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El fiscal general, Eduardo Montealegre, reabrió el debate sobre la posible convocatoria de un referendo para decidir si le otorgan atribuciones al presidente Juan Manuel Santos para terminar la negociación con las Farc. Santos, sin embargo, descartó la idea. | Foto: Carlos Julio Martínez

POLÍTICA

El dilema del referendo

Se agita el debate político sobre si una votación en el tema de la paz podría ser la salida para un proceso cada vez más enredado.

25 de abril de 2015

El fiscal general, Eduardo Montealegre, alborotó nuevamente el ambiente político. En una entrevista radial en la mañana del viernes resucitó una idea que, a comienzos de la semana, había estado en el centro de la intensa batalla política que están peleando el gobierno y la oposición con relación al proceso de paz: convocar un referendo constitucional el mismo día de las elecciones regionales –el 25 de octubre– para que los ciudadanos decidan si le entregan al presidente de la República facultades amplias para terminar la negociación con las FARC.

El martes anterior, el presidente Santos había convocado a una reunión en Palacio para estudiar el tema. El ambiente estaba caldeado por las repercusiones de la masacre de 11 soldados en el Cauca. Los opositores a los diálogos estaban envalentonados y el primer mandatario había capoteado el temporal con la propuesta de imponerles plazos a las FARC. En el encuentro, sin embargo, Santos aceptó la iniciativa del referendo y les envió un mensaje claro a los asistentes –presidentes de Senado y Cámara, dirigentes de los partidos de la Unidad Nacional y funcionarios más cercanos- en el sentido de que le gustaba la idea.

Un encuentro entre dirigentes políticos nunca es reservado y la noticia, como era de esperarse, se filtró y generó una nueva tempestad. El senador y expresidente Álvaro Uribe la atacó con todo. En una larga serie de trinos la calificó como una copia de la ley habilitante que hace poco fue aprobada en Venezuela, para entregarle al presidente Nicolás Maduro instrumentos de defensa de corte autoritario para hacerle frente a las sanciones impuestas por Estados Unidos. El uribismo denunció el borrador del referendo como una jugada típica del castrochavismo: empoderar el jefe de Estado y debilitar a la oposición. En este caso, además, con el fin de hacerles más concesiones a las FARC y sacar adelante la embolatada negociación.

En medio de la tormenta, el presidente se reunió el miércoles con el equipo de paz, que acababa de regresar de La Habana. En un análisis sesudo, los negociadores le hicieron ver que el referendo sería contraproducente para la negociación. Más allá de sus formas y contenidos –que apenas alcanzaron a esbozarse–, las FARC lo verían como otra imposición unilateral dirigida a cambiar las reglas pactadas en el marco general para la terminación del conflicto. En concreto, del último punto –sexto de la agenda- que establece que entre las dos partes, gobierno y FARC, se acordará un mecanismo de refrendación popular de lo acordado.

Santos evaluó este argumento, sumado a otros sobre sus posibilidades legales y su conveniencia política, y decidió descartar la idea. Así lo comunicó. El ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, salió a los medios de comunicación y les declaró que “(el gobierno) nunca ha pensado en una ley habilitante, ese concepto no existe en Colombia” y que “jamás ha pensado eso con los partidos de la Unidad Nacional”.

Las declaraciones del fiscal general el viernes en Blu Radio, en consecuencia, generaron toda suerte de interrogantes. Desde los que se preguntaban si Montealegre actuaba como una rueda suelta, hasta la de los representantes de las doctrinas conspirativas –que nunca faltan en Colombia- según la cuales el fiscal estaba resucitando el tema para hacerle un favor al gobierno.

La historia completa comenzó hace tiempo, mucho antes de la masacre de las FARC contra el Ejército, y recoge una iniciativa liderada por el expresidente César Gaviria y acompañada por el fiscal Montealegre. Obedece a la conclusión de que, bajo las normas legales y constitucionales vigentes, el presidente de la República carece de atribuciones para tomar algunas de las decisiones que están pendientes en el proceso de paz. Las normas más importantes sobre la materia son la Ley 418 de 1997 y el Marco Jurídico para la Paz, aprobado en el primer cuatrienio de Juan Manuel Santos. En el primer caso se introdujeron modificaciones en 2010 –impulsadas por el entonces ministro del Interior y actual vicepresidente, Germán Vargas Lleras- para prohibir las zonas de despeje. En el segundo -con revisión de la Corte Constitucional- se fijaron algunas limitaciones al poder presidencial –y fortaleció el papel del Congreso- para suspender órdenes de captura para los guerrilleros rasos.

