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El 31 de diciembre de 2006 Fernando Araújo pudo escapar delcampamento. En sus memorias cuenta que desde el primer instante del secuestro empezó a planear su fuga. Jorge Eduardo Gechem relata la monotonía de la vida en las selva

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Memorias del cautiverio

En el año que pasó, cuatro desgarradores testimonios de secuestrados que se fugaron o fueron liberados. Fernando Araújo, Eduardo Gechem, Luis Eladio Pérez y John Frank Pinchao relatan sus penurias y hasta dónde puede llegar el ser humano por la libertad.

4 de enero de 2009

El Trapecista
 
Fernando Araújo soportó seis años de secuestro. En un intento de rescate encontró la oportunidad de fugarse y, tras cinco días de sobrevivencia, recobró la libertad
 
"La información reunida para rescatarme era A1. Mapas, fotos, coordenadas, la información completa. Todo estaba listo. Se analizaron minuciosamente varios cursos de acción hasta que el Comando General de las Fuerzas Militares escogió el plan que se seguiría, con todos los detalles, incluido, por ejemplo, que cada que cada hombre llevara en la manga de su uniforme mi fotografía plastificada con el fin de identificarme plenamente (...)

"Para comenzar la operación, el general González había ordenado realizar, desde el mes de noviembre, operaciones de engaño con helicópteros que sobrevolaban la zona y carros y camiones en la carretera para que los guerrilleros se acostumbraran al movimiento, para ver cómo reaccionaba Martín Caballero (...)

"El 19 de diciembre entraron al terreno los primeros soldados. Ese mismo día el presidente de la república, Álvaro Uribe, llamó a mi papá: "Tenemos la ubicación exacta de donde está Fernando. Queremos la autorización de la familia para rescatarlo".

"El 31 de diciembre llegó el aviso para iniciar la operación: a las 8 de la mañana. A esa hora el presidente Uribe llamó a mi papá: Don Alberto, los helicópteros en están en vuelo(...)

"De pronto, una ráfaga de ametralladora interrumpió (...). Eran las 10:15 de la mañana. Instantáneamente decidí escaparme, me tiré al piso, comencé a arrastrarme. Mientras tanto, los helicópteros entraron sobre el campamento, disparando y desembarcando las tropas que se descolgaron por cuerdas (...) . Las fuerzas especiales entraron en combate (...)

"El primer disparo fue un grito de libertad para mí. "Vinieron por mí", me dije, sintiendo júbilo en el corazón. ¡Al fin, Dios mío! Era el momento que había esperado durante seis años; el milagro que tanto había perdido. No dudé un instante. "Me voy o me matan", pensé, y me tiré al piso, comenzando a arrastrarme hacia mi ruta de escape, en medio de las balas que zumbaban a mi alrededor y herían el suelo. Me arrastraba con el radio en la mano izquierda. Me detenía bajo los árboles a esperar que pasaran las ráfagas de las ametralladoras. Pensaba en la muerte, pero no sentía miedo (...) Así llegué hasta donde estaban unas letrinas ya tapadas, pero con restos de papel higiénico en el suelo. Movido por el asco me paré y corrí con cuidado, alerta, mirando a todos lados. Era mi momento (...) Llegué a la poza de agua y la atravesé con el agua en la cintura. Caminé por un terreno plano hacia el norte y fue cuando me acordé de las minas. Sabía que el terreno estaba minado y dudé un momento. ¿Qué hacer?

"Me salí del sendero y caminé con cuidado con todos mis sentidos coordinados, concentrado, atento. "Papá Dios, el Ejército está haciendo lo suyo, que es venir a rescatarme; yo estoy haciendo lo mío, que es huir; haz tú lo tuyo, protégeme y no me dejes caer en una mina" recé. Me puse en sus manos y seguí con confianza (...)

"Había contado 18.000 pasos y estimé que ya podía detenerme (...) Decidí descansar para seguir en la mañana. Me acosté como pude, mirando la luna. Calculé que ya había pasado la media noche y que estábamos en Año Nuevo. Pensé en mi gente y mi familia. Me sentía eufórico, feliz, esperanzado. "Este año me desquito", me dije, "hoy me tocó solo, pero será la última vez". Con esa esperanza me dormí por raticos (...).

