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Los lazos del dolor

Los familiares de los desaparecidos y de los soldados retenidos por la guerrilla han comenzado a acercarse a través de su ufrimiento.

1 de enero de 2001

La primera vez que se vieron se sentaron en lados opuestos de la mesa. “Sentadas pero no revueltas”, le dejó bien claro Gladys Avila a la mujer que tenía en frente. Ella simplemente guardó silencio y se esforzó por entender el dolor que había detrás de esa mirada fulminante. Pero dos años después de compartir una silla en la Mesa de trabajo por la verdad y la reconciliación desde las víctimas, Avila (secretaria general de la asociación que agrupa a los familiares de los desaparecidos, Asfaddes) y Marleny Orjuela (líder de los familiares de los policías y los soldados retenidos por la guerrilla), se han vuelto como uña y mugre. Han entendido que su dolor como víctimas de este conflicto es el mismo.

Gladys tenía 30 años cuando su hermano Eduardo Avila, desmovilizado del M-19 y escolta de Carlos Pizarro Leóngómez, desapareció el 20 de abril de 1993. Estaba en su carro esperando a un amigo que lo había citado en el parque Lourdes de Bogotá cuando cuatro hombres armados lo arrastraron, lo golpearon y lo introdujeron en una camioneta de cuatro puertas. Mientras lo golpeaban en plena plaza, antes de que anocheciera y ante la mirada atónita de los vendedores ambulantes del lugar, Eduardo Avila, aferrado a un poste, gritaba su nombre, el teléfono de su casa y algo que resultó premonitorio: que lo iban a desaparecer. Sus victimarios se identificaron frente a la muchedumbre como miembros de seguridad del Estado, dijeron los testigos a la familia Avila.

Durante una semana Gladys buscó a su hermano en los hospitales, en la morgue, en las calles, en la Fiscalía. Y nada. Hasta que a la semana apareció su cadáver con señales de tortura en el kilómetro 15 de la vía al Guavio, irreconocible salvo por un tatuaje.

Desde entonces Gladys Avila, que estaba convencida de que su hermano había sido desaparecido por los organismos de seguridad del Estado, no podía ver a un soldado o a un policía sin odiarlo y sin pensar en cuántos de ellos habrían sido testigos de las torturas de su hermano sin decir nada.

Su primera sorpresa al conocer a Marleny Orjuela, una mujer de su misma edad que se había dedicado a buscar la liberación de su primo policía y de los otros 527 policías y soldados en manos de la guerrilla, fue darse cuenta de que los miembros de la Fuerza Pública también tenían hogares. “Ellos no deben tener familia porque si la tuvieran no nos causarían este dolor tan grande”, dice Gladys que así pensaba.



Uno para todos

Esta mesa de víctimas surgió hace dos años a raíz de las marchas que se hicieron en todo el país en contra del secuestro y la desaparición forzada. La ONG Red de Iniciativas de Paz (Redepaz) convocó a las Madres por la Vida, a Asfaddes, a familiares de secuestrados y de los policías y soldados retenidos por la guerrilla a trabajar juntos.

A pesar de su visión antagónica de la guerra y del papel de sus protagonistas una cosa los unía: ser víctimas de la violencia y el deseo de no quedarse sumidos en su dolor. Comenzaron a reunirse todos los martes y pronto decidieron que, así como las Madres de la Plaza de Mayo salían en Buenos Aires a exigir el derecho a la vida, ellas (la mayoría son mujeres) saldrían a la calle a hacer vigilias. Por eso, mientras el Congreso debatía el proyecto de ley de desaparición forzada, las víctimas permanecían afuera con velas prendidas pidiendo que fuera aprobado. También han realizado seis audiencias públicas en el Congreso para hablarles a los congresistas, al Defensor del Pueblo y al Procurador de reconciliación, de la penalización de la desaparición, del desplazamiento forzado, de acuerdos humanitarios y de impunidad.

Y desde hace tres meses los familiares de los soldados se unieron a la Galería de la Memoria de los familiares de los desaparecidos. Exhiben en dos carpas las fotos de los desaparecidos y de los soldados y policías. Todos empeñados en ponerle rostro a una guerra que se perpetúa sin ponerle cara a la muerte. Pero tal vez lo más importante es el proceso de reconciliación que ha surgido entre los familiares de ambas carpas. “Al estar allí hemos compartido nuestros dolores y hemos aprendido a crecer como personas en medio de ellos”, afirma Marleny Orjuela, quien dice que fue muy duro para ella darse cuenta del número de desaparecidos a manos de miembros de las Fuerzas Armadas. “Primero sentí mucha vergüenza y luego mucha tristeza. Pero nos hemos aprendido a querer”, agrega.

Gladys Avila, por su parte, ha comprendido que dentro del Ejército y la Policía hay todo tipo de personas, muchas de ellas buenas. “Fuimos entendiendo que nosotros como víctimas no somos enemigas entre sí porque nos une un dolor muy grande”. Bastó, como dice Marleny, ponerse un segundo en el lugar de la otra persona para entenderla.