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El matador César Rincón ha terciado en la polémica. En su carrera tuvo grandes tardes en Bogotá.

BOGOTÁ

Por los derechos de las minorías

La controversia por la plaza de toros de Santamaría parece zanjada tras la sentencia de la Corte Constitucional, pero nada garantiza que el alcalde la cumpla.

Antonio Caballero
6 de septiembre de 2014

La Corte Constitucional puso punto final al abuso del alcalde Gustavo Petro contra los aficionados a los toros, ordenándole reabrir la plaza de Santamaría de Bogotá para dar corridas en un plazo máximo de seis meses. ¿Punto final? Eso no es tan fácil tratándose de Petro, que ya apeló, y no tardará en encadenarse al balcón del Palacio Liévano para echar peroratas demagógicas sobre su amor a la vida, mientras pasa el tiempo, mientras gana tiempo. El fallo de la Corte, favorable a la tutela presentada hace dos años por Felipe Negret y la Corporación Taurina, arrendatarios de la plaza, entra en el largo vía crucis de apelaciones y dilaciones que suelen tener en Colombia todas las decisiones jurídicas. Petro es un virtuoso consumado en argucias procedimentales. 

Ahora se aferra, para empezar, a dos recursos. Uno es la necesidad de que la plaza sea reforzada estructuralmente para darle la sismorresistencia que no tiene, como no la tiene ningún monumento histórico de Bogotá, empezando por el mismo Palacio Liévano desde cuyo balcón el alcalde corre el riesgo de desnucarse si en medio de una perorata demagógica lo sorprende un terremoto. Según un estudio del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural que costó 900 millones de pesos, “el alto nivel de vulnerabilidad sísmica” que presenta la plaza hace que los permisos para hacer obras se le hayan pedido al Ministerio de Cultura, cuya Dirección de Patrimonio deberá dar un concepto en diez días. Las obras mismas, calcula el IDPC, tomarán dos años. Pero la Corte, que ya conoce las mañas del señor alcalde, dio un plazo de seis meses para que se reanuden las corridas, y explicitó en su fallo que el Distrito “debe abstenerse de adelantar cualquier tipo de actuación administrativa que obstruya, impida o dilate su restablecimiento como recinto del espectáculo taurino en Bogotá”. El otro recurso está en un proyecto de acuerdo presentado al Concejo de la ciudad, por el cual se busca –como en el caso del famoso ‘articulito’ de la reelección presidencial de Álvaro Uribe –cambiar “una palabrita” en el numeral 7 del artículo 2 del Acuerdo 4 de 1978, que le ordena al Instituto Distrital para la Recreación  y el Deporte (IDRD) administrar la plaza “fomentando la presentación de espectáculos taurinos y culturales”. Se propone omitir del texto la palabra ‘taurinos’, y asunto arreglado. La plaza podrá volver a su efímera vocación petrista de patinaje en hielo y recitales de poesía, a los cuales no iba nadie. 

Hay un tercer recurso: los derechos de los animales. El fallo sobre la preservación de la cultura taurina contradice, según sus críticos, otras dos sentencias de la misma Corte Constitucional: la c-666 (y no puedo menos que señalar que el 666 es el número de la bestia apocalíptica del evangelio de San Juan), y la c-889 de 2012 (nada ominoso ahí), que establecen la “protección animal” y eliminan la exhibición de animales en espectáculos circenses. 

El de los derechos de los animales es un concepto relativamente nuevo, sentimentalmente atractivo pero jurídicamente bastante absurdo. Se puede hablar de los deberes que hacia los animales tenemos los seres humanos, pero no de los derechos que puedan tener ellos: la idea misma de derecho implica conciencia, de la cual carecen. “La culpa es de Walt Disney– refunfuñaba la otra tarde un viejo aficionado después de visitar a los novilleros en huelga de hambre frente a la Santamaría–, que puso a los animales a hablar como si fueran personas”. Y los niños, hoy jóvenes adultos, educados en la televisión con Walt Disney y Plaza Sésamo, se han convertido en animalistas, y por consiguiente en antitaurinos. Pues no parecen darse cuenta de que el único animal tratado con respeto por el hombre, casi como un igual, es el toro de lidia. No el ganado de carne que comemos, ni las pulgas que nos comen. ¿Hermana pulga? No se le ha oído decir eso ni a San Francisco de Asís. 