"Me enfrentaba a varios cerros empinados, llenos de espinas, pero no me desanimaba. Hasta cuando llegué a la cima de un cerro que no pude franquear. Era un matorral espinoso que intenté cruzar, pero no lo logré (...) "¿Qué hago? ¿Qué hago?", me preguntaba (...)

"Aunque me sentía impotente frente a la realidad, me llenó un sentimiento de orgullo por haber sido capaz de escaparme, por haber tenido el coraje de hacerlo a pesar de los peligros, por haber actuado de acuerdo con mis principios. Un sentimiento de satisfacción por haber respondido a mi responsabilidad moral de luchar, de rebelarme contra el secuestro. "Ha valido la pena auque sólo sea para llegar hasta aquí", concluí satisfecho. A partir de este pensamiento recuperé mi confianza y mis deseos de luchar, de no rendirme. "Vale la pena seguir luchando. Tengo media vida por delante", pensé y me animé. Me levanté decidido. Di un rodeo buscando otro camino y subí una pequeña cuesta. Allí se me apareció un milagro: dos pequeños cactus, como los que había conocido y probado un día del agosto pasado. "Agua, agua, encontré agua", grité en silencio y pateé uno de ellos para arrancarlo del suelo (...)"
 
***
 
¡Desviaron el vuelo!: viacrucis de mi secuestro
 
Jorge Gechem relata el mes en que se quedó inválido y habla de los insólitos regalos de bultos de naranja y de paletas de chocolate.
 
“A los 50 metros, nos encontramos de repente con la “cárcel del pueblo”, era una jaula de malla, con alambre de púas, una puerta con cadenas y un candado grande. Se veía la aglomeración. En ese momento, estaban ahí 30 compañeros. Entramos y ‘Veneno’ nos ordenó que nos enumeráramos. Nos dijo a Gloria (Polanco) y a mí: “Usted es la prisionera 31 y usted es el 32, así seguirán figurando” (...) La sensación era denigrante, uno se sentía preso y perdía su identidad (...)

“Había una cárcel peor que la “cárcel del pueblo”, era la cárcel de un día tranquilo, la obligación de llenar cada una de sus horas huecas. Estábamos sometidos a una tediosa rutina, cada hora era una especie de hueco por donde se nos filtraba la vida. (...)
“Un día nos encontrábamos de ‘lanzas’, de turno, Gloria y yo. Nos correspondía hacer el aseo de la cárcel, de los baños, del dormitorio, del patio y servir los alimentos. Glorita servía el seco, la sopa; a mí me tocaba lo más suave, servir el agua de panela o el mute de maíz. La verdad, no tenía la capacidad suficiente para desempeñarme bien porque tan pronto llegaban los alimentos, nos abalanzábamos sobre las ollas y queríamos que nos sirvieran de primeros. Terminamos de servir el refrigerio como a las 3 de la tarde, tinto o agua royal.

“Por el afán de agacharme rápido a coger un papel para demostrar que éramos juiciosos en el día que nos correspondían los oficios, me agaché y sentí un corrientazo terrible, como si una cuchilla de energía eléctrica se descargara sobre mis espaldas. Quedé sentado, agachado, con un dolor inmenso, no me podía levantar. Ya me estaba cayendo cuando mi paisano Orlando Beltrán inmediatamente se paró y me cogió de los brazos.
“Me tendieron en un plástico y llamaron al enfermero para que viniera lo antes posible con el fin de aplicarme voltarén. No podía moverme. Estuvimos dos horas pendientes de que llegara el enfermero. En algunos momentos gritaba del dolor y el enfermero no llegaba.

“Por el nerviosismo y la preocupación me dio un fuerte dolor en el pecho, era como un ataque cardíaco. Sentí como si la pata de un elefante se me pusiera allí en el corazón. La angustia era grande, y Luis Eladio y los norteamericanos me hacían masajes. Finalmente me suministraron una inyección de voltarén. Entonces me dieron ganas de ir al baño y Orlando con un norteamericano me alzaron y me llevaron al baño. Había terminado mis necesidades cuando sentí otro ataque fuerte al corazón. Me llevaron al plástico e inmediatamente Íngrid, los norteamericanos y todos me hicieron masajes, estaban desesperados.

