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Los niños de la guerra

Más de 100 niños de entre 8 y 15 años le contaron a Human Rights Watch cómo la guerrilla y los paramilitares les enseñaron a matar. Sus relatos son escalofriantes.

29 de septiembre de 2003

Angela y Adolfo apren- dieron la primera gran lección de su vida a los 12 años: aprendieron a matar. "Juanita se metió en problemas por ir acostándose. Habíamos sido amigas en la vida civil y compartíamos una caleta. El comandante dijo que no importaba que fuera mi amiga. Había cometido una falta y había que matarla. Cerré los ojos y disparé el arma, pero no le di. Entonces disparé otra vez. La tumba estaba justo al lado. Tuve que enterrarla. El comandante dijo: 'Lo hiciste muy bien. Vas a tener que hacerlo muchas más veces y tendrás que aprender a no llorar", cuenta Angela, quien ingresó a las Farc porque pensó que con la plata que ganaría iba a poder ser independiente.

A la misma edad, pero con las AUC, Adolfo también tomó su primera decisión de adulto: "Ellos cogieron un guerrillero vivo en un combate, me lo dieron a mí y me dijeron que lo tenía que matar. '¿Pero cómo?, le pregunté al comandante, yo no sé matar a nadie'. El man estaba amarrado y el comandante me dio su pistola, me la puso en las manos y le puso el cañón en la cabeza. Bang!", recuerda este muchacho moreno, largirucho y extrovertido, mientras se ríe entre dientes.

Estas espeluznantes historias, y muchas más y peores, fueron contadas a los investigadores de Human Rights Watch, la ONG estadounidense de derechos humanos, por 112 niños ex combatientes de la guerrilla y los paramilitares que aparecieron recientemente publicadas en el informe más completo que se haya hecho sobre los aproximadamente 11.000 menores que pelean la guerra en Colombia (ver recuadro).

Uno de cada cuatro guerrilleros y paramilitares es un menor de 18 años. Pese a que tanto las Farc y el ELN, así como los paras, se han comprometido públicamente a no incorporar menores de 15 años, el reclutamiento infantil es una lamentable realidad que tiende a recrudecerse. Los niños combatientes ofrecen grandes ventajas: comen menos, asumen mayores riesgos, se adaptan fácilmente a un ambiente violento y, lo más importante: obedecen sin preguntar.

Esta cara miserable de la guerra había pasado inadvertida hasta la Operación Berlín, hace tres años, en la que muchos de los guerrilleros muertos en combate resultaron ser pequeños imberbes y niñas que deberían estar jugando con muñecas.

Mientras un niño colombiano normal de su edad soñaba con ser como Juan Pablo Montoya, Adolfo ya jugaba a la ruleta rusa. "Una vez había un man al lado mío con un revolver, un 38, y yo estaba uniformado y puse el fusil aquí al lado y le cogí y le saqué el revólver de la cintura. Luego le cogí y le saqué las fujibas, las balas, y le dejé una y me puse a jugar en la cabeza con el revólver, pum, pum, pum, hasta que llegó la bala en el último seguro y le pegué un tiro en la cabeza", dice este muchacho de 17 años que desertó hace unos meses.

Por su parte, Angela rezaba para superar su juicio final mientras adolescentes de su misma edad en las ciudades sufrían por aprobar un examen de álgebra. "Fui juzgada en diciembre de 1999. Fue porque mi novio y yo tuvimos muchos problemas. Me obligaron a abortar y me puse muy brava, por eso peleamos. Yo lo corté y él me pegó. Como él era un comandante, nuestro consejo de guerra estaba compuesto por otros cinco comandantes. La votación fue tres a dos para dejarnos vivir. Fue aterrorizante, yo estaba segura de que nos iban a matar. Pero en cambio el castigo fue amarrarnos a árboles y quitarle el rango a mi novio. Nos desamarraban para dormir y para comer. Nos castigaron con el silencio, nosotros no podíamos hablarle a nadie y nadie nos podía hablar", dice esta niña que con tan solo 16 años es ya toda una veterana.

