puede dar un testimonio. Seguir insistiendo en la abstención y en la castidad como únicos métodos para prevenir el sida es un anacronismo de trágicas consecuencias: la gente se muere. Y hoy por hoy, mueren muchas más mujeres que hombres, y sobre todo jóvenes entre los 15 y 24 años. No mueren por promiscuas, sino porque sus parejas han tenido otras relaciones. ¿Es justa esa condena de muerte? ¿Alguien la puede defender? ¿No parece lógico que lo que hay que hacer es invertir en educación, en prevención, en intentar sacar de la ignorancia y ofrecer servicios de salud a los millones de niñas que ni siquiera saben que el sida existe? La realidad es más fuerte que el dogma: el sida es, al igual que la adicción, un problema de salud pública. Pero además, ¿qué padre de familia hoy quiere para su hija una vida condenada a parir uno tras otro 20 hijos? ¿No tendrá ella derecho a decidir cuántos hijos tener? El dogmático Papa dice que no. Y se dedica a predicar imposibles en un continente lleno de muerte y hambruna, de enormes desplazamientos de población que desmembran familias, que truncan amores, que condenan a vivir sin dignidad. ¿Alguien puede defender semejante postura?

Pero ¿qué tiene que ver ese Papa retardatario que quiere dar la misa de espalda a los fieles y en latín, que reprueba la colorida alegría de las danzas africanas, con la penalización del consumo que propone Uribe?

Mucho. Porque ambas posturas provienen de una misma raíz ideológica. De una misma idea de sociedad. Y sobre todo, porque ambas buscan el sometimiento de la voluntad individual a lo que una autoridad determinada considere en un momento dado "el bienestar supremo de la colectividad". Y eso del bien colectivo es un concepto tan maleable, que hasta fue la bandera de la Unión Soviética de Stalin.

Para ilustrar por qué sí tienen que ver las posturas del Papa (que es vitalicio) y del Presidente (que quiere serlo y necesita votos), tengo que echar para atrás en el tiempo y contar una breve historia. El 7 de agosto de 2002, el recién elegido presidente Uribe cumplió su promesa electoral y radicó en el Congreso su proyecto de referendo. Se suponía que era un referendo para "acabar con la politiquería y la corrupción", pero como era de esperarse, el Congreso no estaba dispuesto a dar su visto bueno tan fácilmente a un proyecto que los golpeaba de manera brutal. Y entonces comenzaron las negociaciones. Fue el en ese entonces senador Rodrigo Rivera quien le mencionó por primera vez a Uribe el tema de la penalización de la dosis personal. Rivera estaba desilusionado porque dos semanas atrás, se había aprobado una ley propuesta por él -la 745 de 2002-, en la que se multaba (es decir, se consideraba una infracción, no un acto criminal, como saltarse un semáforo) a quien consumiera estupefacientes frente a menores de edad. Pero la Corte había tumbado buena parte del proyecto de ley, y había quedado en el limbo quién la ejecutaría y cómo. Al no tener responsables claros ni procedimientos definidos, la ley había quedado reducida a puras buenas intenciones de papel.

Uribe necesitaba el favor de los liberales para su referendo. Pero además, el tema le fascinó de inmediato. En aquel entonces, el Presidente supo de una encuesta que revelaba que el 70 por ciento de los colombianos asociaba droga y delito y despreciaba profundamente al adicto. Ante la necesidad de aprobación del referendo, en vez de ayudar a sacar del limbo la ley de Rivera, Uribe se apropió del tema e incluyó la pregunta sobre la penalización de la dosis personal en un referendo que en principio no tenía absolutamente nada que ver con eso.

Ese fue el inicio de los cuatro proyectos de ley que ha presentado el gobierno durante estos años para penalizar la dosis personal. Y es probable que esta vez sí se apruebe. Uribe sabe que un tema que cuenta con el apoyo popular, que cree que esa prohibición logrará por arte de magia acabar con la delincuencia, con la violencia del narcotráfico y con la fuente de ingresos del negocio. Nadie quiere tener que pensar más allá. Todo parece sensato.

Pero existe un pequeño problema: esto no es cierto.

