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La reunión de los presidentes Hugo Chávez y Álvaro Uribe en agosto en Hatogrande, fue el inicio de la frustrada facilitación de Chávez. Hoy ni se hablan

relaciones exteriores

Peor, imposible

Al terminar el año, la situación internacional para Colombia no puede ser más frágil: problemas con Venezuela y el Congreso de Estados Unidos, y una relación incontrolable con Francia.

Alfonso Cuéllar. Editor General de SEMANA
15 de diciembre de 2007

El principio que más defienden los países en la carta de las Naciones Unidas es la no intervención en los asuntos internos de los Estados. Fue incluido para proteger a las naciones pequeñas del apetito de las grandes. Cuando se viola, el 95 por ciento de las veces el infractor es una potencia intervencionista. Lo que sí es inusual es que un gobierno acepte con los ojos bien abiertos que se inmiscuyan en su política interna y que ceda la iniciativa internacional a un tercero o incluso a varios terceros. Curiosamente, Colombia tuvo esa conducta atípica en 2007. Al Gore, Nancy Pelosi, Charles Rangel, Jim McGovern, Nicolas Sarkozy, Hugo Chávez, Cristina Kirchner y Daniel Ortega son apenas algunos de los dirigentes que han metido sus narices en los asuntos colombianos, por cortesía de la administración del presidente Álvaro Uribe.

Gore lo hizo como el Chapulín Colorado: sin querer queriendo. Invitado en abril a un foro sobre medio ambiente donde compartiría el podio con Uribe, decidió abstenerse de asistir por la recomendación de algunos de sus asesores. En esos días, la para-política estaba en pleno auge y había publicaciones de prensa en Washington que dejaban al Presidente mal parado. La negativa de Gore pudo haber pasado inadvertida -es normal que personas muy importantes y ocupadas, como él, cancelen su participación sobre la marcha, y más sí es un foro local-. Pero en una decisión que aún pocos entienden, Uribe optó por contarles a los colombianos, en vivo en directo y en horario triple A, la descortesía de Gore. Dijo que estaba en juego la imagen del país. Inmediatamente la prensa extranjera retransmitió sus palabras y lo que podía haber pasado como un hecho insignificante, se volvió mundial. Y Gore, que había pensado muy poco sobre la política colombiana por andar dedicado a luchar contra el calentamiento global, se vio obligado a confirmar por escrito su malestar con Uribe.

El affaire Gore llevó al gobierno a diseñar a mil por hora una estrategia para contrarrestar la mala imagen que había generado la actitud del ex vicepresidente estadounidense. Se armó una visita del Presidente a Washington para calmar los ánimos -estaba en juego la aprobación del TLC- y aclarar lo que fuera necesario. Los congresistas demócratas no desaprovecharon semejante papayazo: un primer mandatario en plan de dar explicaciones. Fueron tantos el maltrato y la falta de respeto de algunos parlamentarios, que Gore parece un príncipe. El golpe más contundente lo dio Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes: no sólo se hizo rogar para recibir a Uribe, sino que cuando lo vio, le cantó la tabla sobre los paramilitares y el asesinato de sindicalistas. Advirtió que el TLC ni siquiera sería considerado por el Congreso si Colombia no mostraba resultados tangibles en acabar con la impunidad de los crímenes de los trabajadores.

Después de esa tormentosa visita, el tema de los sindicalistas se convirtió en la prioridad del gobierno e incluso de la Fiscalía General. Había que cumplirles a los demócratas, aunque otros temas igual de importantes, terminaran relegados.

Charles Rangel, colega de Pelosi y presidente del Comité de Medios y Arbitrios, también zarandeó al gobierno. Exigió que se renegociaran algunos capítulos del TLC, que ya había sido incluso firmado por los presidentes George Bush y Uribe en noviembre de 2006 y estaba ad portas de ser aprobado por el Congreso colombiano. Dicho y hecho; Colombia aceptó los cambios propuestos.

Aunque el congresista demócrata Jim McGovern es menos poderoso que Rangel y Pelosi, gracias a la percepción de debilidad del gobierno colombiano en Washington, logró por fin que la Cámara aceptara sus cambios drásticos a la distribución de la ayuda del Plan Colombia. Redujo en decenas de millones de dólares la partida militar. Este ajuste obligó al Ministerio de Defensa a reorientar recursos de presupuesto.

