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NEGOCIACIONES

Para la paz no hay camino fácil

Entre la parsimonia de las Farc, la impaciencia de la opinión y la presión electoral del presidente Santos, la paz puede salir maltrecha. Ninguna salida es fácil.

12 de octubre de 2013

El pasado martes 8 de octubre, el presidente, ante una pregunta de un parlamentario sobre el futuro de las negociaciones de paz, les soltó a los congresistas del Partido de la U con los que desayunaba en Palacio una pregunta tan inesperada como informal: ¿Serían partidarios de mantener las conversaciones con las Farc durante el periodo electoral, de romper el proceso o de ponerlo ‘en pausa’? A mano alzada, ganó la mayoría previsible: seguir conversando. En la noche, en una cena y sin que el presidente repitiera la pregunta, los liberales apoyaron lo mismo.

Simón Gaviria resumió la preocupación de fondo en las toldas presidenciales. El presidente, informó el dirigente liberal, les insistió en que es hora de que el proceso avance: “No podemos, después de un año, tener un acuerdo sobre un punto”. Santos así lo ratificó al día siguiente, al pedir que para el 18 de noviembre el proceso arroje nuevos resultados, es decir, algún avance claro en torno al segundo punto de la agenda, participación política, que se viene discutiendo desde mayo.

Esta singular consulta del mandatario a sus parlamentarios bastó para poner a políticos, expertos y opinadores a discutir qué debería hacerse con el proceso de paz durante la campaña electoral y si sería conveniente ponerlo en el congelador por algunos meses. El miércoles 9, ante la pregunta de una periodista, Andrés París, vocero de las Farc en La Habana, dijo que están dispuestos a apoyar “cualquier propuesta que preserve el proceso para que pueda llegar al final”, incluida una pausa, siempre y cuando esta se discuta en la Mesa. Con esto, el debate se redobló.

Hasta el vicepresidente Angelino Garzón terció con una carta abierta en la que dijo que “la población se cansa de tanto diálogo sin concretar acuerdos”, llamó a las Farc a hacer públicos “los mínimos que proponen para la firma de un acuerdo de paz” y pidió a estas y al ELN poner fin al secuestro (el ELN secuestró a tres ingenieros de una petrolera en Saravena hace un mes), liberar a todos los rehenes, dejar de sembrar minas antipersona y de reclutar menores de edad.

No es gratuito que quien haya provocado la discusión fuera el mismo que les puso plazo a las conversaciones de La Habana para que produjeran resultados. El presidente Juan Manuel Santos está siendo víctima del plazo que se impuso cuando dijo que las conversaciones serían de meses y no de años, pero luego, en lugar de esa fórmula que le daba un margen de maniobra flexible, optó por autoimponerse el mes de noviembre (que coincide con el momento en que debe proclamar si va por la reelección) como límite para llegar a un acuerdo final. 

Ahora, con el plazo ardiendo y cuando es cada vez más evidente que ni en noviembre ni en diciembre habrá acuerdo final con las Farc, el presidente pide resultados, aunque solo sean parciales, en el segundo punto de la agenda, y sugiere pausas o rupturas. 

Y, desde ideas de dar un ultimátum a las Farc hasta poner el proceso en el congelador por unos meses, salen al ruedo los más diversos e imaginativos puntos de vista sobre qué hacer ante unas conversaciones que, de pronto, más que arriesgadas medidas de ‘salvación’ solo demandan paciencia.

Ciertamente, las negociaciones de La Habana avanzan a un paso que empieza a desesperar a mucha gente y que erosiona el apoyo al proceso en la opinión pública. La lentitud se atribuye a que las Farc han pisado el freno, con un ojo puesto en la debilidad del presidente en las encuestas, y el otro en la creciente protesta social, que ven como circunstancias que las fortalecen en la Mesa. Pero la verdad es también que el tema de la participación política no ha sido fácil. 