El vicio de prohibir

Porque es precisamente la prohibición la que ha hecho florecer el negocio del narcotráfico. Un día antes de que el gobierno radicó el proyecto, la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, liderada por los ex presidentes César Gaviria, Fernando Henrique Cardoso y Ernesto Zedillo y conformada por muy serios intelectuales de América Latina, publicó un documento contundente: reafirma que la violencia y el crimen organizado asociados con el narcotráfico constituyen uno de los problemas más graves de América Latina. E invita a aceptar que la estrategia de los últimos 30 años en la guerra contra las drogas fracasó, dada la evidencia de las cifras (de hectáreas de coca cultivadas a pesar de fumigaciones; de muertes violentas a pesar de miles de capturas y bajas; de lavado de activos a pesar de los controles y un largo etcétera). Dice así. "Las políticas prohibicionistas basadas en la represión de la producción y de interdicción al tráfico y a la distribución, así como la criminalización del consumo, no han producido los resultados esperados. Estamos más lejos que nunca del objetivo proclamado de erradicación de las drogas". Y añade algo más: las mafias de la droga constituyen una profunda amenaza contra la democracia: han logrado criminalizar la política con su inmenso poder corruptor de funcionarios públicos, de jueces, de gobiernos y de fuerzas policiales. La democracia se arrodilla ante el poder de las mafias del narcotráfico.

Lo primero que queda en evidencia después de leer el informe es que el presidente Uribe no es el único que quiere erradicar el problema de las drogas. No. Excepto los traficantes, todo el mundo quiere lo mismo. Y esto hay que decirlo porque su hábil estrategia política logra confundirnos y acabamos creyendo que si no lo apoyamos es porque condonamos la delincuencia. No es cierto. Es sólo que hay diferencia de opiniones sobre cómo hacerlo. Durante tres décadas, la guerra contra las drogas ha estado basada en exactamente las mismas propuestas de Uribe: prohibir, criminalizar, fumigar. Nada de eso ha servido. Y nadie ha pagado más caro que Colombia -en sangre y dolor- el costo de ese prohibicionismo.

Pero el proyecto de Uribe no sólo persiste en tácticas fracasadas: tiene otras implicaciones que conviene mirar: lo que busca es derogar la sentencia C-221 de 1994 del entonces magistrado de la Corte Constitucional, Carlos Gaviria, hoy presidente del Polo y principal opositor político de Uribe. Una curiosa casualidad. Esa sentencia despenalizaba la dosis personal basándose en que el individuo tiene derecho a decidir qué es bueno o malo para sí. Es decir, trata al ciudadano como a un adulto. Le exige criterio. Autonomía. Asume que el Estado lo ha educado para poder ejercer su libertad personal. E implicaba en todo caso que la prohibición no es el camino.

La tentación de prohibir ha provenido, históricamente, del miedo. Y el autoritarismo tiene en el miedo su más poderosa herramienta. Basta mirar la historia de la Iglesia Católica. Miedo al infierno, miedo a la culpa, miedo al sexo. Miedo a todo aquello que reste capacidad de control por parte de la suprema autoridad que todo lo ve. Para la mente autoritaria, "permitir" equivale a "permisividad". Si algo se deja al libre albedrío del individuo, el autoritario está convencido de que lo que sigue es el frenesí, el desbordamiento, el exceso. No la libertad, sino el libertinaje.

Por eso el Papa predica la abstinencia sexual; por eso Uribe quiere prohibir fumar un cigarrillo de marihuana; porque ninguno de los dos confía en que un hombre o una mujer decidan ser fieles por ellos mismos, o que elijan cuándo y cómo y por qué quieren fumar o consumir o dejar de hacerlo. Es decir, en el fondo, le están negando a la educación su capacidad de empoderamiento del ser humano. Lo tratan como a un niño.