Pero la ternura disneyana trasladada al ámbito del despotismo burocrático, como lo hace el alcalde Gustavo Petro, se lleva por delante otros derechos: los de las minorías (en este caso las minorías aficionadas a la fiesta brava),  arrasados por el sentimentalismo de las mayorías. Señalaba un jurista que las Cortes Constitucionales se inventaron para defender a las minorías de la tiranía de las mayorías.
Pues es exactamente eso lo que está en juego en esto de la prohibición de las corridas de toros. O de su no propiciación, en la retorcida retórica de Gustavo Petro, que en su opinión lo autoriza, en tanto que “dueño” de la plaza, a no alquilárselo a quien no le dé la gana.  En este caso, a quienes pretenden usarla para dar toros, pese a que la misma Corte ha especificado varias veces que el objeto de la plaza de toros, como su nombre lo indica, es dar toros; y que la misma Corte “ha avalado la regulación legal de estas actividades (los espectáculos taurinos), contenida en la Ley 916 de 2004, en cuanto tradición cultural de la Nación, susceptible de ser reconocida por el Estado”.

Los aficionados a los toros en Bogotá no pasamos de unos cuantos millares de personas: somos los que llamamos las 15.000 localidades de la Santamaría (las caras y las baratas, las de sombra y las de sol), más las dos o tres mil más que se quedan por fuera en las grandes tardes de “no hay billetes”. Somos, pues, una pequeña minoría. Pero la democracia, en la que se supone que vivimos aquí y gracias a la cual Gustavo Petro ha podido conservar en contra de la arbitrariedad del procurador su cargo de alcalde de Bogotá, consiste en el respeto a los derechos de las minorías, y no únicamente en el gobierno de las mayorías.

A las cuales lo que les gusta es prohibir. No solo en el mundo islámico, como lo caricaturizan los medios: sino aquí. Acabamos de ver la clausura de una exposición en un museo porque unos católicos la consideraron impía y pidieron su prohibición. Hemos visto la furia desatada del procurador Alejandro Ordóñez contra la sentencia de la Corte que permitió la adopción de un bebé por una pareja homosexual. La prohibición de las corridas de toros forma parte del fenómeno prohibicionista de todo lo que no sea mayoritario, como ha sido el caso del consumo de drogas, y forma parte también del ánimo general de incitación a la violencia. En estos días hemos visto a los antitaurinos militantes fanáticos, frenéticos –y por añadidura desocupados– agresivos y soeces, desencadenados en las redes sociales contra los magistrados de la Corte y, por supuesto, contra los aficionados a los toros: asesinos, los llaman, sádicos, enfermos mentales.

Son ellos quienes, como el propio alcalde Petro que los encabeza, acusan a los pacíficos aficionados a los toros de incitación a la violencia.  El propio alcalde, por su origen rojaspinillista (M-19: “Con el pueblo, con las armas, con María Eugenia al poder”), debería saber que a diferencia de lo que ocurre a menudo en los estadios de fútbol, la única vez que ha habido aquí violencia en una plaza de toros fue aquella en la que el dictador mandó a sus detectives del SIC a que apalearan en las graderías de la plaza a los aficionados que en la corrida del domingo anterior habían abucheado a su hija María Eugenia, la futura “capitana del pueblo”. Tal vez de aquel abucheo le viene a Petro, de manera inconsciente, su animadversión por la afición a los toros.

Porque se opone a ese prohibicionismo demagógico, a esa generación de un “estado de opinión” que se considera forma superior del Estado de derecho, a ese arrasamiento de las minorías por las mayorías exacerbadas de odio y de ignorancia, la defensa de las corridas de toros se condensa en el grito que la otra tarde, ante la plaza, en torno a los novilleros en huelga de hambre para reclamar su derecho al trabajo, lanzaban los aficionados: ¡Libertad!

Nota: Aseguró Gustavo Petro hace 15 días cuando recibió en su despacho de la Alcaldía a esos mismos novilleros en huelga que él prefería retirarse de su cargo antes que permitir que en Bogotá volvieran a celebrarse corridas de toros. Creo que la ciudad entera agradecería que cumpliera su palabra.