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El coronel retirado Alfonso Plazas Vega fue condenado en junio de 2010 a 30 años de cárcel por su papel en las desapariciones del Palacio de Justicia.

MILITARES

¿Qué es lo justo?

Mientras a varios generales los están condenando a penas de treinta años, a los jefes paramilitares les dieron ocho. Se prende un debate que tiene que ver más con la política que con la justicia.

7 de mayo de 2011

No había acabado de hacerse pública la condena de 35 años de cárcel contra el general retirado Jesús Armando Arias Cabrales por las desapariciones en el asalto militar al Palacio de Justicia a raíz de la toma del M-19, en noviembre de 1985, cuando trinó Álvaro Uribe, desde un foro en Ibagué. "PalacioJusticia: Gral Arias Cabrales: RefConstitucional que proteja honor y libertad de militares y estabilidad de indulto al M19", dijo a través de su cuenta de Twitter el expresidente, el 30 de abril. Sentaba así el tono de una discusión en la que, días después, encontró un aliado inesperado. El 4 de mayo, el presidente Juan Manuel Santos calificó la sentencia como "una injusticia". Desde la izquierda, el exsenador Gustavo Petro terció con su propuesta de "una ley de justicia y paz para los militares". El debate, pues, se calentó.

El general Arias Cabrales, que comandaba entonces la Brigada XIII y estuvo a cargo del operativo para rescatar el Palacio de Justicia de manos del M-19, fue condenado a 35 años de cárcel por la "desaparición forzada agravada, en concurso homogéneo y progresivo" de 11 personas que habrían salido vivas del Palacio y de cuya suerte, hasta hoy, nada se sabe. Además, la jueza María Cristina Trejos lo sentenció a 20 años de inhabilidad para el ejercicio de derechos y funciones públicas.

Cabrales no es el primero. A finales de 2009, el Tribunal Superior de Bogotá condenó en segunda instancia al general Jaime Humberto Uscátegui a la pena más alta impuesta a un general en Colombia -40 años- como corresponsable de la masacre de Mapiripán, cometida en 1997 por paramilitares de Salvatore Mancuso en zona de jurisdicción -disputada por la defensa- de la Séptima Brigada, que comandaba Uscátegui. En junio de 2010, el coronel retirado Alfonso Plazas fue condenado a 30 años, también por su papel en las desapariciones del Palacio de Justicia -sus defensores lo han declarado un chivo expiatorio-. Estas condenas están en apelación y aún puede haber sorpresas. Otros tres generales y un coronel, vinculados en casos relacionados, de resultar culpables recibirían penas similares.

A primera vista, como está planteado, el debate luce lógico. Contra ninguno hay una 'prueba reina' que muestre que dieron la orden o participaron directamente en su ejecución, argumento que han esgrimido sus defensores. Sus sentencias lucen muy duras comparadas con las de los paramilitares que están en el proceso de Justicia y Paz y que después de haber cometido todo tipo de masacres son condenados a ocho años de cárcel. A esta asimetría han recurrido Uribe y Santos. "Mientras el M-19 termina indultado, nuestros militares son enviados, 26 años después de ese hecho, a la cárcel", dijo el expresidente en Ibagué. El presidente, por su parte, criticó "un sistema donde un general que le entregó toda su vida a la defensa de la patria y al que no se le comprobó ninguna relación directa con los supuestos crímenes que se cometieron en el Palacio de Justicia por parte de la Fuerza Pública pague esta condena de 35 años de cárcel, cuando otros delincuentes que torturaron y sometieron a los colombianos a situaciones horrorosas quedan libres tras cinco u ocho años de cárcel". Al afirmar que no se habría comprobado "relación directa" del general Cabrales con las desapariciones, Santos hace alusión, precisamente, a que la falta de la 'prueba reina' haría patente la "injusticia".

Parece una discusión puramente judicial sobre la validez de las pruebas y la proporción (o desproporción) de las sentencias. Para muchos, sin 'prueba reina' ronda la presunción de que el juez se excedió o se equivocó, o suena injusto que mandos militares reciban penas tan duras por delitos que lucen como una fracción de los cometidos por sus contrapartes ilegales. Pero el debate es más complejo.

Para empezar, pocos son los procesos en los que aparece la célebre pero elusiva 'prueba reina', ni en los de militares, ni en los de grupos ilegales, ni en los de delincuentes de cuello blanco. Una de las características de cualquier conflicto armado es que ninguno de los participantes deja por escrito la orden "desaparézcase" o "masácrese", ni aprieta el gatillo ante una cámara. Hasta los corruptos se cuidan de pedir su tajada por teléfono o correo electrónico. Lo que jueces y fiscales terminan evaluando son evidencias, a menudo indirectas y circunstanciales, y testigos, sobre lo cual edifican sus casos.

En segundo lugar, comparar las sentencias de la justicia ordinaria con las de una justicia alternativa que es resultado de una negociación en el marco de un conflicto armado es como mezclar peras y manzanas. Una cosa son los mecanismos -y las penas- de la justicia ordinaria, que se ocupa de determinar si alguien es inocente o culpable y medir la eventual culpa individual en función de parámetros del Código Penal, y otra, muy distinta, los mecanismos de sistemas de justicia alternativa que buscan resolver conflictos armados mediante una combinación, variable según los países y las circunstancias, de verdad, justicia y reparación. Los miembros de grupos armados sujetos a una jurisdicción especial, como la de Justicia y Paz, y a penas alternativas, lo están porque llegaron a un acuerdo con el Estado en el que hay contrapartidas. En ese proceso, a los paras se les sigue condenando con altas sentencias y solo si al final se prueba que cumplieron con los requisitos, se les da la pena alternativa. Por eso, en el fondo este debate es político, no jurídico. Y no es solo sobre el caso del Palacio de Justicia.

