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Los militares retirados, como el general Jaime Ruiz Barrera de Acore (izquierda) y el propio general Jorge Mora (derecha), parecen tener reservas con el texto redactado por el Ministerio de Defensa con los comandantes, como el general Alberto Mejía (arriba), sobre responsabilidad de mando en la JEP. | Foto: Daniel Reina

PROCESO DE PAZ

Los generales temen a la JEP

En el debate sobre la JEP saltó la liebre de la responsabilidad por mando que afecta a los generales de la república. El gobierno asegura que quedarán blindados frente a la justicia internacional. Pero algunos expertos tienen dudas al respecto.

25 de febrero de 2017

El fantasma de la Corte Penal Internacional (CPI) se ha colado en los debates del Congreso sobre la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Hace dos semanas la Cancillería recibió una carta de la fiscal de la corte Fatou Bensouda, quien expresa su preocupación de que las investigaciones por graves violaciones de derechos humanos que involucran a generales y coroneles de alta graduación no avanzan. El mensaje tácito de la fiscal es que si Colombia no hace algo, esa corte podrá intervenir. La carta ha sido interpretada como un mensaje al gobierno y al Congreso para que corrija lo que la señora Bensouda considera un error en el acto legislativo que crea la JEP. Ella, así como diversos activistas y expertos en derechos humanos, cree que el texto, tal y como está, no se ajusta a los estándares internacionales. En particular al artículo 28 del Estatuto de Roma, suscrito por Colombia en 2002, que habla de que los altos mandos de una organización o Ejército deben responder por lo que hagan sus subalternos. Eso preocupa a generales activos y retirados porque en la práctica muchos de ellos podrían terminar en el banquillo para responder por crímenes tan atroces como los falsos positivos.

Pero el gobierno cree otra cosa. Está seguro de que la redacción, tal y como está, se ajusta al Estatuto de Roma y que no habrá impunidad. Las diferencias y malos entendidos en esta materia tienen que ver con los avatares que hubo entre el acuerdo firmado en Cartagena y el del Teatro Colón. El primer acuerdo, concertado por una subcomisión de tres juristas del gobierno y tres de las Farc, fue construido con precisión de relojero pues era el resultado de una negociación a muchas bandas. Una de esas bandas eran los militares, cuyo peso en el juego del poder en Colombia es evidente.

Que los militares adhirieran al proceso de paz no era tarea fácil. Menos aún que aceptaran una justicia que iba a ser para todas las partes, y no solo para las Farc, como pretendían muchos en el país. Finalmente ellos no solo se metieron al proceso de paz, sino que lo han hecho de manera muy constructiva. Primero porque se convirtieron en pieza clave de la negociación en el diseño y cumplimiento disciplinado del cese del fuego y de hostilidades bilateral y definitivo. Segundo, porque han demostrado la disposición genuina de hacer un cambio de doctrina, paulatino, para salir de la lógica contrainsurgente y transitar a una acorde con el posconflicto, basada en el control institucional del territorio.

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Pero la contracara de su presencia en el proceso de paz era la resolución de su compleja situación legal. Miles de miembros de la fuerza pública, de todos los rangos, tienen procesos o condenas por violaciones de los derechos humanos. En virtud de esa realidad, los militares aceptaron someterse a la justicia transicional que regirá para las Farc, pero de manera diferenciada. Entendieron que la espada de Damocles de la justicia internacional pende sobre los hombros de muchos de sus más altos oficiales, por más que la narrativa heroica del Estado colombiano los considere soldados victoriosos.

En el primer acuerdo, firmado en Cartagena el 26 de septiembre, básicamente se establecía que un alto mando debería responder por lo que hicieron sus tropas si tenía control efectivo de la conducta de las mismas. Esto era satisfactorio porque la CPI también ha dicho que los países deben buscar una congruencia entre su derecho interno y el internacional, y en el derecho colombiano hay jurisprudencia para apoyar esa interpretación sobre el mando.