Para los guerrilleros, el punto es crucial; las posiciones de las partes están muy distantes y, mientras el gobierno se mantiene en la letra de la agenda, las Farc se aferran a su espíritu, pidiendo cambios de fondo en la democracia y las instituciones. Ambas partes han dicho que hay “cuartillas redactadas”, pero aún no sale humo blanco.

Hace poco, Carlo Nasi, profesor de la Universidad de los Andes y especialista en estos temas, escribió en el portal Razón Pública un artículo en el que llamó “tormenta en un vaso de agua” lo que está pasando, arguyendo que de la demora en producir resultados no se debe inferir que la guerrilla engaña al país o que la negociación marcha hacia el fracaso. Nasi contrasta la actitud de las Farc hoy con la que tenían en el Caguán, cuando suspendieron el proceso varias veces, en ocasiones durante meses; recuerda que negociaciones como la del M-19 o la de El Salvador tomaron dos años, y sostiene que la presión del gobierno por resultados rápidos tampoco ayuda.

Su análisis puede subvalorar el efecto negativo que tiene la falta de resultados en una opinión pública ya escéptica, desconectada de lo que pasa en La Habana y con el fantasma del Caguán, pero Nasi tiene un punto: quizás es pronto para pedir demasiados resultados a un proceso que comenzó hace menos de un año. 

Desde que el presidente habló de noviembre, estaba claro que esperar que en ese lapso una guerrilla y un Estado que llevan medio siglo en guerra llegaran a un acuerdo completo para ponerle fin era pedir peras al olmo. Y si bien es evidente que la falta de avances en el punto de participación política está generando cada vez más escepticismo, abrir la discusión sobre si poner fin a las negociaciones o congelarlas durante las elecciones, además de prematuro puede ser contraproducente.

Primero, porque el debate puede estar mal planteado: el problema del proceso, al menos por ahora, quizá no es tanto la coyuntura electoral como las angustias electorales del presidente, que son cosas parecidas y ligadas pero no son lo mismo. Si algo lo evidencia, además de estos sondeos con sus congresistas, es el anuncio de Santos en la base de Larandia, el miércoles 9, de que se emprenderá una ofensiva contra los bloques sur y oriental de las Farc mediante un nuevo comando conjunto de las fuerzas militares y nuevas fuerzas de tarea y batallones. 

Esta segunda fase de la estrategia Espada de honor, como se la llamó, buscará afectar a la guerrilla en el suroriente e irá tras cinco de sus principales jefes: Joaquín Gómez y Fabián Ramírez, del bloque sur; Romaña y Carlos Antonio Lozada, del bloque oriental, y el Paisa, de la columna Teófilo Forero. Clara descarga presidencial frente a las andanadas electorales uribistas, indicando que, así hable de paz, no afloja en la guerra.

Segundo, porque ni siquiera congelar el proceso (o incluso, romperlo) evitará que la paz signe la campaña electoral. Ya está planteado como el tema que divide aguas entre uribismo y santismo. Es difícil que le convenga al gobierno poner en suspenso una negociación que no ha dado resultados suficientes para inclinar la balanza de la opinión pública categóricamente en su favor. Y, salvo en el improbable escenario de que las Farc acepten una pausa haciendo un cese unilateral de hostilidades (pues el gobierno no lo hará), parar las negociaciones no ayudará a levantar la confianza en las mismas.

Tercero, porque la mejor manera de blindar el proceso en estos momentos frente a las críticas electorales no es detenerlo sino lograr que avance y produzca resultados tangibles. Por lo que se sabe, en la Mesa de La Habana ni siquiera se ha hablado de la posibilidad de una pausa y, aunque lentamente, prosigue el debate sobre participación política.

Las Farc debían empezar por admitir que la falta de resultados puede ser funesta para el proceso, y el gobierno, por su parte, aceptar que su impaciencia para que los produzca tiene idéntico efecto. Ambos debían concentrarse en llegar a acuerdos comunicables en el segundo punto de la agenda. Lo cual solo será posible si tanto los guerrilleros como el mandatario ponen los intereses del proceso mismo y de la paz por encima de todas sus demás consideraciones tácticas, políticas o electorales.