Home

Nación

Artículo

"ME CONSIDERO UN CIUDADANO LIBRE DE TODA SOSPECHA "

MARTA TRABA
7 de febrero de 1983

Día tras día, a medida que la celeridad y eficiencia de mi trámite de nacionalización colombiana aumentaba, y también crecía el número de periodistas preguntándome por qué quería ser colombiana o qué significaba ésto para mí, me he sentido obligada a dar una explicación. No parece suficiente decir que amo a este país, que mis hijos son colombianos y que aquí se me dieron todas las oportunidades para desarrollar una carrera profesional. Pero al intentar decir más, me vuelve a la memoria toda mi vida en Colombia. Trato de explicarme a mí misma, en este vertiginoso ir hacia atrás, cómo puede tejerse entrañablemente esa trama sólida, de afecto, adhesión, esperanza, con un país que no es el de uno.
Todo lo que sabía de Bogotá y de Colombia, cuando llegué aquí en 1953, eran los cuentos del nueve de abril, recordados pausadamente por el Doctor Gerardo Molina en un café de París, o más estremecidamente por Plinio Apuleyo Mendoza, Gustavo Vasco o el propio Alberto Zalamea con quien me había casado y tenía un hijo ya de dos años y medio, Gustavo.
Mi primer hogar en Bogotá fue la casa de Isabel y Fernando Martínez, el inolvidable español editor de "Estampa". Esa casa generosa, llena de gente y de locura, iluminada por la excepcional inteligencia y sensibilidad del arquitecto Fernando Martínez, me protegió de la inclemencia de una ciudad fría y remota, clavada en la cordillera, sin mar, sin salida. Enseguida se dio el trabajo. Jaime Posada, rector de la Universidad de América, me invitó a dar conferencias sobre historia del arte. Sin ninguna experiencia profesional, transida de timidez, con las manos heladas e incontrolables temblores en la voz, me enfrenté a un público sorprendente enorme, atento y fiel seguidor. Quise responder haciendo clases cuidadosamente ensayadas, organizadas con fervor, trasmitidas emocionalmente.
Casi simultáneamente comencé a programar espacios culturales para la televisión, recibidos con igual benevolencia. Comenzó así una carrera que nunca tuvo demasiado que ver con el estereotipo de las clases académicas y se confundió, en cambio, con una exaltada voluntad de servicio. Difundir en tres estudiantes y otros sectores del público la felicidad de la cultura, establecer pautas claras y definidas de valor, dar forma más moderna y rigurosa a la relación entre el público y la obra de arte, defender el arte nacional como cosa propia, fueron las metas de esa exaltación. Para eso trabajé día y noche en la prensa escrita, "El Tiempo", "Semana" y "La Nueva Prensa"; en la cátedra, aceptando la invitación de Ramón de Zubiría y Daniel Arango para ampliar los temas de estudios de la Universidad de Los Andes, todavía artesanal y fraterna; y en los espacios de la Televisora Nacional, dirigiendome a ese público mayoritario que siempre me interesó prioritariamente y que me acompañó con una solidaridad conmovedora por toda clase de caminos cruzados entre los templos de Grecia y la pintura abstracta; que escribió centenares de cartas, aprobó y aplaudió en exceso, me miró sacando la voz de su teve, o me oyó mientras cocinaba o leía el diario; preguntó por qué no me cortaba el capul o qué flota había que tomar para llegar al Partenón, "tan linda que se veía esa iglesia!"... Mi país Colombia crecia cada vez más; lo consolidaban los amigos. Con una suerte particular, pude pertenecer a "Mito", dirigida por Jorge Gaitán Durán y conseguir que mi primer libro "El museo vacío", saliera al lado de "La casa grande" de Alvaro Cepeda. Otra rara fortuna fue la tertulia semanal en la biblioteca de Hernando Téllez.
La amistad de Beatriz y Hernando Téllez fue crucial para mi vida en Colombia; Téllez era la inteligencia, el sentido del humor, la vasta erudicción, la aguda critica de la burguesía provinciana. No debió morirse. La mente más lúcida de su generación y la inflexibilidad de sus juicios, tuvieron una influencia definitiva sobre mi trabajo. Mi hijo Fernando nació en 1959, dos años después que el General Rojas Pinilla me expulsara de la televisión y clausurara "El Tiempo". Pero, ¿qué podían representar estas adversidades para nosotros? Eramos tan tremendamente jóvenes como para festejar ese repentino desempleo con un jubiloso viaje a París, junto con otro amigo del alma, el poeta Alvaro Mutis. Compensé la pérdida de la tevé con una colaboración más estrecha con Alvaro y Gloria Castaño, mis compañeros y aliados de las mejores empresas culturales. A esas alturas, mientras mis hijos crecían y Alberto se definía como el mejor periodista joven de Colombia en "Semana" y "La Nueva Prensa", comenzaron