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Plinio Apuleyo Mendoza y su padre,Plinio Mendoza Neira, retratados por Leo Matiz cerca al lago Sochagota, en Boyacá, a mediados de 1966.

LIBRO

El país de los Plinios

Plinio Apuleyo Mendoza rescata a su padre Plinio Mendoza Neira del olvido y narra la Colombia que le tocó vivir. SEMANA presenta algunos extractos.

11 de enero de 2014

El escritor y periodista Plinio Apuleyo Mendoza acaba de publicar un libro que además de ser un homenaje a su padre, el fallecido líder liberal Plinio Mendoza Neira, retrata la realidad política que le tocó vivir. El país de mi padre recoge la intimidad de un personaje que desde la cúpula liberal hizo parte del gobierno y fue testigo de primera mano del asesinato de Gaitán. SEMANA reproduce algunas anécdotas de 1936, cuando, frente a la inminencia de un golpe militar conservador, Alfonso López Pumarejo, durante su segundo mandato, nombró a Mendoza Neira como ministro de Guerra.

“(...) Allí estaba López, Alfonso López Pumarejo; en su alfombrado despacho del Palacio de la Carrera con Alberto Lleras, su secretario, proponiéndole un ministerio estrambótico.

–Plinio, necesitamos que se haga cargo del Ministerio de Guerra.

Las cosas de López, pensó él.

–Presidente, si quiere darme un ministerio, déme el de Agricultura. Al fin y al cabo soy campesino. Algo conozco de los problemas del campo. Pero el de Guerra...–un destello de humor le ardió en las pupilas–, nunca he sabido distinguir un capitán de un teniente.

López hizo un gesto de impaciencia:

–Eso se aprende en cinco minutos–dijo, hablando de aquella manera tan suya, lenta y en un tono en el que había siempre gramos de sorna, de fatigado desdén–. Cuéntele cómo es la cosa, Alberto.

Lleras explicó:

Había una situación muy peligrosa en el Ejército, cuyos altos mandos, como era bien sabido, seguían siendo los mismos de la época de la hegemonía conservadora, viejos generales inamovibles, polvorientos, algunos considerados próceres de la guerra con Perú; muy godos, desde luego, decía Lleras.

...Hemos recibido informes muy confidenciales de que están preparando un golpe con los jefes del Partido Conservador. Un golpe de derechas, que se puede producir en cualquier momento...

–Bueno, ya sabe cómo es la cosa–, dijo López al recién llegado, dejando caer las palabras con displicencia, como echando cubos de hielo en un vaso de whisky. No es ningún chiste, simplemente nos quieren amarrar. Pero usted es enérgico, Plinio, y sabe lo que tiene que hacer.

–Muy bien, presidente.

No había otra cosa que hacer.

Mientras su chofer lo llevaba por las calles del centro, soleadas y como adormecidas en la mañana dominical, el nuevo ministro iba examinando en su cabeza diversas opciones y medidas del mismo modo que un jugador de póquer dispone sus cartas.

(…)

Después de hacerse reconocer por la tropa el nuevo ministro hizo convocar con urgencia una secretaria y se dispuso a dictar sus primeras disposiciones.

Al comandante de la guarnición militar de Pasto se le ordenaba traslado inmediato a la guarnición militar de Cúcuta, al otro extremo del país.

La secretaria parpadeó sorprendida:

–¿Cúcuta, señor ministro?–

–Si, señorita, Cúcuta. Y agregue: en un plazo no mayor de 24 horas.

Y en seguida:

–Al comandante de la guarnición militar de Popayán se traslada a... Bucaramanga.

Al de Cali, a Santa Marta. (Lo más lejos posible, siempre). Barajarles las cartas, confundirles el juego, pensaba.

(…)

El ministerio parecía un panal zumbante de chismes y sarcasmos proferidos en voz baja.

–Es un loco–.

–Una fiera–.

Los comentarios se impregnaban ahora de recelo y extrañeza, a medida que frente al despacho del ministro se iban congregando dos o tres docenas de hombrecitos friolentos y como sigilosos, con ojos enrojecidos por la falta de sueño, algunos con el mentón hundido en una ruana. Parecían venir de muy lejos, del campo.

–Son bandidos– anunció de pronto alguien.

–¿Bandidos?

–Bandidos que trajo de Boyacá.

–Les vas a dar armas.

El sargento guardaparques había sido, en efecto, convocado al despacho del ministro.

–Hágame el favor de darles armas a estos caballeros– dijo el ministro, con aire natural, como si estuviera pidiendo barquillos de helado para unos niños–. Pero antes –agregó con un rápido centelleo de las pupilas y un leve fruncimiento en las aletas de la nariz–, antes, sargento, enséñeles a disparar.

