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De Venezuela con amor: una noche de putas en el barrio Santa Fe

Semana.com exploró con sus periodistas una de las zonas de tolerancia de Bogotá, a la que cada vez vienen más mujeres del país vecino en busca de dinero. Detrás hay un drama humano y migratorio sin freno.

25 de febrero de 2017

Por: Rodrigo Urrego, José Guarnizo y Astrid Suárez.

Sari tiene 28 años y una mirada capaz de rendir a sus pies a cualquier hombre. No conoce Bogotá, apenas las sórdidas calles del centro donde fijó su residencia temporal. La capital colombiana no es sinónimo de futuro, pero sí tiene las llaves para cambiarle el decorado a un presente que cada vez lo advierte muy oscuro.

Su hija, de cuatro años, se ha quedado en Maracaibo, a la espera de buenas noticias, o por lo menos saber que comerá algo distinto que una arepa, el pan de cada día desde hace mucho tiempo, desde que la llamada revolución bolivariana dejó de ser una ilusión colectiva, para convertirse en una pesadilla. Una que de momento parece no tener despertar.

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Hace diez días, Sari empacó una pequeña maleta, apenas con lo necesario. Sus mejores prendas, sus cosméticos, dos teléfonos celulares. Dos horas y 25 minutos desde Maracaibo, en el estado de Zulia, a Maicao, en La Guajira.

Sabe que si la policía sospecha de sus movimientos, su voz es la carta para seducirlos y que se fijen en la vida de otro de los viajeros del bus. De allí, otro bus a Santa Marta,  cuatro horas de recorrido. Y de la ciudad donde murió Simón Bolívar a Bogotá, otras quince horas viendo pasar todo tipo de paisajes por el cristal de la ventana.

El frío de la capital obliga a Sari a vestir más abrigada que en su natal Maracaibo, aunque el plan que trae entre manos sugiere andar con prendas poco recatadas. No viajó sola, lo hizo con una amiga, su cómplice de travesía, la única compañía sincera que tendrá en los momentos donde la soledad aparezca como un fantasma.

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Llegaron a la zona de tolerancia del barrio Santa Fe, una cuadra debajo de la Avenida Caracas, entre calles 20 y 22. En la Piscina, club nocturno, uno de los más apetecidos de la zona, encontraron techo. Ambas comparten una modesta habitación donde las horas se pasan despacio, hasta que llegan las 5:00 p.m., cuando el sol comienza a ocultarse, y da paso a la noche con todas sus pasiones desenfrenadas.

Es la media noche del sábado 18 de febrero. En las calles del sector de tolerancia, varios mozos con chalecos estilo billarista, interceptan a decenas de hombres que van husmeando las puertas para elegir el lugar, y les ofrecen paisas, caleñas y venezolanas como principales atractivos. Sari es una de las ‘estrellas’ de la Piscina. Lo suyo no es el tubo, el pole dance, o quitarse la ropa de forma seductora delante de la mesa que ha pedido una botella de ron, aguardiente o whisky, que da derecho a tener de cerca a alguna de las mujeres del club.

Tampoco viste prendas que le dejen ver más allá de lo prohibido. Un jean claro, ceñido, que le resalta  sus nalgas y sus muslos, y una camisa blanca que le deja al descubierto el ombligo y la cintura, una pinta más para una fiesta, o porque no para la universidad, que para pasar la noche a la caza de clientes en un putiadero.

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Las calles afuera de los clubes son un hervidero de hombres. Hay muchedumbre pero seguramente detrás también soledad. Bogotá es una ciudad en la que según el concejal Hosman Martínez hay 23.400 personas que se dedican al oficio de la prostitución. En dos horas las aceras han casi cuadruplicado el número de visitantes. No se puede casi andar. Es el punto más alto de una fiesta que comienza a salirse de madre. Un joven de unos veinte años está tirado en la vía boca arriba, con la cara pegada al andén, en el centro de un tumulto. Tiene la frente ensangrentada y el semblante de quien se ha bebido una botella entera. ¿Qué le pasó? Parece que no importa. La gente sigue de largo.  

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El acento venezolano es un plus en el ambiente de la noche. Sandra, una colombiana esbelta y menos voluptuosa que sus compañeras de La Piscina, intenta hacerse pasar por caraqueña. Le da más réditos, más opciones de cazar un cliente. Pero su inocultable deje de bogotana y el desconocimiento sobre el país vecino la delatan ante la primera pregunta. Pero Sandra insiste. No abandona, en ningún punto de la conversación, su acento simulado.

Nadie –ni las autoridades- se pueden aventurar a dar un número exacto de venezolanas que vinieron a probar suerte en oficios sexuales. Migración Colombia cuenta apenas con el registro de los extranjeros que, por no reunir los requisitos legales de estancia en el país, devuelve a la frontera. Pero hay miles trabajando sin permiso y de ellos no se tiene noticia.

