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¡Me pido no!

Cada vez más congresistas se declaran impedidos para votar proyectos cruciales; sin embargo, no todos lo están.

30 de octubre de 2004

"Me parece absurdo su impedimento. Es comprensible que en las épocas en que eran novios, usted siempre tuviera que decirle que sí al Ministro. Pero ahora que están separados tiene la libertad de decirle que no". Con esta irónica frase, el pasado miércoles 13 de septiembre, poco después de haber empezado el debate en la comisión primera de la Cámara, el representante Luis Fernando Velasco dejó sin argumentos a su colega uribista Sandra Ceballos. Ella se había declarado impedida para votar la reforma pensional que presentó el gobierno al exponer una razón bastante particular: "No puedo votar esta iniciativa porque soy la ex esposa del ministro de Protección Social, Diego Palacio", dijo.

Como Sandra Ceballos, otros 16 miembros de la comisión se declararon impedidos. La mayoría de ellos argumentaron que no podían votar porque reciben una pensión del Estado o porque están cobijados por el Régimen de Transición de la Ley 100. Al otro día, una comisión de representantes señaló que ante un tema tan general y tan importante para el país, los argumentos esgrimidos por los congresistas no justificaban que se abstuvieran de votar la iniciativa.

Y aunque la lluvia de impedimentos no es algo nuevo, cada vez más congresistas ponen a consideración de las plenarias o de las comisiones su imposibilidad de votar. Así, por ejemplo, en una de las primeras discusiones a la reforma tributaria en el Senado, Mario Salomón Náder se declaró impedido por tener un hermano notario y en el debate al tema pensional, el senador Juan Gómez Martínez pidió a sus colegas que lo dejaran abstenerse de votar por tener más de 65 años.

Cuando algún congresista siente que la aprobación de un proyecto afecta su patrimonio o beneficia sus intereses particulares o los de algún pariente cercano, lo más sensato es que no vote ni a favor ni en contra. Si así lo hiciera actuaría en contra de la ley corriendo el riesgo de perder su investidura. Al fin y al cabo desde 1991, al menos 35 congresistas la han perdido por indebida destinación de recursos públicos o por tráfico de influencias. El temor a ser investigados también se debe a los altos costos que representa defenderse ante el Consejo de Estado: en promedio, cada proceso de pérdida de investidura le cuesta al acusado 20 millones de pesos.

Y aunque muchas peticiones de impedimento de voto responden a un compromiso de los parlamentarios con la ética política, en los últimos meses también se ha visto que muchos congresistas no lo hacen solamente motivados por hacer más transparente la actividad política. Utilizan el régimen de inhabilidades como estrategia para evitar la formación de mayorías, para quitarles juego a quienes se oponen a sus proyectos o simplemente, para dilatar los debates.

Claro ejemplo de lo anterior fue la amenaza del senador Héctor Elí Rojas de acusar ante la comisión de ética del Senado a cerca de 30 de sus colegas por estar impedidos para votar la reelección, o la recusación que hizo la representante María Isabel Urrutia a 26 parlamentarios de la plenaria de la Cámara para que no votaran la reglamentación del estatuto antiterrorista por ser reservistas de las Fuerzas Militares. Si bien ambos proyectos fueron aprobados en los respectivos debates, el tiempo invertido en las discusiones sobre los impedimentos y las recusaciones puso en peligro su trámite.

En toda democracia se requieren normas que vigilen la actividad de los políticos y que apunten a la transparencia en el manejo de los recursos públicos. En 1991, Colombia aplaudió un nuevo régimen de inhabilidades que pretendía cortar de raíz prácticas políticas que se habían convertido en foco de abusos y de corrupción. Por eso es indispensable que los congresistas lo acaten siempre y cuando sea necesario. Lo que no se justifica es utilizar la ley como pretexto para hacerles el quite a temas cruciales para el futuro el país. Mucho menos con argumentos tan poco sólidos como el de tener cierta edad, el de ser reservista del Ejército o el de haber estado casado con un ministro.