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LOS NARCO-MINIFUNDIOS

Mar de coca en el Putumayo revela una nueva modalidad de la gricultura de subsistencia.

20 de julio de 1987


Despues de la narcoguerrilla, las narcolimosnas, el narcofútbol, y otra serie de "narcomanifestaciones", el país tuvo que presenciar la semana pasada la existencia de otro fenómeno relacionado con el mundo de la coca: el narcocampesinado.

Los comandos antinarcóticos de la Policía descubrieron en las selvas del Putumayo la más grande plantación conocida hasta hoy, cultivada por miles de campesinos que desde hace cerca de cinco años decidieron cambiar de "renglón" ante la dificultad que tenían para comercializar los productos agrícolas que antes sembraban.

Aunque el primer impacto causado en la opinión pública cuando se conoció el hallazgo, fue el de la cantidad de hectáreas encontradas, ya que se llegó a hablar hasta de 60 mil, lo que realmente sorprendió fueron las revelaciones hechas por los propios campesinos ante las cámaras de los noticieros de televisión. Con lágrimas en los ojos una campesina decía: "Ahora tocará volver a cultivar lo de antes, porque ¿qué se va a hacer? Lo que Dios quiera". Otro, explicaba su decisión de sembrar coca, a pesar de saber que al hacerlo cometía un delito, así: "Como todo el mundo por acá cultiva, nosotros no podíamos quedarnos atrás".

Cuando uno de los periodistas le preguntaba a otro de los cultivadores si cuando se fuera la Policía después de destruir los cultivos, volvería a sembrar coca, el campesino respondió: "Eso es perder el tiempo porque vuelven a quemarlos. Es que ahora ya no se transan como antes, que decían: esto vale 100 mil pesos y se iban tranquilos" En fin, con una tranquilida pasmosa los campesinos respondieron que todo el territorio del Putumayo está sembrado y que eso es lo que les "está dando el sustento porque el negocio de la agricultura está muy malo".

Es tan malo el negocio de los cultivos tradicionales, que a pesar de que el de la coca está cuesta abajo "porque aquí ya nadie está comprando" los campesinos prefieren correr todo los riesgos--incluido el de llorar a mares cuando les destruyen los plantíos. "El sólo transporte de una carga de plátano vale mil pesos y a uno le ofrecen por ahí mil quinientos por ella. Entonces uno no está haciendo nada", dijo un labriego entrevistado.

A pesar de que la mayor parte de los campesinos del Putumayo son cultivadores, esto no quiere decir que estén metidos de lleno en el "negocio" de la coca. Son sólo proveedores de la materia prima para quienes, en el proceso, más adelante correrán con otros riesgos y se llenarán de billete si les va bien. Para los narcocampesinos, el "negocio" no es tan redondo pero sí muy competido: ahora mismo por cada arroba de hoja de coca les pagan mil pesos (hace unos años el precio era el doble), pero si es un problema cultivar, vender es un verdadero dolor de muela porque cada vez hay más personas que venden y menos negociantes que compran. "Nos toca pelearnos los clientes". De todas maneras sembrar coca en el Putumayo es la actividad más rentable de la agricultura y en la que se dan las características de la zona cafetera, donde toda la familia se dedica a la actividad. Hasta los niños, cuando llegan los compradores de hoja, se ganan sus pesitos ayudándoles a empacar.

Del platanal al cocal
Los compradores son los dueños de los laboratorios para el procesamiento y su actividad no parece correr riesgos, al menos aparentemente. No tienen, para empezar, que dedicarse a la dispendiosa siembra y la posterior recolección y tampoco tienen dificultades para camuflar sus "cocinas", en medio de una selva de coca que tiene arbustos de hasta dos metros. "Muchas veces uno se entera de que hay un laboratorio sólo cuando éste explota", dice un labriego de la zona.

Por su parte, los campesinos se han acostumbrado tanto a este modus vivendi en el Putumayo que ya es una institución la palabra cocal, para designar el lugar de la siembra, de la misma manera en que antes señalaban el platanal o se referían a los problemas del maizal. Esa costumbre no se queda en las palabras, sino en el hecho de que los hijos de los cultivadores saben muy bien que "eso" sirve para producir el basuco, pero también saben que es con "eso" que sus padres pueden ofrecerles techo, estudio y comida. Y se han familiarizado tanto con "los señores" (los compradores-procesadores) y con su clandestinidad, que nadie suelta una pista sobre quién es el dueño de tal o cual laboratorio. Ellos mismos, cuando se ven comprometidos, dicen que al llegar a vivir a esa región, ya los cultivos estaban ahí, o responden con evasivas al ser interrogados en relación con la propiedad de una plantación. Lo unico cierto, por lo indisimulablemente visible, es que todos tienen su cultivo a escasos 200 metros de donde viven, su pequeño minifundio en el que los niños juegan a la sombra y con el aire a veces fresco que corre por los cocales.

Pero si esa vida común y normal en los cocales es de por sí curiosa, mucho más lo es la muerte de las plantaciones. Cuando las compañías antinarcóticos llegan a un sitio como el descubierto en el Putumayo, tienen que empezar por destruirlos a punta de machete, para luego quemarlos. Sin embargo, si se tiene en cuenta la extensión de los sembrados en esa intendencia, se puede pensar que para acabar con diez mil hectáreas se tendría que llevar al lugar a un batallón completo durante un buen tiempo. De acuerdo con los cálculos hechos por el general Miguel Antonio Gómez Padilla, jefe de la dirección de antinarcóticos de la Policía Nacional, "con una jornada intensa, cada hombre podría destruir de 500 a 600 arbustos diariamente, lo cual equivaldría a media hectárea por soldado". Y si son diez mil o 60 mil hectáreas, como lo han dicho diferentes versiones de prensa, habría que llevar a todo el cuerpo de Policía del país y aún así no alcanzaría.

El problema de la destrucción no tiene ni siquiera solución en los herbicidas que habitualmente se usan para estos casos. En el Consejo Nacional de Estupefacientes se estudian actualmente el triclopir, el tordón y el glifosato, pero no están debidamente autorizados para emplearlos, debido a las controversias desatadas por el daño ecológico que causan. Esto también contribuye a que el trabajo de acabar con los cocales no produzca ningún resultado, ya que lo que realmente se hace ahora es una especie de "zoqueo" que, en últimas, va en beneficio de la plantación.

Otra de las particularidades de este fenómeno es que no se mete a nadie a la cárcel por cuenta de la actividad ilícita de estos agricultores. En primer lugar porque habría que hacerlo con casi todos los habitantes de la intendencia y en segunda instancia porque desde el punto de vista técnico no existirían pruebas contra los cultivadores porque nadie se reclama como propietario de las siembras a pesar de que reconocen que viven de su recolección y venta.

Pero quizás por lo que sería más difícil emprender una acción contra estos campesinos es por el problema de orden social que se genera. Prohibirles que cultiven la coca es casi como condenarlos a morirse de hambre. Aunque existen unas rudimentarias carreteras no tienen las facilidades para disponer de ningún tipo de transporte y si, como dicen que les va a tocar, vuelven a cultivar yuca, plátano, maíz o arroz, lo más posible es que sus hijos tengan que volver también a dejar de estudiar, enfermarse y morir por cuenta de las enfermedades y seguramente también de inanición.

Por ahora sólo existe una preocupación para las colonos, y es la de saber cuándo terminará el operativo policial para regresar a ponerse al frente de sus cultivos de coca. Las autoridades, por su parte, se encuentran en el problema de que para controlar la situación deben estar presentes permanentemente en el área, pero no pueden darse el lujo de quedarse allí por mucho tiempo.--