A lo anterior se suma el Estatuto de Roma, que no existía cuando se hicieron otras negociaciones de paz, como la del M-19 a finales de los años ochenta. Aunque ese tratado y la Corte Penal Internacional que de allí se deriva han sido hasta ahora un tigre de papel que difícilmente podría obstaculizar un acuerdo de paz en Colombia, una lectura exegética de su texto podría ser utilizada por algunos enemigos del proceso para argumentar que no cabe la justicia transicional para delitos de lesa humanidad. Y lo que allí se contempla como crímenes de esa categoría incluiría varias conductas y prácticas comunes a cualquier guerra, como el desplazamiento forzado que en Colombia ha afectado a 6 millones de víctimas.

Aun si las negociaciones en Cuba se concretan con éxito, habrá un tiempo muerto entre la firma y la refrendación, de muy difícil manejo. La hipótesis de que en ese periodo las FARC sigan armadas les pone a muchos los pelos de punta. Pero es poco probable que la guerrilla entregue los fierros antes de saber con certeza que lo pactado se implementará. Lo cierto es que, bajo la normatividad vigente, el presidente no tendría cómo suspender las órdenes de captura de los guerrilleros en transición a la desmovilización, ni frenar la acción militar en las zonas de concentración en las que se reunirían mientras se refrendan los acuerdos firmados en La Habana.

El referendo, en síntesis, consistiría en preguntarle al constituyente primario si le entrega al presidente esas facultades. La pregunta que se sometería al electorado incluiría un término fijo, de seis meses o un año –según sus proponentes–, que en la práctica le impondría límites a las negociaciones con las FARC. Este camino sería más expedito y menos riesgoso que la aprobación de una ley en el Congreso y el control constitucional en la corte, que se podría llevar más de un año. Un periodo demasiado largo para la agotada paciencia de los colombianos.

El gobierno, sin embargo, considera que el referendo no es viable ni conveniente. Así lo corroboraron varios altos funcionarios consultados por SEMANA. El primer argumento es de orden jurídico. En los seis meses que quedan para las elecciones de octubre es casi imposible tramitar la convocatoria a un referendo, que debe ser aprobado por el Congreso y por la Corte Constitucional. Además, no es claro que las normas actuales no sean suficientes para que el presidente pueda ejecutar lo que pacte en el proceso de paz. El punto más serio es si se pueden suspender las órdenes de captura de los guerrilleros rasos, y no solamente las de los negociadores, y eso se podría aclarar en una ley.

¿Qué hacer? Si algo ha quedado claro en los últimos días es que la polarización entre el gobierno y la oposición se ha profundizado después de la masacre del Cauca. La paz está aún más lejana en Bogotá que en La Habana. En ese sentido el referendo podría servir de puente de convergencia entre actores que están en orillas opuestas. Según pudo establecer SEMANA, el procurador, Alejandro Ordóñez, dijo en privado que no le disgusta la idea.

Como el referendo constitucional tiene dificultades, se han planteado otras alternativas. Una, diferente, es apegarse a la letra del marco general para la terminación del conflicto –acordado con las FARC- y dejar para más adelante la realización de una consulta popular para que el pueblo acoja o deseche lo pactado en La Habana. Allí el problema es que se requiere un volumen de participación cercano a los 8 millones de votos, difícil de lograr en un día en el que no haya otras elecciones.

La otra opción que se ha planteado sería una consulta popular sin connotaciones jurídicas. Algo parecido a la Séptima Papeleta que en 1990 le abrió paso a la Constituyente del 91, o al mandato por la paz que en 1997 impulsó al proceso del Caguán que se inició un año más tarde. Voceros del gobierno aseguran que “todo está en estudio y nada se puede subestimar”.

Lo que es un hecho es que el proceso de paz está en la peor crisis desde sus inicios, y ninguna de las propuestas que se han hecho ha demostrado que puede ofrecer una salida. Las FARC han reaccionado de manera poco constructiva a la muerte de los soldados, llegando a culpar al gobierno por su falta de una respuesta positiva al cese al fuego unilateral que ellas han cumplido. El viernes, sin embargo, en carta abierta al Presidente dijeron que “el proceso de paz hay que sacarlo al otro lado. Y rápido. Sin recurrir a artilugios mañosos y sin dilaciones justificadas”. Y también a finales de la semana el presidente Santos le solicitó a la guerrilla que pidiera perdón por su acto violento en el Cauca. Falta ver si lo hará.

Por su parte, el gobierno ha enviado señales contradictorias que en algunos sectores han sido recibidas como síntomas de indecisión. El solo hecho de que el presidente Santos se haya mostrado favorable al referendo en la reunión con los partidos de la Unidad Nacional, y que después haya salido en contra, ratifica ese sentimiento. Nada sería mejor, bajo las circunstancias actuales, que un acto de audacia. Una jugada que pateara el tablero y le diera al proceso un salto cualitativo para desenredar la maraña. ¿Será un referendo –en cualquiera de las modalidades posibles– la mejor salida?