El esplendor de los cristianos

Si todo esto le parece lejano al lector, demasiado abstracto, intentaré decirlo de otra manera, contando otra historia que en apariencia no tiene nada que ver:

Los medios de comunicación registran con entusiasmo un concierto de Joaquín Sabina al que asistieron 4.000 personas, pero ignoran el concierto de un tal Alejandro Olivares, un roquero cristiano argentino que congregó a más de 10.000 jóvenes hace dos años en... Tunja (!!!) y cuyos videos baten récord de hits en Youtube. Nadie analiza el fenómeno masivo -en devoción y en votos- que han generado las nuevas iglesias cristianas porque no es una expresión de clase alta. Pero aquella fórmula tan colombiana de que lo que funciona es "lo aspiracional", aquí no aplica.

Y la verdad es que en los últimos años, los cristianos han tenido cada vez más presencia en el Congreso. Rodrigo Rivera mismo se convirtió al cristianismo. Y ese Congreso tan uribista es el mismo que en julio de 2005 condecoró a los pastores evangélicos Ricardo y María Patricia Rodríguez, de la Iglesia Centro de Avivamiento para Las Naciones, con la Cruz de Oro de la Orden de la Democracia Simón Bolívar, por los servicios prestados al país en el ejercicio de su misión evangélica. Representan a miles y miles de feligreses, es decir, de obedientes votantes.

Y miren cómo se mueven: caso uno. El 3 de mayo de 2007 Édgar Espíndola Niño, ex alcalde de Sogamoso y cristiano evangélico, ocupó la curul de Luis Eduardo Vives, investigado por nexos con el paramilitarismo. Su proyecto de ley estrella fue el siguiente: multar con 20 salarios mínimos legales mensuales vigentes a todo el que incurriera en adulterio. Inevitable preguntarse: ¿No sería preferible que el Estado no interfiriera en los problemas de pareja? ¿No será que pertenecen a la esfera de la intimidad? Caso dos. Víctor Velásquez Reyes, senador del movimiento Colombia Viva en Unión Cristiana, presentó un proyecto de ley para prohibir a homosexuales y prostitutas el uso de prendas que se puedan interpretar como exhibicionismo con fines comerciales. Inevitable preguntarse:¿Debe el Estado regular la profundidad del escote, o el largo de la falda? Caso tres, que ya pasa de castaño oscuro: la semana pasada se debatió en el Congreso el siguiente proyecto de ley, presentado por la senadora Claudia Rodríguez de Castellanos, fundadora de la Misión Carismática Internacional, y cuyos feligreses la llevaron a ocupar su curul: "La presente ley tiene por objeto otorgar competencia a los comandantes y subcomandantes de Estación de Policía, para aplicar la retención transitoria en Comandos de Estación a toda persona que evidencie vulnerabilidad, indefensión o excitación, y que por esa condición puedan convertirse en potenciales víctimas o victimarios". ¿Tengo que hacer una pregunta?

La misma madre de familia que apoya un proyecto porque quiere proteger a sus hijos del contacto con la droga se va a topar cualquier día con que a su hijo o su marido lo han detenido, por ejemplo, por caminar tranquilamente hacia su casa con unos cuantos traguitos de más. ¿Debería el Estado decidir si usted camina por la calle 'demasiado' contento (excitado) o demasiado asustado (vulnerable)? ¿No son estos conceptos peligrosamente ambiguos? ¿No pueden convertirse en métodos aberrantes para coartar la libertad individual?

Prohibir al individuo el ejercicio de una libertad para consigo mismo, que no vulnere a otros, es la máxima tentación cristiana, y es la herramienta de control social más cara a todo paternalismo autoritario. Tanto en la política como en la religión. Las respuestas a los problemas del narcotráfico y el sida no están en impedir el uso de condones o marihuana, sino en la capacidad que tengamos de superar el miedo milenario al sexo y a las drogas. Hay que promover toda propuesta de ley o reforma eclesiástica que busque empoderar al individuo. Para que sea él quien decida para cuándo quiere dejar el gustico. Pero por más que uno busque, en los últimos seis años no encontrará ninguna propuesta de esta naturaleza. Sólo Papas que quieren gobernar y revivir las cruzadas, y presidentes que quieren desfilar con el sahumerio bamboleante mientras bendicen, entre el humo y los votos, a la penitente feligresía.Semana.com, Revista Semana, edición 1404