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Diomedes Díaz, 1957-2013 | Foto: Cortesía Sony

OBITUARIO

Se fue el Cacique Diomedes Díaz

El fallecido cantante Diomedes Díaz marcó el folclor nacional. Fue un polémico genio musical que entrará a la historia cultural colombiana.

Alonso Sánchez Baute*
4 de enero de 2014

La de 2013 en Valledupar fue una Navidad rara. La tristeza se desgajaba a chorros por entre los palos de mango, esparcida por la fuerte brisa que baja de la Sierra Nevada. Sin distingos de pelambres, el pueblo lloraba la muerte de su ídolo, el cantante Diomedes Díaz, ocurrida el domingo 22 de diciembre. El alcalde Fredys Socarrás decretó duelo los cuatro días que duró la velación en la Plaza Alfonso López, al tiempo que cada comercio homenajeó al músico haciendo estruendo de decibeles con sus canciones.

Doy fe de haber visto a un señor arrodillado golpear con su sombrero el pavimento, del que brotaba ese vaho que al mediodía semeja una olla de aceite hirviente. Se quejaba: “¿Por qué nos abandonaste?”; y como quien descubre el hielo, a una niña le oí decir: “Ya tengo algo importante para contarles a mis nietos”, y entendí que por eso Cien años de soledad se estudia en las universidades gringas como si fuera una Biblia fundacional. También oí a una señora, de luto cerrado, gritando: “¡Mi vida ya no tiene sentido!”; y vi a otro hombre, de piel curtida y rasgos wayúu –de esos machos que no expresan en público ni siquiera el dolor por la muerte de un hijo– con los lagrimones escurriéndosele por debajo de las Ray-Ban.

Un veinteañero me habló de las diez veces que desfiló frente al cadáver del “Papá de los pollitos”. Siempre que lo hizo fotografió a su ídolo, un hombre de quien se dice se acostó con más de 400 mujeres y regó con su simiente la comarca, aunque solo reconoció a 18 hijos: los que le heredaron el lunar detrás de la oreja izquierda.

Más de 30.000 personas acompañaron el féretro hasta su morada final, de donde hubo que obligar a salir a un grupo de seguidores que impedían su sepultura. Haciendo gala de la simbología vallenata, Diomedes fue enterrado a 200 metros del río Guatapurí, debajo de un palo de mango, con la cabeza mirando hacia la encanecida Sierra Nevada. Su tumba, cubierta por una bandera de Colombia y cientos de flores, además de su nombre y las fechas de su existencia muestra una imagen de la Virgen del Carmen, la patrona a la que dedicó los 33 álbumes y las 424 canciones que grabó, 89 de ellas de su autoría.

Una semana después del sepelio, sus familiares solicitaron a las autoridades seguridad en la tumba, luego de que la tierra que la cubría comenzara a comercializarse a 10.000 pesos la bolsita de plástico y de que una persona intentara profanar el ataúd para cortar parte del cabello del Cacique, aduciendo que hacía milagros.

Ahora no está solo. Además de los cuatro policías que vigilan su tumba en el cementerio Jardines del Ecce Homo, lo acompaña una romería de fanáticos. Al constatar las placas de los vehículos estacionados frente al camposanto, pocas aparecen registradas en Valledupar. En su lugar, se repiten nombres como Cali, Bogotá, Cúcuta y Manizales. Las visitas no se limitan a entusiastas nacionales y, así como Keila Gálvez vino desde Calgary, Canadá, José Ordoñez y su señora –quienes planeaban pasar Año Nuevo con sus hijos y nietos en Santa Marta– arribaron de Maracaibo primero a Valledupar, ansiosos de conocer el lugar que hoy hospeda el cuerpo del hombre que les dio a conocer el vallenato.

Más allá de su talento artístico y de la polémica sobre si fue un buen o mal ejemplo para nuestra sociedad, aproveché la visita navideña a la casa familiar para darme a la tarea, como escritor y periodista vallenato, de entender las razones que en vida hicieron de este hombre un ídolo y que, con su muerte, hacen que muchos quieran deificarlo.