Cientos de sus compañeros, aún en las filas, son mucho más chiquitos. "Según nuestras entrevistas, la edad normal de reclutamiento oscila entre los 11 y los 13 años", dice el estudio. Sin embargo anota la sorpresa que les produjo descubrir que había combatientes de 7, 8 y 9 años.

El reclutamiento

La mayoría de los niños que se vinculan a los paras y a la guerrilla lo hacen voluntariamente, para huir del maltrato de sus padres, del tedio de sus vidas campesinas o de las agresiones de otro grupo armado. Algunos lo hacen para buscar el afecto que no encuentran en sus casas. Otros ansían el poder que dan un arma y un celular. Imaginan que la vida en el campamento está llena de aventuras, de camaradería y de mujeres y hombres atractivos como los que los reclutaron. Muchos quieren demostrar que valen algo en la vida.

Otros simplemente lo hacen por hambre, como Peter, un niño chocoano que se unió a las Farc cuando tenía 7 años. Nunca conoció a su padre y se encoge de hombros cuando le preguntan por él. "Dicen que lo mataron, pero no lo conocí. Vi poco a mi mamá también. No tenía comida para mí. Vivía en la calle, en hogares. Tenía un tío que vivía en la vereda y había un grupo de las Farc que iba a su casa. Allá conocí a la guerrilla. Uno se mete porque la mayoría de la gente allá es pobre. Yo pensé que faltando yo en mi casa tal vez mi mamá y mis hermanos, como eran menos, iban a comer mejor". Peter, ahora de 15 años, eligió ser guerrillero, si es que eso es posible a los 7 años y con hambre. Pero Human Rights Watch calcula que por lo menos 10 por ciento de los menores son reclutados a la fuerza en las filas guerrilleras.

Angela confirma esta versión pues durante los cuatro años que militó en las Farc trabajó como enfermera y reclutadora. "Una vez en 1999 obligamos a algunos niños a unirse. Eran más o menos 10, entre los 16 y los 17 años. Estaban muertos del susto. Pero necesitábamos gente, así que los montamos en nuestra camioneta y nos los llevamos al campamento. Sentí mucha pena", dice.

Es posible que Johana, una joven del Putumayo, no fuera una de esas 10, pero podría haber sido. Estudiaba séptimo grado y llevaba una vida normal y feliz con sus padres cuando, en diciembre de 2000, fue secuestrada junto con otros estudiantes por guerrilleros de las Farc armados con rifles de asalto. "Cuatro manes que no conocía me cogieron en la calle, me pusieron dentro de una camioneta y me llevaron al campamento. Yo lloraba y todo pero no me dejaban ir. Por varias semanas extrañé mucho mi casa, estaba triste pero después me acostumbré. Después de un mes, más o menos, mi familia vino al campamento. Se averiguaron que la guerrilla me había cogido. Me dejaron hablar con ellos pero otros guerrilleros estaban al lado mío cuidándome. Yo me quería ir pa'la casa pero ellos no me dejaban. El comandante me dijo que él me hubiera dejado ir si mi familia venía a recogerme después de cinco días, pero no después de un mes", dice Johana, que finalmente después de casi tres años pudo liberarse de su yugo fariano.

Ya dentro de las filas de los grupos armados ilegales los niños tienen las mismas obligaciones que los adultos: lanzan bombas de cilindros de gas, ensamblan minas quiebrapatas y van a combate. También cometen crímenes atroces. Human Rights Watch entrevistó a niños verdugos de drogadictos y ladrones de poca monta en las campañas de 'limpieza' con las que los grupos ganan el control en las poblaciones. Hubo casos en los que les ordenaron ejecutar incluso a sus mejores amigos capturados cuando iban a escapar, como le pasó a Angela. Muchos, durante su formación, presenciaron la tortura de prisioneros.

