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| Foto: Foto tomada de la Revista Gente.

REPORTAJE

“No se nos muera teniente, no se nos muera”

Esta conmovedora historia, publicada años atrás en SEMANA, retrata en toda su dimensión la tragedia de las minas antipersona, que ahora las FARC y el Gobierno van a desactivar.

Armando Neira
7 de marzo de 2015

A los 27 años el teniente Elber Alfonso Rodríguez ya sabe lo que es morirse. Lo supo a las 12 del día del lunes 3 de marzo en Los Montes de María, al sur de Bolívar, cuando le explotó una mina quiebrapatas. "Es extraño porque no se siente dolor. Es como flotar en el vacío, sin sensaciones físicas ni emocionales, sólo una voz que en la distancia me preguntó: '¿Quiere irse?, ¿quiere quedarse?'. Entonces respondí: 'Quiero quedarme, quiero seguir aquí por Claudia, por mis soldados, por mi país'. Luego no sentí más, apenas un ruego".

Varios de los 35 soldados que iban bajo su mando lo rodearon a él y a su radioperador, el soldado Héctor Vallejo. Ambos yacían con los uniformes hechos jirones. Las piernas y el brazo derecho del teniente habían sido pulverizados y el rostro de su radioperador estaba bañado en sangre.

"No se nos muera teniente, no se nos muera", sollozaban sus compañeros. "Después de que le dije a la voz misteriosa que me quería quedar desperté y escuché en la distancia a mis soldados. Luego pensé en Claudia y caí inconsciente".

A esa hora Claudia Meza Ramírez, 22 años, estaba distante, en Medellín, trabajando en un proyecto de microempresas para montar su fábrica de confecciones. Al atardecer, su suegra Soledad Moreno, 50 años, la llamó desde Bogotá. "Mija, ¿ya sabe la noticia? Es terrible", alcanzó a decir antes de desmayarse. Otro familiar tomó el teléfono y le dijo a Claudia que su esposo había sufrido un ataque de la guerrilla.

Imaginar lo peor

"Pensé lo peor, que me lo habían matado. Empecé a llamar a todo el mundo para que me dieran información, hasta que me pasaron al general Carlos Alberto Ospina". El comandante del Ejército le informó que el teniente había sido atacado pero le aclaró que estaba vivo y que a esa hora un helicóptero ya lo llevaba al Hospital Naval de Cartagena.

Claudia no tuvo paciencia. Esa misma noche se subió a un bus y se marchó a la Costa Caribe. En el hospital la recibió un sicólogo de las Fuerzas Armadas, quien junto con un grupo de oficiales y médicos le contó las condiciones de él y le dijo: "Vas a entrar a verlo pero ten presente que él te escucha y todo lo que digas le va a llegar".

Ella hizo un esfuerzo grande para imaginarlo de la peor manera posible pero fue incapaz. "Uno no puede imaginar a la persona que ama por partes, una la imagina en su totalidad", dice Claudia. Entonces lo evocó solemne y triste como el día que lo conoció, cinco años atrás, también a principios de marzo, en 1998. Fue en la sala de velación de la IV Brigada. Ella era una adolescente de 17 años y estaba como soldado voluntario.

Allí reposaban varios féretros de los 65 militares de la masacre de El Billar, Caquetá, uno de los golpes más severos propinados por las Farc al Ejército. Aunque ese día el teniente y Claudia se conocieron,  apenas cruzaron unas palabras. Seis meses después él la llamó. Conversaron. El la invitó a cine. "A mí me gustó mucho por su buen humor y su optimismo", recuerda ella.

Comparada con las relaciones de los jóvenes de su generación la de ellos era atípica. "Es muy distinta porque las parejas se llaman mucho, se preguntan dónde están, todas esas cosas. Nosotros no porque él, como todos los soldados de Colombia, está en guerra". Ese fue el oficio elegido por Rodríguez desde el 20 de enero de 1995, cuando entró a la Escuela Militar de Cadetes.

Allí se graduó el 5 de diciembre de 1997 y cursó además cinco semestres de administración de empresas. A pesar de que hasta hace poco su vida era anónima él ha sido protagonista de la historia reciente, esa que los colombianos ven por la televisión. Por ejemplo, como miembro de la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra), él estaba en el segundo anillo que rodeó una vivienda el 29 de enero de 2002 en el sitio La Cumbre, municipio El Castillo (Meta) que a los militares les pareció sospechosa.