Diomedes nació en 1957 en cuna de paja (casi en un pesebre, ese cajón donde se da de comer al ganado) en Carrizal, un caserío del corregimiento de La Junta, en los lindes de Cesar y La Guajira. De niño vivió en la pobreza. Comenzó a trabajar a los ocho años como espantapájaros y le ayudó a su mamá a vender fritos en la puerta del cinema de Villanueva. Con una voz prodigiosa, pronto se nutrió de fama y alimentó con drogas las noches de parranda hasta convertirse en el cantante que más discos ha vendido en la historia colombiana.

Callado, casi enigmático, no le gustaba salir de su casa ni se preocupaba por las relaciones públicas o por echar cuentos alegres para ganarse a la gente. Todo se le perdonó a lo largo de sus 37 años de carrera musical: el incumplimiento en sus presentaciones, la adicción a la cocaína, el escándalo marcado tras la muerte de una seguidora, el machismo y hasta la infidelidad tolerada por sus 11 viudas. Era un hombre de pocas rabias que cuando cogía alguna se exaltaba, abandonándola rápido. Hay una anécdota según la cual el acordeonero Omar Geles intentó robarle protagonismo discurseando ante sus seguidores. En la tarima, frente a todos, Diomedes le ordenó “¡Geles, toca el acordeón!”, una frase que hizo carrera y hoy invocan sus seguidores cuando pretenden obligar a alguien a cumplir alguna orden.

Su muerte, ocurrida aparentemente por una arritmia cardiaca, era una crónica anunciada. Más que preocuparle, el cantante parecía retarla, como cuando bromeó en una entrevista concedida a Ernesto McCausland: “Si yo supiera que uno sirviera más muerto que vivo, yo me muriera hoy, pero no sé…”.

Tuvo un primer infarto hace seis años. Pero quizá porque en otras dos ocasiones ya le había hecho el quite a la muerte –en 1979 en un accidente de carro, donde murió su tío Martin, y en 1994, cuando llegó tarde a tomar el avión que se llevó a su amigo Juancho Rois–, Diomedes no cuidaba su salud. Doce horas después de aquel infarto, su cardiólogo lo encontró devorando dos pollos fritos y cinco arepas. Un par de años después sufrió un infarto en Valledupar y luego otro en Bogotá. Esto sin contar la neumonía y el síndrome de Guillain-Barré al que sobrevivió mientras era juzgado en 1998 por el asesinato de su seguidora Doris Adriana Niño, cuando tan solo sus párpados quedaron en movimiento. Hubo que organizarle las 24 horas del día un equipo de terapia física y emocional.

A pesar de tantas enfermedades, era un indio de casta con una fortaleza de hierro.

Que su nombre se adjetive como humilde, sencillo o generoso no es suficiente para explicar el mito. Valledupar es un pueblo de cantantes y acordeoneros. Es frecuente toparse a músicos como Poncho Zuleta, Jorge Oñate o Silvestre Dangond quienes, a pesar de su fama, no generan el magnetismo de Diomedes: cuando salía de su casa, los fanáticos lo rodeaban para hablarle o tocarlo.

Meses antes de su muerte, visitó a un conocido sacerdote de Valledupar. Este me contó que tras confesarlo le dio la comunión para luego emparrandarse ambos, tomando vino frente a un sancocho de gallina mientras Díaz lo complacía cantándole cada canción que le pedía. Como si por su piel corriera miel, Diomedes semejaba a Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, que al derramar sobre su cuerpo la fragancia de todos los seres que había asesinado logró que el tumulto se abalanzara sobre él, devorándolo a pedazos.

El carisma es una capacidad con que nacen pocas personas. Es un magnetismo que desborda a quien lo posee. A Diomedes Díaz le brotaba a borbotones.


* Escritor nacido en 1965 en Valledupar. Autor de las novelas ‘Al diablo la maldita primera’ y ‘Líbranos del bien’ y columnista de ‘El Heraldo’.