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Mis arrugas

27 de agosto de 2001

Nunca ha de fiarse uno de la mujer que le diga su verdadera edad. Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo.



Oscar Wilde

No podría vivir sin ellas. Son mis cómplices, me acompañan a todas partes y hacen parte de mi identidad. Gracias a ellas tengo, desde hace ya unos años, la cara que merezco. Las que encontraron refugio en la esquina de mi mirada nacieron de un amor no correspondido, de un imposible encuentro, de una pasión demasiado breve, de una angustia materna y de algunas noches de insomnio. Las que habitan en las comisuras de mis labios son las de la risa, del humor, de la nostalgia, de la felicidad y de la ternura. No sabría vivir sin ellas.

Algunas mujeres me han preguntado por qué no me hago la cirugía estética, esa cirugía que lo aplana todo, pero sobre todo los recuerdos y la memoria, asegurándote que a los 58 años puedes lucir nuevamente de 38... Y díganme, ¿por qué lucir de 38 cuando se tienen 58? ¿Por qué renegar de la cara, de la piel y sus surcos, cuando expresan años vividos, dolores y risas que han moldeado la expresión y que le han dado un reflejo a la mirada y un sentido a la sonrisa? Las arrugas sólo atestiguan que uno ha vivido, y no renunciaré a ellas por nada. Tengo 58 años y no renegaría de uno solo de ellos. No quisiera perder en los breves y certeros movimientos de un bisturí la década de los ochenta, década de mi clara decisión de trabajar con y para las mujeres de este país, década del nacimiento del Grupo Mujer y Sociedad de la Universidad Nacional y de la adolescencia de mis hijos; no quisiera negar la década de los noventa, durante la cual descubrí en mí, gracias al aprendizaje de la sororidad —expresión femenina de la fraternidad—, una fuerza tranquila que me permite afianzar mis escogencias de vida en este complejo país al que aprendí a amar poco a poco.

Por cierto, me cuido, como razonablemente, ya no fumo y me gusta caminar en esta Bogotá que ya nos lo está permitiendo. Sé por fin quiénes son mis verdaderos amigos, sobre todo amigas, y descubro lo delicioso de saber decir no cuando es preciso.

Además, mirando a los hombres de mi edad, he comprendido que las mujeres no envejecemos solas... Nuestros amigos, nuestros compañeros envejecen al mismo tiempo, al mismo ritmo que nosotras, y a veces más dramáticamente que nosotras. Conozco a los hombres de 55 o de 60 años. Nada envidiables: barriga naciente y a menudo más que naciente, calvicie evidente, gorditos en la cintura, potencia sexual bastante afectada, andropausia y compañía. La cultura, siempre más benévola con los hombres que con las mujeres, nos quiere hacer creer que envejecemos solas... ¡Pero conmigo no lo logró! Mis amigos varones me acompañan en esto y no siempre lo viven bien, a pesar de que soportan una mirada más generosa sobre sus canas y sus marcadas arrugas en la esquina de su mirada. Al contrario, pareciera que estos hombres de 55 ó 60 años, tan moldeados por el tiempo como cualquiera de nosotras, son unos seductores... Seductores tal vez, pero máximo hasta las once de la noche... porque después de esa hora, ¡no les cuento! ¡Y nadie lo cuenta! Incluso puedo asegurar que las mujeres, en general, envejecemos mejor que los hombres. Hemos pospuesto tantas cosas, tantas pasiones, tantos viajes, tantos encuentros, que este tiempo que nos regala la vida una vez hemos superado los 60 puede convertirse, para las mujeres de mi generación, en una posible fiesta.

Arrugas y canas me seguirán acompañando. Borrarlas, negarlas, equivaldría a traicionar lo que ahora soy; sería como renegar de esos momentos de vida que me construyeron; como renunciar a la imagen que me devuelve el espejo cada mañana; como no aceptar la identidad que por fin me define, me da un nombre y a la vez me permite nombrar a quienes me han amado y aún me aman. Por fortuna conozco hombres que también se reconocen en mis arrugas, y no los sepultaré por medio de una cirugía estética.

Ahí están mis arrugas, grabadas en mi piel, y les prometo que seguirán ahí. Definitivamente quiero a mis arrugas, y con ellas la edad que tengo.