violentas polémicas entre artistas más o menos favorecidos. Mis enjuiciamientos nunca fueron motivados por predilecciones personales, sino dictados por el peso y la originalidad de las obras. En el libro "Seis artistas contemporáneos colombianos", quedaron marcadas líneas de trabajo al escoger tres figurativos, Botero, Obregón y Grau, y tres abstractos, Ramírez Villamizar, Negret y Guillermo Wiedemann. Lily y Hans Ungar, directores de la Librería Central, me ofrecieron su local para dictar los primeros cursos que se hicieron sobre arte latinoamericano, recogidos en el libro "Arte nuevo en Latinoamérica", primero que intenta, todavía de modo precario, abarcar un panorama global. El señor Buchholz me abrió las páginas de "Eco", revista con la cual he colaborado desde entonces, llena de orgullo de ser solicitada por la gente más lúcida de la literatura nacional, como Hernando Valencia Goelkel, Nicolás Suescún y Juan Gustavo Cobo. En 1963, un grupo de amigos decidió la puesta en marcha del proyecto del Museo de Arte Moderno.
Comenzó sus actividades con la ya habitual aceleración: cursos, conferencias, teatro, cine, en el Sena prestado por Martínez Ton. Exposiciones rotundas, como las de Fernando Botero y Pedro Alcántara; antológicas, como las de Roda y Wiedemann; pero, particularmente, la mira puesta en los nuevos; las primeras exposiciones de Beatriz González, Luis Caballero, Santiago Cárdenas, Norman Mejía, Alvaro Barrios; los primeros espacios ambientales vistos en el país, resueltos por Ana Mercedes Hoyos, Alvaro Barrios, Feliza Burztyn y Santiago Cárdenas. Para entonces, dejé a mi pesar Los Andes por conseguir una sede propia para el Museo, ofrecida por el Rector Dr. José Félix Patiño en la U. Nal.
No creo que se repita un trabajo en equipo más armónico y perfecto que el de Patiño-Vargas-Casas, en el cual intervinimos con total entusiasmo Emma Araújo y yo misma. En 1966, año clave de mi vida en Colombia, gané el premio de Casa de las Américas por la novela "Las ceremonias del verano", dirigí el Museo y la Extensión Cultural de la Universidad Nacional y fui a Cuba, donde reconocí una revolución liberadora, bloqueada ignominiosamente por los Estados Unidos, y aún no alineada. Mi radicalización política de entonces no varió los esquemas relativamente simples que defendí desde una adolescencia agresivamente antiperonista: odio a todos los fascismos, defensa del socialismo como el sistema más justo y dignificador del ser humano expoliado por el capitalismo, lucha por los derechos humanos, ataque frontal a dictaduras de déspotas o de grupos rapaces y autoritarios.
Estábamos en los umbrales del 68; Colombia no quedó por fuera de esa ola de rejuveuecimienío del mundo, ni del grito de "la imaginación al poder". Todos creíamos que el mundo podía cambiarse. Yo también lo creía, con intrepidez y progresivo envalentonamiento. Me olvidé que, jurídicamente, no era ciudadana colombiana. Hice declaraciones imprudentes en "El Tiempo" sobre la primera ocupación militar de la Universidad Nacional, bajo el gobierno del Dr. Carlos Lleras. Quizás tuvo razón al firmar mi expulsión del país, porque mis continuos desacatos a la autoridad debían ser intolerables. Pero el plebiscito que se levantó instantáneamente en Colombia, los centenares de cartas que recogieron pacientemente, junto con firmas y adhesiones, dos de mis discípulas amadas, Aseneth Velásquez y Pilar Caballero; la intervención efectiva del Dr. Gutiérrez Anzola, el irrestricto apoyo de los amigos que me ponían esparadrapos para que no hablara, Hernando Santos, Rogelio Salmona y Guillermo Angulo, condujeron al presidente a revocar la medida. Quedé en deuda con toda Colombia. Prohibida en las universidades siempre encontraba otra mano tendida; la de David Manzur, en cuyo estudio di mis clases; la de un grupo de amigos que financió el libro "Historia abierta del arte colombiano"; la de los directores de Museos norteamericanos que me ayudaron a ganar la Beca Guggenheim, que me permitió escribir "Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas", la de la Universidad de Popayán que rompió el veto y me invitó a dictar conferencias; la de la Contemporánea, con mis amigos Villar Gaviria. Una patria es, también, el lugar del encuentro; el calor de las amigas, Ana Vejarano, Beatriz Salazar, Emma Araújo, Mireya Zawadsky, Lía Ganitsky. En 1967, mi divorcio de Alberto Zalamea, después de haber crecido juntos pero de manera distinta durante 16 años, sin perder nada del mutuo aprecio y respeto, me relacionó con otros solitarios; una bohemia de intrincadas discusiones sobre todo, en el miserable escenario de "El Cisne", nos reunió noche a noche a Fernando