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| Foto: Juan Carlos Sierra

OPINIÓN

Pena de muerte al Inpec

La crisis y la forma como martiriza a la mayoría de los reclusos exige mano dura, pero es apenas un síntoma de un problema mayor: la descomposición social y el auge del delito, unidas al fracaso de la justicia y del sistema penal colombiano.

Germán Manga
3 de abril de 2018

A cualquier hora del día o de noche la Policía realiza una requisa sorpresa en una cárcel de tamaño importante de Colombia y encuentra armas cortas, cuchillos, punzones, teléfonos celulares, drogas, licores… Si es tarde o en la madrugada, hallarán también mujeres y otras personas no autorizadas en las celdas.

Se desata algo de turbulencia y agitación cada vez que esto sucede, pero ya es rutinario.  Saben que, si repiten el operativo a los pocos días, incluso horas después, encontrarán lo mismo –armas, celulares, licores, mujeres, drogas-.     

Así es el mundo del Inpec, un ente oficial en el que no existen límites para el asombro, una tierra salvaje donde abunda el dinero y la maldad porque en ella coinciden los intereses de muchos integrantes de las ligas mayores, medianas y pequeñas del crimen –narcotraficantes, extorsionistas, secuestradores, asesinos, ladrones, capos de la minería ilegal, delincuentes de cuello blanco –corrupción, parapolítica-, jefes e integrantes de grupos armados ilegales.

Guardianes, delincuentes y personas inocentes cohabitan en cautiverio, en ambientes de abuso y de delito, en los cuales casi todo –un cambio de celda o de patio, una llamada telefónica, un lugar para dormir, la compra de drogas legales o ilegales, una visita, un antojo gastronómico, cupos en los programas de estudio y trabajo, una salida, una fuga, lo que sea- tiene precio y mueve negocios de grandes proporciones. Un informe del pasado noviembre del diario El Espectador señalaba que entre enero y septiembre de 2016 se vendieron 102 millones de minutos de telefonía celular en las cárceles y que los operadores reportaron por ese concepto ingresos por 26.000 millones de pesos.

Esta semana el Inpec volvió a ser noticia porque el pasado sábado se fugaron por la puerta principal de la cárcel de máxima seguridad La Picota, en Bogotá, dos reclusos, integrantes de las Farc, presuntamente con la ayuda de un dragoneante que había estado tomando licor con ellos. Al día siguiente un hombre que cumplía una condena de 14 años por acceso carnal violento huyó de la Cárcel Bellavista en Bello Antioquia y dejó una carta a la guardia ofreciendo disculpas por la fuga, la séptima en cárceles colombianas lo que va corrido del año.  

El caos del Inpec es sin duda la peor expresión de los abusos que se desataron al interior del sindicalismo colombiano tras la promulgación de la Ley 584 del año 2000 que en busca de favorecer a los trabajadores simplificó la creación de sindicatos y que ha sido utilizada por algunos para proteger intereses oscuros y en el caso del Inpec para organizar y mantener a flote una pavorosa organización criminal. Las dos terceras partes de los 12.400 guardianes del Inpec están afiliados a 78 sindicatos y 3.650 de ellos tienen fuero sindical lo cual los blinda para responder por abusos y delitos.  La Contraloría General de la República acumula además múltiples denuncias de abusos de directivos e integrantes de esos sindicatos que se lucran con permisos remunerados, vacaciones e incapacidades. Según este ente de control los permisos autorizados por el instituto tan solo en el año 2015 sumaron en tiempo 39.500 días, más de 110 años.

En el inventario de los desastres la administración no resulta mejor librada que los sindicatos porque también son frecuentes los escándalos y las denuncias por corrupción y desgreño. Tan solo en el último reporte, divulgado el pasado mes de enero, la Contraloría reportó irregularidades por 1.800 millones de pesos en la prestación de servicios de alimentación, vigilancia electrónica, infraestructura y salud en las cárceles a cargo del Inpec, a través de la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios (USPEC).

La sucesión de escándalos es tan vertiginosa y constante que el cargo de director es la silla eléctrica de la administración pública en Colombia –el Inpec ha tenido desde su creación en 1992 un promedio de dos directores por año-.

La crisis es descomunal y es posible que, como se propone desde diferentes fuentes en los últimos años, la única solución posible sea su liquidación. Pero es apenas un síntoma del problema mayor que es la descomposición social y el auge del delito, unidas al fracaso de la justicia y del sistema penal colombiano. Con una tasa de imputación de apenas 26% y con alarmantes índices de reincidencia, hay 120.000 personas privadas de libertad y las tasas de hacinamiento en algunas cárceles superan el 365 por ciento.

Mientras prosperan las actividades criminales de algunos funcionarios, de guardianes y detenidos poderosos, la mayoría de los reclusos viven en condiciones miserables, a veces infrahumanas, con precario servicio de salud, mala alimentación, sin opciones para la resocialización, víctimas constantes de la violación de sus derechos. Tres sentencias de la Corte Constitucional resumen el “estado de cosas inconstitucional” declarado hace 20 años que predomina en las cárceles que martiriza a los reclusos y al propio gobierno que por el Inpec acumula más de 1000 condenas desde el año 2010, 90 por ciento por asesinatos y lesiones provocadas por la guardia.

La gente reclama -con razón- seguridad y la respuesta ha sido aumentar penas y conductas sancionadas a cargo de una justicia defectuosa que detiene inocentes y excarcela delincuentes con más de 60 reincidencias. El desorden, la corrosiva e incontrolable corrupción en las cárceles cubre con un manto de vergüenza al Estado y a los gobiernos de los últimos 20 años, incapaces de realizar una reforma que permita restablecer la majestad de la justicia, definir una política criminal y vencer la resistencia de las poderosas organizaciones criminales que reinan en la ambigüedad y la anarquía de hoy. En ese panorama, el Inpec es lo de menos.