Adolfo, que pasó tres años y medio con el Bloque Central Bolívar, describe las torturas con lujo de detalles. "Le saca uno las uñas, le echa ácido muriático en la cara, por el cuerpo, le quema uno feo. Los quema uno con candela. Llamas, por decir, yo pongo una fogata y pongo a calentar una varilla y está bien caliente y se la pongo en el pecho, así de sencillo", dice mientras toquetea la cubierta de una batería de cámara que está sobre la mesa.

La vida en los grupos armados está estrictamente regulada. En la guerrilla las salidas y las entradas al campamento están controladas y todas las actividades diarias están programadas y son las mismas para niños y niñas.

En las Farc los menores sólo tienen unos cuantos días para adaptarse antes de que empiece el entrenamiento y a los pocos meses tienen su primer combate. Algunas unidades del ELN tienen un período de prueba de tres meses para los niños reclutas, después del cual pueden irse si quieren. En los paramilitares el reclutamiento forzado es muy excepcional porque pagan regularmente un salario, con lo cual les sobran aspirantes. Pero una vez admitidos, si los niños intentan desertar, corren el riesgo de ser capturados y ejecutados por sus comandantes por infiltrados o informantes.

Sin embargo los niños paras pueden visitar a sus familias los fines de semana que tienen libres. Los que están en la guerrilla, en cambio, apenas si los ven. Muchos infantes entrevistados dijeron a HRW que les habían negado repetidamente dicho permiso y les habían recomendado que no intentaran mantener los lazos familiares. "Nunca me dieron permiso para ver a mi mamá. Ella vivía cerca, a un día del campamento. Todos los días pedía permiso. No me dieron razón. Sólo decían 'mejor olvídate de tu mamá", cuenta Omar, quien se incorporó al frente 29 de las Farc a los 15 años. Había sido criado por su madre después de la separación de sus papás y la extrañaba mucho. En todo caso hacía un gran esfuerzo para no entristecerse. Sabía que podía ser castigado por el simple hecho de no poder salir de una depresión. La 'desmoralización' se paga a veces con la vida, pues se vuelve un potencial desertor.

La disciplina que impera, tanto en los paras como en las Farc y el ELN, es férrea y se les exige a los niños que la acaten sin indulgencias, como si ya no fueran chiquillos. Los que incumplen reglas menores de disciplina tienen que cavar trincheras o letrinas, despejar el bosque, cortar y llevar leña o hacer labores de cocina. Si pierden el arma pueden ser obligados a entrar en combate sin ella hasta que puedan recuperar otra del enemigo. Las violaciones graves se tratan en consejo de guerra, si es la guerrilla, o si son las autodefensas la imponen unilateralmente los comandantes.

"Se suele disparar contra los niños que desertan, especialmente si se llevan su arma. Los sospechosos de informar al enemigo, los infiltrados, o los que se quedan dormidos durante la guardia corren la misma suerte", dice HRW. El comandante guerrillero elige al azar a un grupo encargado de ejecutar la sentencia. El niño, con las manos amarradas con una cuerda de nylon, es llevado fuera del perímetro del campamento, donde tiene que esperar a que caven su tumba.

Así fue con María, ejecutada por ir a misa al pueblo sin autorización, recuerda Teddy, un niño que pasó cuatro años en el ELN. "Venía de una familia muy católica. Los comandantes mandaron a algunos combatientes a que se la llevaran lejos. Le pusieron ropa de civil y la mataron".

La muerte es el castigo más fuerte pero los hay de todos los estilos. Bernardo, un niño que entró a los paras cuando tenía 7 años, que desertó después de que lo obligaron a matar a su mejor amigo para demostrar su lealtad con la 'causa', contó que como castigo por haber consumido drogas lo encerraron en una celda y lo rociaron con agua azucarada para que los insectos lo picaran.