Desde hace tres años la cifra de venezolanos que entran sellando el pasaporte en los puestos de control ha subido sin parar. Los números aumentan de a miles: en el 2014 entraron más de 291.000 personas, en 2015 ya eran 329.000 y en 2016 llegó casi a 379.000. Como es bien sabido, Venezuela pasa por una turbulencia social de la que no se recupera hace por lo menos diez años. De hecho, la mayoría de personas entran para abastecerse de los alimentos que, al otro lado de la frontera, son un tesoro perdido.

Por las trochas, atravesando el río, con sus niños y asumiendo el riesgo de ser ‘pillados’ entran otros miles. Son los ilegales. Se saltan los papeles y, si la suerte no los acompaña, Migración Colombia los deporta después de operativos y verificaciones. Cada vez también hay más expulsados: en 2012 deportaron 11 venezolanos, mientras que en 2016 devolvieron a 1.956.

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Entonces vienen las preguntas. ¿Es legal lo que hacen mujeres como Sari? ¿Una prostituta puede solicitar visa de trabajo para entrar a Colombia de manera regular? No es la primera vez que Christian Krüger, director de Migración Colombia, responde este interrogante. Con sus manos ajusta su traje y pausadamente responde que no conoce el primer caso, que cuando entran por los puestos de control vienen como turistas, y cuando no lo hacen así pues ingresan por las trochas y ellos no se enteran.

Con el tema de la prostitución Krüger es cuidadoso, reitera que las mujeres son deportadas no por estar ejerciendo ese oficio, sino por estar de manera irregular en Colombia. “Es un drama humano (…) un tema desafortunado porque se han encontrado casos de personas profesionales ejerciendo la prostitución”, dice.

Y cada vez aparecen más mujeres, por desbandadas, en las ciudades menos pensadas. A un kilómetro de Tunja, en la vía que va hacia el frío pueblo de Cómbita, en Boyacá, el año pasado llegó una inusitada ola de bonitas y jóvenes foráneas. 

Fue difícil para las recién llegadas pasar desapercibidas entre los boyacenses del páramo. Muy pronto la comunidad comenzó a llamar a la Policía tras el éxito intempestivo que comenzó a tener entre los clientes un bar llamado ‘Champagne Las Vegas’.

El 29 de agosto la Policía irrumpió en el establecimiento, en medio de la fiesta. Adentro estaban 39 venezolanas y una peruana, todas indocumentadas. Un grupo de ellas estaba en la azotea del negocio, con pocas ropas, muertas de frío y del pánico. Ahí terminó el sueño de reunir los pesos que necesitaban para volver a la realidad. A lo de siempre.

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Apoyada en la barra, y en un corrillo con otras chicas, Sari atendió al primero de los hombres que se fue a la conquista. Poco tiempo tardó en convencerla y la mujer aceptó acompañarlo a la mesa que compartía con otros cinco hombres, también en planes de levante. Sari se sentó y empezó a servir copas de trago con intenciones de acabar rápidamente con la botella. Ellas tienen ese objetivo: que los clientes llamen a los meseros para que aparezca más licor.

Sari sabía que no duraría más de una semana en Bogotá. Apenas consiguiera el dinero que necesitaba empacaría su maleta y emprendería la travesía de regreso. Volvería a Venezuela por su hija y para operarse las tetas. Estudió relaciones públicas, su carrera la financió la revolución bolivariana, pero desde hace cinco años no conseguía trabajo. En Colombia, encontró la fórmula para conseguir dinero.

Sentada en esa mesa, Sari no paraba de inspeccionar con su mirada los otros rincones del lugar. En frente, tres hombres brindaban con media botella de ron. Se fijó en uno de ellos, el que la miraba fijamente, y al menor descuido de su primer ‘enamorado’, le mandó un beso a la distancia, que fue recibido en aquella mesa con risas nerviosas. Minutos después se levantó de su silla y caminó hasta donde los tres hombres. Agarró la media botella de ron y sirvió el trago hasta la última gota.

Mientras en la pasarela, una voluptuosa mujer había bailado dos pistas de música electrónica hasta quedarse desnuda, Sari le hablaba al oído al hombre en el que se había fijado para enredarlo tan fácil como a un niño, con ese acento caribeño al que difícilmente se le podía contestar con un no. Lo sacó a bailar, lo agarró de la nuca, le acarició el pelo, le puso el cuello cerca de la nariz para que no se le olvidara su olor; le dio besos en la cara y hasta le agarró sus partes nobles. Parecían novios.

Antes de que terminara la canción, la única que bailarían, le propuso hacer el amor. El hombre no se pudo negar a pesar de que intentó una rebaja de los $120.000 que Sari le cobró. Se fueron agarrados de la mano, traspasaron una puerta, subieron el ascensor hasta el cuarto piso. Veinte minutos después bajaron separados, como si no se conocieran. En un rincón oscuro se despidieron, para nunca volverse a ver.