Rodríguez iba hacia la casa cuando un superior lo llamó a ordenarle que reuniera a varios hombres para que cubrieran un cerro cercano en caso de que fuera una emboscada. Justo cuando había dado la vuelta la vivienda explotó, mató a 29 militares e hirió gravemente a otros seis. Fue un hecho que conmovió al país y que a él lo marcó. "No hay palabras para describir la escena. Hay silencio en el ambiente, pedazos de cuerpos, compañeros mutilados, y uno queda ahí como sembrado con su fusil y sin saber qué hacer, a quién disparar", recuerda.

No había nadie en los alrededores porque las Farc habían colocado el explosivo para que se accionara cuando los militares entraran.Un mes después el teniente sí sabía con exactitud qué hacer. El fue uno de los primeros en desembarcar de un helicóptero en San Vicente del Caguán, el 20 de febrero de 2002, horas después de que se rompieran los diálogos entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc. "A mí me han preparado para pelear. Para eso soy muy bueno", dice.

La esperanza frustrada
 
Por eso ese día, aunque tenía la expectativa previa de incertidumbre que da el combate, no tenía dudas. La ocupación del casco urbano donde reinaron las Farc fue fácil. "Algunos nos saludaban, otros mostraban banderas, otros se escondían tras las ventanas", recuerda. Los colombianos vieron esas imágenes. El apareció en alguna escena cuando recibía victorioso al Presidente y a la cúpula militar en uno de los momentos más felices de su vida. "Imagínese, estábamos haciendo historia", cuenta.

La guerra siguió con un Ejército más a la ofensiva mientras él volvía a sus tareas anónimas. Durante este último año combatió en Arauca, en Santander, en Putumayo, también en Antioquia y, por supuesto, Meta y Caquetá, en la antigua zona de distensión. Entre batalla y batalla viajaba a Medellín para verse con Claudia, con quien terminó por casarse.A ambos los une el buen humor, la juventud. "Con ese positivismo yo me volví igual", dice ella. "¿Que de dónde saqué tanta energía? Pues imagino que de estar siempre en la línea de fuego y de que pasaran los días y sentir que no me pasaba nada, nunca la guerrilla logró hacerme nada aparte de una que otra revolcadita", dice él. Se sentía invencible.

Pues, entre otras cosas, fue él quien encontró la casa de 'Tirofijo' en un patrullaje en la antigua zona de distención. "Era una casa muy bien montada en plena selva, en un sector llamado La Sombra. Por fuera era bonita y dentro había muchos libros. Eso me emocionó porque a mí me gusta leer e imagínese encontrar dos o tres bultos de libros en el monte. Aunque tenía algunos títulos que me gustaron y que leímos mientras se hizo la relación del decomiso, otros ni los abrimos porque eran de tácticas de guerra leninista, de marxismo y comunismo".

La única diferencia como pareja es que ella era gomosa del rock y de la emisora Radioactiva mientras él prefería el vallenato. A principios de este año, sin embargo, logró darle un giro a su gusto musical cuando la llevó a bailar y le dedicó una canción de Jorge Celedón: "Ay hombe olvidarla es imposible /Ay hombe esto para mí es terrible /Ay hombe sin su amor yo no soy nada /Ay hombe siento un vacío en el alma".

En la mañana del 3 de marzo Rodríguez, al despertar, pensó en ese vallenato. Había dormido poco pues estaba en área de influencia de las Farc y el combate era inminente. Su unidad, además, enfrentaba dos dificultades rutinarias. La primera era calmar la sed porque los militares no cargan el agua porque el líquido pesa mucho y se sumaría a los 55 kilos que llevan. La otra era la de su ubicación. Eso se resuelve con un GPS (sistema de seguimiento satelital), un aparato similar a un celular que marca su localización.

