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Un miembro de la tribu muestra sus armas.

MINORÍAS

Los últimos caribes

Los yupkas, dicen los antropólogos, se quedaron en la edad de piedra y ahora están en vías de extinción. No solo porque su cultura trashumante choca con la de los colonos, sino porque dos familias se están matando.

26 de febrero de 2011

El pasado 14 de enero, la familia Herrera Estrada se preparaba para cobrar venganza por la muerte violenta de uno de sus miembros. Era luna llena, estaba claro y podían caminar de noche hasta el asentamiento de los ofensores. Estaban armados con escopetas, makanas (arcos) y machetes, pero la recién elegida gobernadora del cabildo del resguardo Iroka, Marta Clavijo, conoció los planes y logró detenerlos.

Tres días después, el 17 de enero, los 137 indígenas que se habían salvado del episodio llegaron a Valledupar procedentes de la Serranía del Perijá, en busca de protección. Hoy se encuentran en una casa del gobierno departamental 60 niños, 37 hombres mayores y 40 mujeres que dicen que no volverán a su asentamiento por temor a ser asesinados.

Nadie sabe con exactitud desde cuándo se están matando entre las familias Ramírez Molina y Herrera Estrada, pero en apenas cinco años van siete muertos; cuatro de los Herrera y tres de los Ramírez. Estos últimos se desplazaron a Valledupar en busca de protección y los Herrera quieren vengar la muerte de su hermano Julio, asesinado el 17 de septiembre de 2010. En la tradición de los yukpas la muerte es la peor ofensa, se paga con la muerte.

El origen del problema es una pelea por el territorio. Una versión asegura que los Herrera despojaron a una tercera familia, los Wepa, del territorio. Y los Ramírez los acogieron. Esto habría dado lugar al primer muerto: los Ramírez, azuzados por los Wepa, asesinaron a Eduardo Herrera Estrada. Desde entonces han muerto Genaro Herrera, Jairo Estrada (primo) y Julio Herrera. En la otra familia murieron los hermanos Luis, Álvaro y Miguel Ángel Ramírez Molina.

Los yukpas son una etnia cuyo territorio ancestral es la Serranía del Perijá, en los departamentos de Cesar y La Guajira, en la frontera con Venezuela. Los antropólogos conocedores de su historia dicen que se quedaron en la edad de piedra porque aún conservan herramientas propias de ese periodo de la humanidad: cazan pájaros y animales de monte con flechas y lanzas, pescan con varbasco envenenando el agua del río y son recolectores de frutas estacionales. Pero quizá el rasgo más característico es que son trashumantes: caminan por todo el territorio en busca de sus alimentos y persiguiendo las distintas subiendas.

Esas tradiciones están amenazadas desde hace más de medio siglo, pues con la violencia de los años cincuenta, comenzaron a llegar a sus territorios ancestrales decenas de desplazados de los Santanderes y de Boyacá. Como creyeron que llegaban a terrenos baldíos, los ocuparon, el Estado les otorgó títulos y desde entonces han ido cercando las fincas, lo que ha dado lugar a conflictos entre los yukpas y los colonos, a quienes los indígenas llaman watiyas.

Los yupkas están en peligro de extinción, pues según el censo de 2005, son un poco más de seis mil y como consecuencia de haber perdido sus territorios, sus recursos han desaparecido. Se extinguieron las guartinajas, los saínos, los osos, las marimondas y una gran cantidad de aves, de todos los cuales obtenían proteínas para su alimentación. La pesca también ha ido desapareciendo para ellos, pues cada día les queda más difícil acceder a los ríos, porque como van de pesca durante días en grandes grupos de varias familias, los propietarios de las fincas no les dejan asentarse en sus riberas.

En la década de los sesenta y setenta, gran parte del territorio fue cultivado con marihuana, después con amapola, y finalmente, fue convertido en pastizales para la ganadería. Actualmente los yupkas se concentran en siete resguardos en los municipios de La Paz (tres), Becerril (dos) y Codazzi (dos), en el Cesar. El resguardo más poblado es Iroka, en el asentamiento Shpasaye, donde moran alrededor de 3.000 indígenas. Allí viven los Herrera y en el Yowa lo hacían los Ramírez, muy cerca unos de otros.

El conflicto entre las dos familias enfrentadas se podría resolver entregando a la justicia colombiana a los que asesinaron a Julio Herrera el pasado 17 de septiembre. Lorenzo Herrera, el cabildo menor de la zona de Nanaechpo, donde están los asentamientos Shpasaye y Yowa, dice que hay un desequilibrio: "No sé por qué mataron a Julio si estábamos en paz. Ya había tres muertos en cada familia, ellos ya estaban enseñados. Si Jaime Sánchez (el asesino) se va a la cárcel, no hay problema. Los demás pueden volver. Pero si no hay cárcel, enseguida que lleguen aquí los matamos. Que los castiguen allá para no matarnos con ellos, y así nos quedamos quietos".

El cabildo menor del asentamiento de Yowa, Rafael Sánchez, dice que ellos no vuelven allá: "Si nosotros subimos, los indígenas del otro lado nos van a molestar, ellos son enemigos, nos estamos matando cada año entre nosotros. Si vamos, seguimos perdiendo, hasta que terminen con los niños. Ellos son muy peleadores, se esconden, y cuando nos ven, nos matan".

La gobernadora del cabildo, Marta Clavijo, sabe que no será fácil resolver el conflicto, porque con la intrusión de tantos colonos, los yupkas se consideran forasteros en su tierra. Y por la pérdida de tanto territorio, la subsistencia de su cultura -los yupkas son considerados los últimos caribes que conservan su lengua aborigen y costumbres ancestrales- está en riesgo. La gobernadora tiene la autorización de los cuatro grupos del resguardo para entregar al asesino a las autoridades judiciales colombianas, pero lo va a hacer sin comprometer la autonomía de los pueblos indígenas. Es decir, entregarían al asesino pero no van a ceder para siempre la milenaria costumbre de que la muerte se paga con la muerte.