Home

Nación

Artículo

Que nos expliquen

Silvia Galvis
21 de septiembre de 2009

Sordos a la voz de la cordura y tercos en el propósito de defender lo indefendible como si fueran parlamentarios, a dos conspicuos columnistas, Antonio Panesso y Robertico D’Artagnan, les ha dado por llamar moralistas a quienes no comulgan con la rueda de molino para los políticos que trafican con el país y con la dignidad del país.

Me parece que toca explicarles, aunque tengo la duda si el doctor Panesso, en su mar de erudición, no sabrá la diferencia. ¿No sabrá, por ejemplo, que moralista, por lo general, se le dice al ardiente enemigo de la tanga, el striptease y los homosexuales? ¿No sabrá el término les calza perfectamente a aquellas almas extrañas que se escandalizan mucho con un cuerpo humano desnudo y casi nada con el cuerpo sangrante de un masacrado?

Esos son los moralistas. Los otros, los que se mueren por vivir en sitio limpio, no se llaman así: a esos se les dice patriotas. Como Luis Carlos Galán caído, precisamente, en el intento desesperado de asear la patria. Y sin embargo, antes de ese nefasto 18 de agosto, lo llamaron todas esas cosas tergiversadas: moralistas, mesías, maniqueo, fanático que “se creyó redentor de un partido supuestamente enviciado, corrompido”, frase pronunciada por la boca turbayista del embajador Carlos Lemos Simmonds, por allá en 1985, cuando Galán condenaba la marrullería y reclamaba la decencia en la política y el doctor Lemos defendía el irredimible partido liberal.

Otra boca turbayista, la del ex ministro Jorge Mario Eastman, también lo atacó; dijo que Luis Carlos Galán sufría de “complejo mesiánico” y que la beligerancia galanista le habría traído más males que bienes al partido liberal, como por ejemplo, hacerle perder la presidencia en 1982 (presidencia que se perdió pese a la narcoayuda). Consiga, la voz explícita de más gangoso turbayista, afirmó en 1987, que Galán “siempre ha ido en hombros de los privilegios, de los triunfos fáciles, de esa vida tranquila que dimana de los que ejercen el derecho omnímodo de dividir a sus compatriotas como les viene en gana, entre buenos y malos, honestos y pillos, capaces y retardados”. (¿Capaces y retardados? ¿Así como el doctor Panesso?).

Siete años han pasado desde el asesinato de Galán y bocas como esas siguen lanzándole las mismas saetas envenenadas: ¡moralistas!, ¡fundamentalista!, ¡maniqueo! Envenenadas, sí, pero sobre todo, falsas porque –que se sepa- a Luis Carlos Galán no lo indignaban los bikinis, tampoco echó discurso contra la promiscuidad sexual implícita en los condones, y jamás condenó a las lesbianas al escarnio público. No, que se sepa, a Galán lo agraviaban más las torturas, las desapariciones y la miseria de los pobres, que los senos desnudos de Sonia Braga; pero sin duda, lo que definitivamente lo incendiaba de indignación era el latrocinio en la política. Combatió el estilo y el espíritu encarnado en Santofimio y sus voraces discípulos. Combatió el clientelismo que ha “generado nuevas formas de opresión colectiva”. Combatió las prácticas corrompidas, el enriquecimieto a costa de los puestos públicos y el tráfico de influencias, la infiltración del narcotráfico en la política y en la financiación de las campañas.

*Este artículo fue publicado en El Espectador, el 18 de agosto de 1996