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Foto: Juan Zarama Perini

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Mocoa, lección aprendida

La avalancha que afectó a la capital del Putumayo demostró la capacidad de reacción inmediata que tiene el país para responder a las catástrofes naturales. Sin embargo, también reveló que hay un largo camino por mejorar en la prevención.

8 de abril de 2017

En medio del caos y la destrucción causados por la avalancha de Mocoa, los quejidos de los heridos y los gritos de quienes buscaban a sus seres queridos, los habitantes de la ciudad muy pronto oyeron el sonido característico de los helicópteros que se aproximaban con ayuda. En efecto, para sorpresa de muchos, el Estado colombiano respondió de manera inmediata, oportuna y eficaz a la tragedia. No era para menos, pues se ha convertido en un referente continental en atención de desastres, a tal punto que la ayuda de los colombianos fue muy bien recibida en recientes tragedias, como la de Perú. Eso contrasta, sin embargo, con la ausencia de medidas para prevenir estas tragedias, porque, como lo han señalado los expertos, lo sucedido en Mocoa era una tragedia anunciada.

Los primeros en reaccionar a las alarmas municipales fueron los miembros locales de la Defensa Civil. Como relata el coronel Ricardo Alfredo Coronado, jefe del Grupo de Prevención y Acción Integral, muchos de ellos, en su doble condición de víctimas y socorristas, pusieron a salvo a sus familias y comenzaron de inmediato las labores de socorro.

En horas de la madrugada todas las instituciones del orden nacional que conforman el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres sabían que algo muy grave había ocurrido en Mocoa. La Fuerza Aérea, el Ejército y la Policía declararon la alerta roja y desplegaron los protocolos para desplazar a sus miembros a la zona de tragedia. A las cinco de la mañana, el director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) ya le había dado al presidente Juan Manuel Santos el primer reporte de la tragedia.

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A esa hora, un avión transporte Casa 295 de la Fuerza Aérea, con 12 tripulantes, siete médicos y 15 camillas, , estaba presto a despegar para atender las primeras labores de rescate, atención y traslado de heridos. A las ocho de la mañana el presidente viajaba a Mocoa, y hacia el mediodía ya se había organizado el puesto de mando unificado. En ese momento, la Fuerza Aérea trasladaba a Neiva los primeros 19 heridos de gravedad, entre ellos 11 niños, y aviones B727 y C-130 Hércules movían, desde Bogotá, más de nueve toneladas en kits de alimentos y de aseo, carpas y demás elementos.

En la tarde del sábado alrededor de 1.800 personas participaban en Mocoa de las labores de rescate entre las que se encontraban efectivos de las Fuerzas Armadas, policías, socorristas de la Cruz Roja y bomberos. Habían instalado tres plantas potabilizadoras de agua, 30 tanques, 20 carrotanques comenzaban a distribuir agua, y 1.000 ayudas alimentarias, 1.000 kits de aseo y 3.000 colchones estaban listos para repartirlos entre los damnificados.

A la una de la mañana del domingo, ingenieros del Invías y de la Agencia Nacional restablecieron el paso por la vía Mocoa-Pitalito y recuperaron cinco de los siete puentes afectados. En la tarde, el personal había atendido 213 heridos, 68 de ellos en los hospitales de Neiva y Popayán, y la Fiscalía había identificado 170 de los 210 muertos contabilizados entonces.

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El éxito en la atención primaria de la tragedia de Mocoa no es fortuito. Resulta del doloroso aprendizaje que los gobiernos de los últimos 40 años han adquirido a punta de desastres, damnificados y muertos pues Colombia, por sus condiciones geográficas, es vulnerable a esas eventualidades.

En efecto, desde 1979 el país ha sufrido ocho catástrofes de gran magnitud: el tsunami de Tumaco de 1979, el terremoto de Popayán de 1983, la tragedia de Armero de 1985, la avalancha del río Páez, el terremoto del Eje Cafetero, la ola invernal de 2010 y 2011, y las avalanchas de Salgar en 2015 y Mocoa en 2017. Todos ellos han obligado al Estado a construir una institucionalidad, protocolos y mecanismos que hoy día son referente en América Latina.

Incluso, ese conocimiento y efectividad en la atención de desastres han llevado al país a colaborar en las catástrofes naturales de la región. La Fuerza Aérea, la Defensa Civil y la Cruz Roja Colombiana han participado en rescate, organización logística y reconstrucción en los terremotos de Haití en 2010 y Ecuador en 2016, en el tsunami de Chile de 2014 y hace poco en las inundaciones en Perú. Incluso, algunos miembros de estas instituciones ayudaron en el huracán Katrina en Estados Unidos y en el tsunami de Japón.