Es decir, el régimen penal especial que se aplica a los paramilitares o el que se empleó con las guerrillas en los noventa es producto de decisiones políticas aprobadas por el Congreso, como la Ley 975 o de Justicia y Paz, o la decisión de amnistiar ciertos delitos. La situación de los militares es enteramente distinta, pues, hasta ahora, solo se ocupan de ellos la justicia ordinaria o la Justicia Penal Militar.

La gran pregunta es, si los miembros de grupos armados ilegales tienen derecho a un tratamiento especial, ¿por qué los militares no lo pueden tener también? La respuesta es espinosa, pues, en lo esencial, cualquier propuesta que contemple algún tipo de alternatividad penal para los uniformados implicaría una contrapartida y el reconocimiento de que las violaciones se cometieron en el marco de un conflicto armado. Penas menores, sí, pero ¿'a cambio' de qué?

Una cosa son fórmulas como la propuesta por el expresidente Uribe de "buscar una solución jurídica que salve la libertad y el honor de los militares" en el caso del Palacio de Justicia. Aunque está por aterrizarse, sería ya imposible desde el punto de vista del derecho internacional limitarse a hacer borrón y cuenta nueva con lo que pasó, con la sola contrapartida de respetar lo que Uribe llama "el indulto al M19". Ahí están los militares argentinos, por ejemplo, llevados a juicio décadas después de aprobadas leyes que los perdonaron, como demostración de que el mundo no admite hoy la impunidad para servidores públicos involucrados en violaciones a los derechos humanos, así haya pasado mucho tiempo. Como lo señaló la oficina del representante en Colombia de la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la desaparición forzada no es solo uno de los delitos más graves, sino que lo rodea un "alto grado de impunidad". Jueces y fiscales que se han atrevido a investigar han sido objeto de amenazas y exilios. Sin hablar de que el protagonismo esencial, cuando se presentan estas violaciones, debe ser el de las víctimas, no de quienes han sido acusados de causarlas.

Una variante más pragmática y realista -pero también, llena de dificultades- es la que plantea Gustavo Petro. Su propuesta es aprobar una ley con mecanismos como los de la de Justicia y Paz, solo para miembros de las Fuerzas Armadas, para el periodo de 1970 a 2000, y únicamente para delitos contemplados en el Estatuto de Roma (que rige la Corte Penal Internacional), como desaparición forzada, tortura y otros crímenes de lesa humanidad. Petro cree que en los procesos de paz de los años noventa con la guerrilla nunca se tocó el tema de las violaciones a los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario por parte de los militares en ese periodo, y plantea que a cambio de que quienes las cometieron cuenten la verdad, se les apliquen criterios de justicia transicional y de reducción de penas. "Deberíamos ampliar el tema de Arias Cabrales a una especie de autocrítica de lo que pasó en este país, donde los desaparecidos y torturados son miles, y que personas que cometieron eso tengan la posibilidad de reducir sus penas y contarle al país qué fue lo que sucedió", dice. Y la cuestión, además, no es solo el papel de los militares. Como lo ha planteado Diego Arias, exmilitante del M-19, sus antiguos miembros también deben pedir públicamente perdón al país y a las víctimas por el Palacio.

Porque el fondo de esta discusión es que cualquier debate sobre un tratamiento judicial especial para los militares involucrados en violaciones a los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario lleva, al igual que ha ocurrido con los grupos armados, a plantear cuál debe ser la contrapartida de ese trato más favorable. Michael Reed, del Centro Internacional para la Justicia Transicional, cree que "ahora es un buen momento para llevar adelante un debate sobre la violencia que se cometió en el paí,s que vaya más allá de los grupos armados ilegales. Un debate en el que no se ejerza la negación de la responsabilidad estatal en temas centrales como el paramilitarismo o en la utilización del poder público en acciones de represión ilegal. Requiere un compromiso político muy valiente porque van a salir verdades incómodas, con potencial de desestabilización, pero que van a terminar promoviendo una noción de justicia más completa y robusta". Ese es justamente un gran riesgo. Este debate se daría en el fragor del conflicto, con bandas criminales, guerrilla y neoparamilitares, quienes no vacilarán en utilizar cualquier verdad incómoda y acto de contrición del Estado como un instrumento de guerra para seguir socavando la democracia.

Lo que está sobre el tapete es hasta dónde el país decide llegar en la exploración de lo que ha pasado en estos cuarenta años de conflicto armado y cuán dispuesta está una institución central del Estado y punta de lanza en esta guerra, como las Fuerzas Armadas, a permitir el escrutinio público sobre conductas indebidas de algunos de sus miembros, en lugar de solo buscar preservarlos en la justicia ordinaria.

Muchos militares se sienten mal defendidos y tratados injustamente cuando se les compara con los paramilitares que están en Justicia y Paz o con guerrilleros que hace veinte años se desmovilizaron. Pero, por otro lado, escándalos como la complicidad de ciertos sectores de la Fuerza Pública con el paramilitarismo o episodios como los 'falsos positivos' muestran que existen problemas de fondo. La gran pregunta es si los militares aceptarían, a cambio de un tratamiento judicial especial, que sus oficiales implicados contaran sin tapujos verdades que pondrían a más de uno en aprietos.