Aunque es evidente la presencia de Estados Unidos en Colombia, nunca antes el Legislativo de ese país había tenido tanta influencia directa.

Como si no fuera suficiente tener a los gringos respirando en la nuca, el presidente Uribe abrió otro frente a finales de mayo. En una conversación con su colega francés, Nicolas Sarkozy, que aún hoy sigue generando interrogantes, aceptó, por razones de Estado, liberar al guerrillero de las Farc Rodrigo Granda. Las razones de Estado terminaron siendo la inclusión de un párrafo en la declaración final del Grupo de los Ocho en la cual se respaldaban las gestiones por liberar los secuestrados. Pero como la sobrerreacción a lo de Gore, la decisión del Presidente tuvo unas enormes consecuencias para la autonomía del gobierno. De un momento a otro, quedó internacionalizada la política de intercambio humanitario y se creó un riesgoso precedente con lo de Granda: quedó la percepción de que Uribe era susceptible a la presión externa en este tema.

Esa lección la aprendió muy rápidamente el presidente venezolano Hugo Chávez, a quien Uribe también involucró en la búsqueda de una solución para los secuestrados. Desde la perspectiva de los intereses nacionales de Colombia, era un error darle a Chávez juego. Las cosas andaban calmadas con Venezuela; lo comercial dominaba la agenda y sólo se hablaba de cómo profundizar la integración económica y energética. No había necesidad de alborotar el avispero y menos si se tiene en cuenta que Chávez no estaba buscando el rol de facilitador. Pero ya untada la mano -por razones humanitarias, políticas o lo que sea-, el principal objetivo de la política exterior debería ser evitar que se dañaran las relaciones. Tal vez tirarle la puerta en las narices no sea exactamente la manera de lograr ese propósito estratégico.

Después de la debacle con Chávez, se esperaba que el gobierno recogiera las riendas y se cuidara de cometer nuevamente el error de entregarle a un dirigente extranjero el manejo de un asunto esencial. Pero no. Estimuló a Sarkozy a participar como invitado en el proceso. El Presidente francés le cogió la caña, el antebrazo, el hombro, y en un dos por tres quedó inmerso en el intercambio humanitario, quiéralo o no el gobierno. Y gracias a Sarkozy, el tema de los secuestrados se convirtió en tema de agenda durante la posesión de Cristina Kirchner como presidenta de Argentina. Casi todos los mandatarios opinaron sobre lo bueno, lo malo y lo feo de las propuestas gubernamentales para destrabar el proceso.

Y la semana pasada, hasta el nicaragüense Daniel Ortega, el presidente de un país que lleva por lo menos 27 años tratando de arrebatarnos San Andrés, se sintió con el derecho de despotricar sobre la falta de voluntad de la administración de Álvaro Uribe en el intercambio y a enviar mensajes a sus 'hermanos' de las Farc. Ya Sarkozy había mostrado el camino con su carta al jefe guerrillero Manuel Marulanda. Sin duda, es positivo que la comunidad internacional se interese por los secuestrados. Lo que es insólito es que ocurra no como una estrategia del gobierno, sino por iniciativa de unos mandatarios extranjeros.

Al terminar el año, la situación internacional colombiana no podría ser más frágil: el vecino de al lado está en pie de guerra verbal. La pregunta no es si habrá restricciones al comercio, sino cuándo. El TLC con Estados Unidos sigue en veremos, mientras las autoridades colombianas corren para cumplir las condiciones y hasta los antojos de los congresistas demócratas. La relación con Europa ahora pasa principalmente por París. La liberación de Íngrid Betancourt no sólo es un tema humanitario, sino un asunto de política internacional. Y en la frontera sureña reina una tensa calma, en medio de una amenaza: Ecuador no descarta demandar a Colombia ante la Corte Internacional de Justicia por la fumigación de los cultivos ilícitos.

Y en medio de semejantes desafíos, las principales noticias que provienen de la Cancillería y la Presidencia son de líos en nombramientos en las embajadas. De peloteras entre presidentes en la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores. Pareciera que, como lo dijo recientemente en El Tiempo, el académico e internacionalista Juan Tokatlián, Colombia hubiera "optado por no tener política exterior".