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“Pocos países en la región tienen los protocolos de respuesta inmediata con los que cuenta Colombia, en especial la Fuerza Aérea, que en últimas es la institución aglutinadora y que hace posible el rápido traslado de todo el personal disponible, de las ayudas y demás implementos y materiales”, afirma el general Carlos Eduardo Bueno, comandante de la Fuerza Aérea de Colombia.

Expertos consultados por SEMANA coinciden en que el punto de quiebre fue la tragedia de Armero. “En la atención primaria de la avalancha se cometieron muchos errores que mostraron que el Estado no estaba preparado en su conjunto para atender catástrofes de grandes magnitudes”, explicó Coronado.

Y es que en Armero sucedieron cosas absurdas que mostraron la deficiencia institucional. Por ejemplo, cuando el miembro de la Defensa Civil Leopoldo Guevara le anunció al alto gobierno que el pueblo había desaparecido nadie le creyó. Como consecuencia de esta gigantesca tragedia, en 1989 nació el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres (SNPAD) conformado por entidades públicas y privadas para coordinar los esfuerzos del país en atender las catástrofes.

Sin embargo, el país no aprendió de inmediato las lecciones de Armero. Cuando en 1994 ocurrió la avalancha del río Páez, el SNPAD mostró fallas graves: nunca hubo un mando unificado y dos días después no habían llegado las primeras ayudas alimentarias; el rescate de heridos y damnificados se llevaba a cabo de forma precaria. Hasta un helicóptero de Caracol Noticias tuvo que participar en las labores de rescate.

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Paradójicamente, también ayudó a mejorar la atención inmediata el conflicto armado por la profesionalización de las Fuerzas Armadas comenzada gracias al Plan Colombia. Las tropas, y en especial la Fuerza Aérea, se volvieron más eficaces en responder a los ataques y neutralizar a la guerrilla: “Cuando nos ordenaban extraer a soldados atacados por la guerrilla no transcurrían más de 15 minutos entre la orden y el despegue de las aeronaves”, relata un funcionario del Ministerio de Defensa.

Otro hito llegó con la ola invernal de 2010 y 2011. Según el exministro de Vivienda Luis Felipe Henao, si bien Colombia venía desde hace un par de décadas mejorando en el tema las inundaciones causadas por el fenómeno de La Niña, que dejaron más de 2.300.000 damnificados, revelaron nuevas fallas del Estado. Para enmendarlas el gobierno promulgó las leyes 1444 de 2011 y 1523 de 2012, que crearon la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres y la Política Nacional de Gestión del Riesgo. Esta nueva institucionalidad permitió atender la avalancha de Salgar y mostró su efectividad en la tragedia de Mocoa. El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, está convencido de que lo más importante es que esta nueva institucionalidad “logró unificar todas las acciones de las distintas instituciones bajo el mando del presidente”.

No obstante, no todo es color de rosa. Los expertos coinciden en decir que, por los menos, las tragedias de Armero, Páez, Salgar y Mocoa pudieron ser evitadas. Precisamente este es el gran problema que el país debe solucionar. A raíz de lo sucedido en Mocoa, el Ideam señaló 500 municipios con riesgo de deslizamiento y 182 en alerta naranja o roja. Pero muchas de las administraciones locales han hecho caso omiso a las advertencias o no tienen la capacidad para adelantar las labores o para comenzar a reubicar a miles de familias que viven en zonas de altísimo riesgo.

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Según los expertos, en la prevención de desastres hay una especie de cortocircuito entre el nivel nacional y el local y regional. Es cierto que en la última década instituciones del Estado como el Servicio Geológico Colombiano (SGC), el Ideam y el Instituto Agustín Codazzi han mejorado sus sistemas de información y han producido datos valiosos como el mapa de amenazas. Sin embargo, los gobernantes regionales y locales no usan esa información. “Cuando se hacen las capacitaciones sobre el mapa de amenazas por movimiento de masa, muchos pobladores creen que eso no va a suceder o que perder su casa y reubicarse en otro sitio es más costoso que quedarse en la zona de riesgo”, dice Marta Calvache, directora de Geoamenazas del SGC.

A lo anterior se suman razones políticas. Como dice un miembro de estas instituciones que no quiso dar el nombre, aplicar las medidas para evitar un riesgo es una labor costosa que no trae réditos políticos. “¿Quién le va a agradecer a un alcalde haber llevado una estrategia de prevención de desastres si gracias a esa acción nada va a ocurrir? Estos tipos de obras no son tangibles y no se pueden inaugurar cortando una cinta”, dice. Si bien el país ha demostrado que cuenta con las instituciones y sistemas de información para minimizar los riesgos naturales, la política local y regional vuelve a ser el gran cuello de botella.