La compensación a todos estos sufrimientos es el tiempo asignado al recreo en los campamentos, que se dedica a nadar en el río, los deportes, los juegos y ver televisión y videos. Las películas preferidas son las de acción, de artes marciales y de guerra. También se celebran la Navidad, el Año Nuevo y los aniversarios de fundación de los grupos. En estas ocasiones, y sólo en ellas, se les permite beber alcohol. El resto del tiempo transcurre entre el entrenamiento, la rutina diaria del ejercicio físico, la educación política en la ideología del movimiento, los consejos de guerra y el combate, el momento más temido por todos los chiquillos.

El combate

La primera experiencia de un niño en el combate puede ser aterradora. "Yo era la más asustada de todos, porque era la más nueva y la más joven. Los cuerpos estaban en el piso y ellos los cortaban en pedazos. El comandante me dio la sangre para que me la tomara", cuenta Xaviera, una adolescente de raza negra de la Costa Pacífica. Ella entró a la guerrilla a los 14 años, cuando murió su mamá y su papá decidió enviarla a la guerrilla para pagar una cuenta pendiente con ellos. Adolfo recuerda una incursión paramilitar en la antigua zona de distensión en el Caquetá. "Una emboscada o pa'tomarse un campamento eso dura tres o cuatro días. Uno llega al campamento y se queda quieto; se mete dentro del medio de la hierba, el arbusto y se queda quieto ahí. Ahí usted no se puede mover para nada, pendiente cómo se puede entrar, se ponen los centinelas de noche y uno mira que los centinelas se quedan dormidos. Llevamos dos o tres enlatados de atún, jamoneta, y claro, uno come eso, un enlatado en un día, al otro día come el otro. Se tiene que quedar quieto uno, sin moverse para ningún lado, si le dicen a uno que tiene que estar tendido, tiene uno que estar tendido todo el tiempo. En el momento que dan la orden, uich, se los baja uno toditos", dice.

Igual de vívido tiene Angela el recuerdo de su último combate, la Operación Berlín. "La batalla empezó el 15 de noviembre de 2000. Al principio murió mucha gente. El Ejército estaba furioso. Mataron a muchos de los nuestros, pero nos capturaron juntos a cinco. Después de capturarme, me pegaron en la cabeza con un rifle y me dispararon en la pierna. Pensé que me iban a matar. Por suerte, otro soldado decidió salvarme. Dijo a los demás que no estábamos combatiendo y que no podían hacerlo. Me cortó los pantalones y me ató la pierna para parar la sangre. Me pasé tres meses en el hospital de Bucaramanga. Dijeron que me habían herido en combate. Tenía miedo de contradecirles".

Así, al ser capturada, Angela recuperó su libertad. Para la mayoría de los niños esa es su única esperanza de salirse de la guerra y casi todos de los entrevistados dijeron que la Fuerza Pública los había tratado bien. "Muchos de los que habían desertado llevaban meses, si no años, buscando una oportunidad para escaparse", concluye HRW. Los capturados por el Ejército o la Policía se ponen normalmente a disposición de los jueces de menores. Varios de ellos son internados en un centro de detención para delincuentes juveniles antes de ser trasladados a un programa especializado en niños ex combatientes del Icbf o del Ministerio del Interior, en donde finalmente terminan todos. Cada día llegan decenas, entre capturados y desertores. Sólo en 2001 abandonaron las armas 413 niños.

El Icbf los alberga en casas de campo espaciosas con grandes cocinas, patios y jardines con pollos, cerdos, árboles frutales y huertos, incluso una piscina. Las habitaciones de los niños están separadas por sexo y cada uno tiene una litera para colocar sus pertenencias. Mientras el infante está allí el Icbf intenta contactar a sus familias, aunque en muchos casos es imposible su reunificación. Cuando cumplen 18 años pueden abandonar el programa.

Todos, incluso los que han vivido las peores experiencias, anhelan una vida normal: regresar con sus familias, armar unas propias, aprender lecciones más sencillas: a leer, a escribir, a querer...Y a no matar

SEMANA aclara que los testimonios recogidos por el informe de Human Rights Watch e incluidos en este artículo no se refieren a ninguno de los jóvenes que aparecen en las fotos que lo ilustran.