El sargento llegó media hora después, pálido.

–Señor ministro, su orden fue cumplida. Solo que...

–Dígame, sargento.

–No sé cómo explicárselo. Estos señores, al disparar, no cumplen con ninguna de las normas reglamentarias. Se paran mal. Respiran cuando no deben respirar. Yo no me explico, pero...

–Pero...

–Pero todos dan en el blanco, señor ministro. Desde el primer disparo.

–Así ocurre a veces, sargento. Hágame el favor de informar que estos señores están autorizados a circular por el ministerio. Y pueden entrar donde quieran.

–Muy bien, señor ministro.

–Hágalos seguir de nuevo.

El que entró delante llevaba una ruana y parecía el más pequeño del grupo. Usaba un bigote espeso y el sombrero que llevaba en la mano le había dejado una raya roja en la frente.

El ministro se dirigió a él:

–A ver, Arturito, ¿te enseñaron a disparar? –le dijo–.

–Ahí hicieron el deber, jefe–.

Era el más celebre de los hermanos Pardo, los temidos dirigentes liberales de Moniquirá...

–Unos 20 se quedan aquí, en el ministerio. Sin hacer nada. Simplemente se pasean. Quiero que los vean.

–Los demás tienen una misión muy delicada.

–Aquí hay una lista de los principales jefes conservadores con las direcciones de sus casas y de sus oficinas. Cada uno de ellos va a ser seguido por uno de ustedes –el ministro se inclinó hacia delante–. Pero óiganme bien. No se trata de seguirlos con disimulo. Todo lo contrario. Quiero que los vean, que sepan que son seguidos.

–Arturito, me vas a dar tu palabra de honor: a estos señores no les va a ocurrir nada.

–Nada –repitió el ministro volviéndose hacia los otros–. Si los insultan, se dejan insultar. Si les dan patadas, se dejan dar patadas. Si les echan los perros, se dejan morder. Sin hacerles nada.

–¿Palabra de buenos liberales?

–Sí, jefe.

(…)

Pese a todas las medidas intimidatorias tomadas por el ministro, apareció en su despacho un coronel que parecía dispuesto a todo.

–Yo le voy a cantar cuatro verdades a ese tipo– había anunciado a los oficiales que compartían con él su cólera y estupor.

Al día siguiente, muy temprano, para darse valor, entró en una cantina próxima al ministerio y pidió un aguardiente doble. Más tarde otro más, y luego otro. Se asomó a la puerta para ver si había llegado ya el automóvil del ministro. Justamente el ministro pasaba en aquel momento en su auto delante de la cantina. Por la ventanilla vio a un oficial de alta graduación con un vaso en la mano, y lo hizo llamar a su despacho.

Envalentonado por los tragos de aguardiente, aquel coronel creyó llegada su oportunidad.

–Yo no le tengo miedo a usted –anunció al ministro, abruptamente, en cuanto se encontró delante de su escritorio–.

–Usted es un arbitrario, ministro, y no vamos a tolerarle sus desafueros.

El ayudante del ministro, un mayor, y las secretarias quedaron mudos de asombro. El ministro miró tranquilamente a aquel coronel, pálido y casi tambaleante que tenía delante de él. Estaba borracho, era evidente.

–Usted, coronel –le dijo con una voz fría y reposada– es un hijo de puta.

Antes de que el otro pudiera replicar nada, agregó:

–Acabo de decirle algo muy grave. Si usted tiene honor, tiene que matarme, coronel.

El coronel parpadeó.

–Si no es capaz de matarme –prosiguió el ministro levantándose de su silla–, usted, sencillamente es un cobarde. Y un cobarde no merece llevar el uniforme.

El ministro miraba al militar con los ojos feroces:

–A un militar se le puede permitir todo, menos que sea un cobarde. Ni que ande bebiendo aguardiente en las tiendas cuando lleva el uniforme.

Se volvió hacia su ayudante:

–Mayor, recíbale el arma.

El mayor invitó al coronel a salir del despacho, pero el ministro lo detuvo.

–No –dijo–, de aquí no sale con el uniforme puesto. Se lo quita inmediatamente.

–Esto es inaudito– murmuró el coronel, entre dientes. Estaba pálido, tembloroso.

–Si no se lo quita usted mismo, se lo hago quitar por la fuerza. Aquí tiene un teléfono. Pídale a su esposa que mande ropa de civil.

Las manos del coronel temblaban cuando empezó a desabotonarse la guerrera.

–Los pantalones también –dijo el ministro–.