“(Los guerrilleros) se angustiaron ante mi gravedad y me sacaron a un sitio distante, para que el enfermero de la guerrilla me estuviera haciendo masajes. Estuve con un guerrillero casi tres semanas, yo no me podía parar y al guerrillero le tocaba sentarme para hacer mis necesidades y limpiarme. Le tocaba bañarme. Llegué a la conclusión de que en esas condiciones no valía la pena vivir (...)

“Viví la experiencia de aguantar hambre varios días, sobre todo en travesías. Después de partir a las 5 de la mañana, caminábamos todo el día y llegábamos a las 7 de la noche. Ellos prendían la candela para hacer una sopa de arroz y pasta, y nos llamaban a las 9 de la noche a tomarla. En mi caso, no me levantaba, pues tocaba sin linterna. Para mí era demasiado arriesgado caminar en la oscuridad (...)

“Sin embargo, la vida tiene sus paradojas, ofrece alegrías aun en las condiciones más desdichadas. Eso nos sucedió en esas largas travesías, donde la comida era muy precaria (...) Un día estábamos en un sitio de descanso y llegaron con medio bulto de naranjas para cada uno, era un regalo que nos caía del cielo.

“De la misma ansiedad, uno se comía con gusto la segunda, tercera, cuarta naranja, pelándola con sumo cuidado para aprovecharla al máximo (...) estábamos llenos, entonces hacíamos jugo de naranja. A pesar de que tomábamos y tomábamos, nos seguían sobrando. Al otro día, no podíamos agregar nada más a los maletines (...) Por eso, había que consumirlas con exageración, pero luego, coincidíamos todos, teníamos fuertes dolores de estómago.

“En algún sitio estábamos levantándonos, cuando llegaron con una paleta deliciosa, cubierta de chocolate. A las 5 de la mañana. ¡Una paleta! ¡de chocolate! ¿esto qué es? Imagínense el agrado con que recibí y degustaba esa paleta (...) Gloria me regaló la suya, a ella no le gustaban las paletas. A Arbey Delgado le propuse cambiarle la paleta por lo que fuera, por carne cuando llegara, por pescado, y él amablemente me regaló otra porción de la suya”. (...)”
 
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7 años secuestrado por las Farc
 
Así relató Luis Eladio Pérez su encuentro con Íngrid y las penurias que vivió en la selva.
 
“Esos primeros días fueron terribles. Primero, porque me fueron internando en lo profundo de la selva y tuve que hacer un esfuerzo físico sobrehumano para mantener el ritmo de ellos, pues, además de que las caminatas eran larguísimas y durísimas, yo no tenía el estado físico de quien hace deporte de manera regular (...) Durante los dos primeros años estuve íngrimo, solo, sin la compañía de otros secuestrados, terminé hablando con los árboles, pues los comandantes les prohibían a los guerrilleros que hablaran conmigo (...) siempre se mantuvo esa restricción, sobre todo durante estos dos primeros años en la cordillera. Incluso llegó un punto en que sentía la cara tan petrificada por no hablar, que cuando una guerrillera me prestó un espejo yo me dediqué a hacer ejercicios frente a él, gesticulaba para tratar de recuperar el movimiento, tenía la cara paralizada, pues nunca hablaba con nadie (...)Tampoco veía el sol, la selva es increíblemente tupida, incluso la ropa la teníamos que secar por las noches en las fogatas.

“Dos años en esta situación, día tras día, hasta cuando me sacaron para unirme con los demás grupos (de secuestrados). Este recorrido lo hicimos por Ecuador, pasamos por el río San Miguel y dormimos en territorio ecuatoriano. Cuando llegué a ese río me sentí en Cancún, porque era un paraíso, un río espectacularmente bello, con arena, agua cristalina ¡y sol! (...)

