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EDITORIAL

Por qué votar Sí

El plebiscito es, en últimas, una elección entre la oportunidad del Sí y la incertidumbre del No

24 de septiembre de 2016

Hay ciertos momentos en la vida de las sociedades donde el destino de una nación puede cambiar definitivamente. El próximo domingo 2 de octubre los colombianos tienen esa cita con la historia. Ese día, desde las ocho de la mañana, 34 millones de compatriotas podrán votar en el plebiscito Sí o No al acuerdo firmado entre el gobierno y las Farc que le pone fin a un conflicto armado de medio siglo.

Que semejante decisión quede en manos del pueblo le da sin duda una gran legitimidad y permite a nuestra democracia expresarse en su forma más pura y directa. No quiere decir esto que tome necesariamente la decisión correcta, como quedó claro con el plebiscito del ‘brexit’ en Gran Bretaña, pero al menos las mayorías tendrán en sus manos una decisión histórica.

En Colombia hemos tenido una intensa campaña en la que todo el mundo ha oído argumentos a favor y en contra para formar su propia opinión sobre las ventajas del acuerdo, pero también sobre sus riesgos. Se ha tensionado el ambiente, se han polarizado las posiciones y se ha manipulado a la opinión, pero hasta ahora no ha habido violencia, lo cual es un gran avance en un país acostumbrado a los planes pistola y al proselitismo armado.

La responsabilidad de cada ciudadano es sopesar los argumentos y votar en conciencia. Para SEMANA, terminar una confrontación de 52 años con tan crueles niveles de degradación es un imperativo moral, una necesidad política y una oportunidad económica y social para el país.

El acuerdo con las Farc consiste, en últimas, en que la guerrilla abandonan las armas y se desmoviliza a cambio de garantías para participar en política. Su fuente de poder deja de ser el fusil y el terror y pasa a ser su capacidad de hacer propuestas y convencer a la opinión. Un paso enorme hacia la civilidad, que permite pensar en la construcción de un país normal para las nuevas generaciones.

El fin de la guerra tiene una dimensión que a veces se pierde en la hojarasca del debate político que vive el país. Pasar una página que ha dejado más de 250.000 muertos, más de 50.000 desaparecidos, cerca de 8 millones de víctimas y una estela de odio y venganza, es la noticia más importante que se ha vivido en las últimas décadas.

Es cierto que votar Sí en el plebiscito no asegura la paz pues persisten otros conflictos, como el del ELN, y otras violencias, como las de las bacrim y el crimen organizado. Pero con el silencio de los fusiles de las Farc desaparece el mayor generador de violencia política contra el Estado y la sociedad.

El primer impacto del fin de una guerra es sin duda la reducción de la violencia, pero no es el único. Los acuerdos contienen compromisos sobre desarrollo rural que abren una oportunidad para poner en marcha políticas públicas más eficaces que las del pasado.

Nadie con dos dedos de frente aspira a que la desmovilización de las Farc convierta al campo colombiano en un edén, ni que se vaya a acabar el narcotráfico. Pero, en ambos puntos, el fin de la guerra rural puede permitir ejecutar programas que eran imposibles o muy difíciles en medio de la confrontación: planes de desarrollo agrícola, mejoras en la distribución de la tierra, la elaboración de un catastro, cooperativas campesinas, agroindustria a gran escala, entre otras.

Cerrar la profunda brecha que existe entre la Colombia urbana y la Colombia rural ha sido el gran desafío de los últimos 40 años, y la firma de la paz es una gran oportunidad para avanzar en la modernización del campo.

Por eso los retos de la implementación de los acuerdos serán cruciales para entender lo que significa la construcción de la paz en los territorios. No se acabará la espiral de la violencia si no construimos Estado, abrimos mercado y fortalecemos la ciudadanía en las regiones marginadas o afectadas por el conflicto. Es necesaria la presencia del Estado, pero con legitimidad y efectividad, y no por medio de gamonales, clientelas y corrupción. Es determinante que llegue el sector privado para generar riqueza, abrir mercados y ofrecer oportunidades de empleo y emprendimiento. Y es crucial empoderar a las comunidades para que venzan el miedo, trabajen en la agenda de un país del siglo XXI y se metan a fondo en temas como el cambio climático, el desarrollo rural, el turismo o la innovación social.

Como el diablo está en los detalles, y más en un país santanderista, es muy importante que en la elaboración de los más de 20 proyectos de ley y reformas que está redactando el gobierno participen los empresarios, la academia, los campesinos, los centros de investigación, entre otros, y que los medios vigilen muy de cerca la construcción de esa nueva arquitectura institucional. Que este nuevo ‘edificio’ quede al servicio de un país que busca modernizarse y no subyugado a intereses particulares, agendas políticas o sesgos ideológicos.

Otro desafío será la implementación de la justicia transicional. Más allá de que es necesario respetar a quienes claman por una justicia draconiana para los jefes guerrilleros, y de entender que no hay solución negociada con humillación de la contraparte, la realidad es que la manera como opere la nueva Justicia Especial para la Paz va a determinar la construcción de confianza en el país del posconflicto. El primer paso, y más importante, va a ser la conformación de tribunal para la paz, por esta razón su credibilidad y representatividad deberá desactivar miedos y prejuicios. También será una oportunidad para mandarles un mensaje a la justicia ordinaria y a las altas cortes, tan cuestionadas y de capa caída.

Otro reto será la manera en que el país enfrente la verdad y la memoria. Se necesitará la suficiente verdad para saber qué pasó, la justa memoria para no olvidar y repetir una historia triste y la mentalidad de mirar mucho al futuro para que las cicatrices no se conviertan en fantasmas que hablen al oído y que puedan reciclar nuevas violencias.

La transformación de las Farc en un movimiento legal también abre nuevos horizontes en el terreno político. La subversión armada y la maquiavélica combinación de formas de lucha han impedido en Colombia la consolidación de un debate verdaderamente pluralista y han producido una estela de muertos por parte de la mano negra del Estado.

La pregunta que se viene va a ser para la clase política tradicional. Las Farc y el resto de la izquierda sin duda van a desafiar a muchos políticos. Aunque el espejo de lo que ha ocurrido en Venezuela aterra a muchos colombianos, el colapso del régimen bolivariano y la crisis humanitaria que desencadenó es la primera garantía de que en Colombia Timochenko no va a ser presidente. Pero también es un hecho que los partidos tradicionales no se van a reformar solos. Por eso en un nuevo escenario se moverán placas tectónicas de donde surgirán nuevas expresiones y nuevos liderazgos que van a sacudir el ajedrez político.

La Colombia del posconflicto será vista de una manera distinta la comunidad internacional. Ya la participación de la ONU en el proceso, y el interés y admiración de los países en la última Asamblea General dan la medida de cuánto se aprecia en el exterior el fin del conflicto. Estamos a punto de dejar atrás unas etapas vergonzosas, como la de ser considerados parias, ser percibidos como un Estado fallido y un país problema. Ingresar en la lista de naciones normales genera nuevas posibilidades para la economía, para la política, para las relaciones diplomáticas y para el colombiano de la ciudad y del campo.

Una implementación adecuada de los acuerdos entre el gobierno y las Farc es una opción real de cambio, y por eso el plebiscito es, en últimas, una elección entre la oportunidad del Sí y la incertidumbre del No.