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Los peligros de la indignación

El pesimismo de los electores y el desencanto con la democracia puede impulsar fenómenos como el caudillismo, el autoritarismo y la polarización, como ya está ocurriendo en varios países.

3 de marzo de 2018

Según la filosofía oriental, cuando los seres vivos atraviesan sus peores crisis, buscan maneras novedosas de renacer y recuperar la esperanza. Por cuenta de la naturaleza dinámica de las sociedades, ese principio podría aplicarse a la política. En situaciones como la colombiana, en la que el escepticismo frente al poder ha llegado a sus niveles más altos en la historia reciente, se ha vuelto un lugar común afirmar que la actual es una coyuntura que favorece la renovación. La gente votará contra la política tradicional, dicen analistas y políticos que creen que a las maquinarias les está llegando su hora final.

Pero no necesariamente es así. Los estudios que miden el capital social demuestran que en 2016, después de escándalos de corrupción tan graves como Odebrecht, los carteles de la toga, la alimentación escolar y la hemofilia, hay una desconfianza generalizada que se traduce más en escepticismo que en propuestas concretas de transformación. En otras palabras, los colombianos, más que creer en un futuro renovado, hoy más que nunca tienden a no creer en nada.

En términos prácticos eso deriva en una pérdida de credibilidad en la democracia. Según el Observatorio para la Democracia de la Universidad de los Andes, en los dos últimos años la percepción de que es la mejor forma de gobierno se ha ido a pique. Mientras hace diez años cerca del 80 por ciento de los colombianos la consideraba el mejor sistema político, hoy esa cifra apenas llega al 50 por ciento.

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En plata blanca, el desencanto con la política se ha traducido en una pérdida de valor de las actitudes democráticas, y no, como esperan los optimistas, en una apuesta colectiva por la renovación.

Este fenómeno contrasta con otros momentos en los que la crisis de la política le abrió paso a una transformación institucional. En particular, con los sucesos que a comienzos de los años noventa dieron lugar a la Constituyente de 1991. En ese entonces, la violencia de las guerrillas y la acción del narcotráfico motivaron el movimiento social que promovió la séptima papeleta. Y además de los estudiantes, en ese propósito estuvieron de acuerdo políticos y partidos que vieron su supervivencia ligada a la apertura del sistema democrático.

Hoy en día, en contraste, ningún movimiento de origen ciudadano exige una nueva institucionalidad. Las manifestaciones a favor del acuerdo de paz, surgidas después del triunfo del No en el plebiscito, desaparecieron una vez se firmó el acuerdo del Teatro Colón. Y las movilizaciones anticorrupción que dieron lugar a las marchas de marzo pasado y a la firmatón por una consulta para combatir el flagelo, no tuvieron un origen social, sino que respondieron a iniciativas del Centro Democrático y del Partido Verde, respectivamente.

Según la última encuesta de Invamer para Caracol TV, Blu Radio y SEMANA, el Congreso, el sistema judicial y los partidos políticos tienen la peor imagen entre los colombianos, y su desfavorabilidad supera el 60 por ciento. Así mismo, siete de cada diez personas sienten que el país va por mal camino.

Sin embargo, a diferencia de lo que pasó en los años noventa, más que una apertura democrática, el desencanto institucional parece estar privilegiando valores negativos para la democracia como el autoritarismo, el populismo o el caudillismo de izquierda o de derecha. De hecho, las concepciones extremas de la política se basan en atacar las reglas de juego y en profundizar la falta de credibilidad en las mismas. Cuando Gustavo Petro dice que el Estado colombiano no da garantías para hacer política, refiriéndose al trámite de un permiso para hablar en plaza pública en Medellín, generaliza un presunto problema a todas las instituciones. Y cuando Iván Duque insinúa que hay una especie de alianza entre la Farc y la Corte Suprema de Justicia para perseguir a Álvaro Uribe, pone en duda el comportamiento de todo el sistema judicial. El escepticismo frente a lo público se fortalece como resultado de afirmaciones de ese tipo.

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La mitad de los colombianos consideran actualmente que votar es un deber. Entre la otra mitad están personas que creen que el sufragio no sirve o que es un deber ocasional. Su razonamiento resulta de la sensación de que la oferta política no resulta convincente, o simplemente que la política es algo sucio, en lo cual no vale la pena entrometerse. Para Miguel García, director del Observatorio de la Democracia, “el pesimismo generalizado, si no se tramita adecuadamente por un actor político o social, puede terminar generando desinstitucionalización”.

Además, la relación entre la desinstitucionalización y el autoritarismo es clara. Según un reciente estudio realizado por el Centro Nacional de Consultoría y publicado por SEMANA, cada vez hay más personas con una visión autoritaria del mundo. Eso implica que no ven matices, que creen que las soluciones deben ser en blanco y negro, y se mueven como peces en el agua en el terreno de la polarización. Para los autoritarios no hay espacio de discusión posible con los opositores porque quienes no piensan como ellos, son sus enemigos.

Niveles tan bajos de tolerancia terminan por reducir el espacio del debate político. “En contextos en que escepticismo, autoritarismo y falta de credibilidad en la política se mezclan, se privilegian los personalismos”, asegura García, quien cree que si los niveles de pesimismo siguen tan altos en Colombia, el país podría terminar con una realidad política como la peruana “en la que se acabaron los partidos”.

El clientelismo también se ve fortalecido por la falta de credibilidad en la política. Cuando el discurso público, promovido incluso por candidatos demócratas, se basa en insistir en que la política es una actividad sucia, la gente minimiza sus expectativas sobre lo que debe hacer un dirigente. Así, toman fuerza frases como “el clientelismo es un mal menor”, “hay que votar por el que robe menos” o “si en todo caso los políticos no van a cumplir, vender el voto al mejor postor no es tan grave”.

El politólogo Francisco Gutiérrez, quien estudia el comportamiento político de los colombianos, va más allá y considera que el pesimismo generalizado desestimula a los políticos decentes a meterse en el juego democrático. “Ante la generalización del discurso de que todos son corruptos, los políticos buenos y honestos salen corriendo”.

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Nadie puede negar que, entre la polarización y la corrupción, la política colombiana no pasa por su mejor momento. La mitad de los ciudadanos no creen en las instituciones. Otra mitad no está de acuerdo con que la gente que piensa diferente pueda expresarse públicamente en marchas o manifestaciones. Tan solo una de cada cinco personas se siente identificada con un partido. Y una de cada tres cree que votar no sirve para mejorar la situación del país en el futuro. Sin embargo, para contrarrestar este desencanto, la solución no es evitar las denuncias. Tampoco creer a ciegas en los políticos. Pero sí tener claro que, si no hay alternativas al desprestigio, en medio del pesimismo los caudillos salen ganando.