El teniente estaba con su radioperador Vallejo cuando encendió el GPS. Al hacerlo activó y explotó la mina que las Farc habían ocultado entre la maleza. Hasta ese instante el joven tenía un estado físico extraordinario. Fuerte y sano fue como lo evocó Claudia sin lograr imaginarlo antes de entrar al cuarto del Hospital Naval el 4 de marzo. Ella recuerda que al ingresar vio a la izquierda una cama en la que estaba un cuerpo con la cara cubierta por una gasa manchada de sangre. Se trataba de Vallejo, quien perdió la vista.

Claudia creyó desplomarse cuando, al fondo, vio un cuerpo mutilado. "Doctor, ¿por qué le quitaron las piernas?", gritó. El médico le recordó que él estaba escuchando y ella sacó fuerzas. Se le acercó y le pasó sus dedos por la piel del hombro izquierdo, que era la única visible entre tubos de oxígeno, cables de monitoreo, líquidos intravenosos y gasa. De inmediato el monitor que señala los signos vitales se alteró.

Ella se asustó y se echó para atrás. El médico le dijo: "Te lo dije. El te escucha. Está volviendo a la vida porque sabe que tú estas aquí". Los signos vitales empezaron a estabilizarse. Los médicos, que temían lo peor, seguían trabajando afanosamente. Las piernas no estaban, el brazo derecho tampoco, los oídos estaban destrozados, un ojo era irrecuperable y el otro seguía sangrando y de la mano izquierda sólo tres dedos estaban bien. Reconstruyeron un cuarto dedo con la parte de los restos del quinto, le recuperaron en parte la audición, le salvaron el ojo derecho y evitaron que las heridas se gangrenaran pues una infección amenazaba su cuerpo. Esto porque hay minas, como la que le tocó a él, envenenadas con materia fecal para que infecte más a la víctima.

La voz que lo salvó

El teniente Rodríguez recuerda que nunca volvió a sentir esa voz que le preguntaba si quería irse o quedarse, sino las voces de Claudia y de su mamá. Entonces mentalmente se hizo un autoexamen. "Empecé a hacer un recorrido por mi cuerpo. Sabía que no tenía las piernas, ni el brazo derecho, no sabía si veía, pero sí sabía que oía, entonces dije a vivir, a vivir por Claudia, por mi familia, por mis soldados".

El jueves 6 de marzo despertó. "Princesa, voy a vivir por ti. No te preocupes por esto que apenas son unos raspones", le dijo a Claudia. Entonces llegaron a visitarlo sus superiores, el comandante del Ejército, general Carlos Alberto Ospina y el de las Fuerzas Militares, general Jorge Enrique Mora Rangel. "Mi general, yo quiero seguir siendo artillero", le pidió. Mora lo tranquilizó al decirle que podía seguir. Y eso hizo.

Rodríguez fue quien encabezó el desfile del 20 de julio en Bogotá. Iba en su silla de ruedas empujado por su joven esposa. Hubo aplausos, lágrimas. Y vivas. Con su brazo llevaba la bandera de Colombia. Ahora él está en terapia y tiene el propósito de seguir adelante. Su meta es llegar a ser general de la República. Dice que nada lo detiene. Que no hay obstáculos en esta vida para lograr los sueños.

Por ahora, por ejemplo, va a dejar hasta ahí la carrera de administración porque va a estudiar ciencias políticas. "Quiero entender más mi país", explica. Claudia entrará el próximo año a estudiar medicina. Se les ve enamorados. "Teníamos dos opciones, o amargarnos y morirnos o echar pa'lante", dice con el optimismo que él le prendió. "Jugamos todo el día, bromeamos, reímos, nos amamos", dice él y le habla del futuro y del sueño de que algún día el país viva en paz. "Ese país en paz yo me lo voy a caminar", dice optimista.

Ella explica que es así porque le van a poner unas prótesis que le permitan el movimiento. "El me enseñó que el cuerpo es sólo el vehículo del alma. Y es a su alma a la que yo quiero", dice Claudia. El tomó esa frase de un libro leído hace muchos años. Todavía no puede leer aunque por orgullo tampoco permite que ella lo haga por él. "Eso me mal acostumbraría. Voy a hacer el esfuerzo para volver a leer por mí mismo", dice. Ella le da un beso y le promete con una sonrisa que apenas recupere bien su vista le va a comprar el libro de Gabriel García Márquez: Vivir para contarla.