Pero las urnas negaron ese acuerdo y vino una renegociación en La Habana. Allí ocurrió algo que llenó de desconfianza a muchos militares. A su juicio, el texto que salió aprobado traía un cambio que los enviaba directo a la picota. Decía que debían ser juzgados por responsabilidad de mando quienes “debiendo haber sabido” sobre la conducta de sus subalternos no lo hicieron, o no pusieron en conocimiento de autoridades pertinente estas fallas. Una redacción que semejaba de manera más literal lo establecido en el Estatuto de Roma. Sin embargo, en unas Fuerzas Armadas en las que ha primado el espíritu de cuerpo, incluso en casos de falsos positivos, esta redacción resultaba inquietante. Entonces, la víspera de la firma del acuerdo del Teatro Colón hubo una suerte de ruido de sables de generales activos y retirados que obligó al gobierno a hacer una fe de erratas y volver a la fórmula del control efectivo sobre la conducta. El presidente les concedió la razón a los generales en dos aspectos. Primero, que se había modificado el texto en La Habana a pesar de que siempre se dijo que con las Farc no se discutirían los asuntos que atañen a los militares. Y segundo, que no se les habían consultado, pues ni el general Jorge Enrique Mora ni el general Óscar Naranjo, que habían estado cuatro años en las conversaciones, fueron informados. Ahora, los militares aprovecharon la ocasión y le colgaron al acuerdo ciertas frases que causaron estupor en algunos de los negociadores. Por ejemplo, que la JEP no sería aplicable para aquellos militares que hubiesen incurrido en un enriquecimiento personal “indebido”. Nadie entendió muy bien cuál era el enriquecimiento personal ‘debido’ en el caso de los militares.

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Esta enmienda fue trasladada en los mismos términos al acto legislativo que crea la JEP y que está en curso en el Congreso, y ha generado el rechazo de la señora Bensouda, de organizaciones internacionales como Human Rights Watch, que dirige José Miguel Vivanco, y de importantes juristas en Colombia.

Lo paradójico es que al mismo tiempo un grupo de generales retirados acusó al gobierno de todo lo contrario: de querer meterles el artículo 28 del Estatuto de Roma, y, de paso, de haberlos traicionado. El gobierno aclaró que el texto fue redactado en el Ministerio de Defensa, consultado con la cúpula militar. Esto dejó en evidencia que entre los altos mandos activos y los retirados hay diferencias sobre cómo encarar el problema de la justicia internacional. Los activos saben que deben cumplir el estándar internacional, mientras algunos de los retirados insisten, prácticamente, en que desaparezca la responsabilidad por mando, lo cual es imposible a la luz no solo de las normas internacionales, sino de las internas. Finalmente los retirados dieron por aclarado el malentendido y el acto legislativo pasará a último debate en la plenaria en el Senado tal y como está.

Este episodio es apenas una muestra de lo que se viene en la JEP: la tensión entre justicia y paz. Ambos son valores críticos para la democracia, y la manera como se equilibren las demandas de uno y otro dirán qué tan exitoso será el cierre definitivo del conflicto interno. Para ponerle fin a una guerra degradada, de medio siglo, sin vencedores, el gobierno entendió que tenía que concederles a las Farc dos cosas que eran parte de su dignidad como combatientes: no ir a la cárcel como si fueran simples criminales y la posibilidad de participar en política. Estas dos premisas han sido rechazadas por la oposición por creerlas sapos imposibles de tragar.

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Pero la dignidad de los militares también estaba en juego. La narrativa con la que se ha terminado la guerra es la de unas Fuerzas Armadas victoriosas, cuyo lustre se ha visto opacado por un puñado de manzanas podridas que violaban los derechos humanos. Es decir, los militares rechazan la tesis de que hubo políticas desde el alto mando que incentivaran la comisión de delitos atroces como los falsos positivos o las macabras alianzas con los paramilitares. En el fondo, esto es lo que la redacción del acto legislativo les concede. Pero a la luz de los derechos humanos y del derecho penal internacional, esto es otro sapo difícil de digerir, especialmente cuando no se trata de casos aislados, sino de patrones de comportamiento sistemáticos como ocurrió con las ejecuciones de civiles en muchas brigadas.

Nadie dijo que terminar un conflicto sería fácil. Tampoco que crear un sistema de justicia aceptable por todas las partes lo fuera. Tanto el Congreso como la Corte Constitucional, que le debe hacer control al acto legislativo, tendrán que ponderar los argumentos jurídicos y morales para garantizar la justicia, con las realidades políticas que permitirán hacer sostenible la paz.