Martínez y Rogelio Salmona, a Jacques Moseri y Ana Mercedes Hoyos, a Nicolás y Estela Suescún, y a la incomparable Feliza Burztyn. Estreché lazos con otras amigas más pavesianas, más cerca de la soledad y la libertad, como Rita de Agudelo, Alicia Baraibar, Beatriz Daza. Alguna vez nuestro anfitrión fue un gran amigo de todas, Belisario Betancur. Entre las pavesianas contaron las mujeres de La Tertulia, pero en especial Maritza Uribe, Ciloria Delgado, Sofy Arboleda. Cambiaron la consigna del 68 usaron el poder con imaginación. En 1968 recorrí América con mis dos hijos y en el 69 resolví vivir con el crítico literario Angel Rama y partí al Uruguay. "El Cisne" fue, casi en pleno, al aeropuerto. No me saqué los anteojos oscuros en todo el larguísimo viaje, porque no podía parar de llorar.
No era sólo por irme de mi país, y alejarme transitoriamente de mis hijos y los amigos. Todas las esperanzas se veían más frágiles. ¿Intuíamos las represiones y los éxodos? Desde el 69 hasta ahora, he vuelto a Colombia ritualmente, en primer lugar para consentir a mis nietos; he seguido escribiendo sobre sus artistas y discutiendo ardientemente lo que considero estafas o frivolidades. Las intuiciones se cumplieron y el sur cayó en manos de las pandillas salvajes; primero Chile, luego Argentina y Uruguay.
Los viajes periódicos a Centroamérica, brutalmente convulsionada, debieron suspenderse. Hubo relámpagos de felicidad, como el triunfo de la revolución sandinista, pero la tierra bajo los pies se volvió peligrosamente movediza. Las dinastías colombianas se sucedieron unas a otras, sirviendo casi siempre los mismos intereses. De pronto, un candidato de otra extracción, decidido a impulsar cambios profundos, produce el milagro; el pueblo colombiano respira de nuevo y se reinstala lentamente en la esperanza. Este presidente Belisario Betancur, llamó hace dos meses a nuestra casa en Washington, para ofrecernos posada y trabajo, al enterarse que el gobierno de los Estados Unidos nos había negado la visa de residencia y afrontábamos la deportación. Me preguntó, "¿querría recibir la nacionalidad colombiana? Dije que sí sin pensarlo dos veces. Su generosidad nos abrumó, su intercesión por nosotros en el almuerzo con Reagan fue una noticia que dio la vuelta al mundo a través de las agencias noticiosas; la Casa Blanca, apretada por los periodistas, tuvo que declararse enterada del caso, aunque no tenía nada que decir al respecto. El "caso", que Angel Rama llevó hasta sus últimas consecuencias jurídicas para sentar, al menos, un precedente de protesta, es una ignominia. Yo recibí una notificación de los Servicios de Inmigración declarándome inelegible para vivir en los Estados Unidos, sin tomar en cuenta que, durante los dos años que trabajé ahí, fui invitada por catorce universidades y colleges a dictar clases, cursos y conferencias, (entre ellos Harvard y Stanford, Maryland, Brandeis, Oberlin, MIT, Princenton.) ni que acabo de recibir una beca de trabajo del más importante organismo cultural oficial, para escribir un libro sobre el arte moderno en América Latina, que será publicado en edición bilingue en 1983. A medida que crecía mi indignación y desprecio por una acusación mentirosa y repugnante, sin duda alimentada por la CIA, la felicidad de recibir la ciudadanía colombiana de manos del primer presidente popular que conozco en Colombia, se concretó. A diferencia de Angel Rama, yo preferí no pleitear con los servicios de Inmigración de los USA. La absoluta ignorancia que tienen sobre nosotros, sus continuos errores de táctica, fruto de esa ignorancia; sus nefastas intromisiones, y el concepto de que somos ciudadanos de cuarta, sólo buenos para subempleos que no haría ningún americano que se respete, me producen un rechazo irreprimible.
Volveré a USA si levantan la falsa acusación que me imputan, porque los sectores universitarios, intelectuales y críticos han mostrado consternación y franca solidaridad pero la permanencia temporaria quedó cancelada.
Después de este oscuro enfrentamiento con el neo-macartismo, la recepción en Colombia fue como renacer. Tal vez no imagine el Presidente Betancur hasta qué punto su concesión de mi ciudadanía me ha devuelto la autoestima y el deseo de trabajo y lucha. Dos ángeles guardianes, María Angela Tavera, de Presidencia, y Wilma Safra, del Ministerio de Relaciones Exteriores, me acompañan a todas partes, como en los mosaicos bizantinos. Así se ha logrado una nacionalización relámpago, que me ha dado patria, documentos, estímulo, y también redobla mis responsabilidades.
Me considero un ciudadano libre de toda sospecha, dispuesto a trabajar por el país aquí y en el extranjero.