“Eran las 5 de la mañana del 22 de agosto de 2003 y estábamos a orillas del río Yarí (Caquetá). Primero vi una figura conocida y luego me di cuenta de que era Íngrid Betancourt. Me acerqué corriendo con mucha alegría, hacía dos años que no veía a nadie distinto a los guerrilleros (...) Yo la conocía, pues habíamos sido compañeros en el Senado, éramos simples conocidos y, sin embargo, me saludó de una forma muy afectuosa. Al principio no me reconoció, estaba muchísimo más delgado, el pelo largo y con barba, pero cuando me presenté fue aun más amable; y comenzamos a llorar. Al minuto vi a Clara Rojas. Yo me acerqué a saludarla “Me imagino que tú eres Clarita”, y cuando iba a darle un beso, me respondió: “No, a mí no me diga Clarita, dígame Clara”, y me dio la mano. En circunstancias como ésas lo mínimo que esperaba era un abrazo, solidaridad, estábamos viviendo una tragedia. No hubo química. (...)

“El olor a selva es un olor bastante particular, un olor húmedo, a tierra, sí, es como de humedad, un olor que se impregna en la ropa, en la piel, que se expele en el sudor. Me impresionó mucho al principio, cuando un guerrillero se acercó y sentí por primera vez ese olor, por supuesto que con el tiempo yo también lo adquirí, claro. Y entre nosotros, entre los compañeros, no sentíamos repulsión por el olor porque convivíamos con él.(...)

“La enfermedad más impresionante que tuve fue el “pito”, si no se ataca a tiempo, es mortal porque se lo come a uno, de pies a cabeza. La gente en la selva le tiene mucho miedo porque es difícil conseguir la droga. Esas inyecciones no eran dolorosas, pero producían un dolor de cabeza insoportable (...) La dosis normal de inyecciones es entre 60 y 80, pero como no me cicatrizaba, tuvieron que aplicarme 200 inyecciones, casi el triple de lo normal. La inyección no se aplicaba en su totalidad, sino que se dejaba un remanente. Se utilizaba un poquito que infiltraban directamente en el sitio donde estaba la llaga. Esas infiltraciones sí eran muy dolorosas. A mí no pudieron hacerme esas infiltraciones por el peligro que representaba el sitio donde se me había presentado la leishmaniasis, justo en el lugar donde el flujo venoso es tan significativo, en plena sien. (...)”
 
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Mi fuga hacia la libertad
 
La increíble huída de Jhon Frank Pinchao, que huyó por un río sin saber nadar.
 
“En ese diciembre de 2006 observamos que un guerrillero se quedaba dormido mientras nos custodiaba (…) fue cuando nos asaltó de nuevo el virus de la fuga (…) el problema no era salir del campamento, sino mantenerse en la selva y sobrevivir en esas condiciones tan adversas (…) Ahora quedaba lo más difícil: ¡meterse al agua sin saber nadar! ¿Cómo solucionar este problema? Pues consiguiendo un flotador (…) Cogí un galón, me lo puse en el pecho, me amarré las mangas en la espalda y entré temeroso al río (…) como el galón flotaba, empezó a apretarme a la altura de la garganta y me costaba trabajo respirar (…) en una de esas descuadradas del galón alcancé a tomar agua y creí que me iba a ahogar. Me desesperé (…) en cuanto apareció un curva recordé cómo nadaba un compañero del Ejército que se encontraba conmigo, que se iba al centro del río y se devolvía nadando con todo lo que le daban sus brazos. Me inspiré en él y nadé fuertemente hacia la orilla (…)

“ De pronto oí unos ruidos aterradores. Era el tigre, pero tuve suerte porque yo estaba en la otra orilla. ¿Y qué tal que al olfatearme pudiera pasar el río y llegar hasta el lugar donde yo estaba durmiendo? (…) Cuando estaba acostado empezó a pasar un avión repetidamente, que por su sonido lo identifiqué como el avión de inteligencia (…) empecé a saltar y a moverme de un lado para otro para que me pudiera identificar como un ser humano (…)

“En horas de la mañana, después de haber avanzado unos kilómetros, apareció un pueblo que me causó gran alegría (…) pregunté por la fuerza pública y, buenas noticias, allí se encontraba un comando jungla de la Policía (...) Cuando los vi me abalancé para abrazar al policía que me atendió (…) me ofreció un teléfono para que llamara a mi madre, pero yo le respondí que no quería que se supiera de mi libertad hasta que no lográramos traer a los compañeros que se habían quedado en el campamento del que me volé. Me respondió que yo ya había hecho lo mío y que ellos se encargarían del resto, que yo tenía que regresar a la libertad (…)”