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En las últimas encuestas el Sí dobla en intención de voto al No. Sin embargo, las campañas apenas están comenzando, los acuerdos no están terminados. La mayoría de los partidos están en campaña por el Sí. | Foto: León Darío Peláez

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Qué pasa si gana el SÍ

En este escenario, el país queda enfrentado a dos retos: conseguir los recursos para cumplir los acuerdos y buscar una reconciliación política.

20 de agosto de 2016

Si el pueblo colombiano vota mayoritariamente por el Sí a los acuerdos de paz, el presidente Santos debe activar de inmediato los mecanismos previstos en la Constitución y la ley para implementarlos. Así lo dijo la Corte Constitucional en su extenso fallo de esta semana. La corte además señala que el triunfo del Sí tendría tres consecuencias más: 1. Le daría legitimidad democrática a lo acordado. 2. Le daría estabilidad temporal al acuerdo. 3. Se convertiría en garantía de cumplimiento de lo convenido. También, el presidente tendría que hacer todo lo necesario para convertir la voluntad del pueblo en normas que apruebe el Congreso y tengan el visto bueno de las cortes.

La corte señala que el Acuerdo Final tiene unidad de materia y que, por tanto, la gente debe ponderar su decisión –para votar Sí o No- teniendo en cuenta los costos y beneficios, pues no se puede aprobar una parte y desaprobar otra.

Este llamado de la corte es pertinente porque recuerda que aunque hay puntos controvertidos en el acuerdo, otros no deberían levantar sospechas. La gran virtud de los acuerdos es que buscan resolver problemas sociales asociados al conflicto armado. Las expectativas que se han creado son muy altas, mientras los recursos para enfrentarlos son limitados.

¿De dónde saldrá la plata?

Por eso el primer problema para implementar los acuerdos es de orden económico. El país atraviesa una coyuntura fiscal difícil –por la disminución de los ingresos petroleros–, y ni siquiera la reforma tributaria garantiza que habrá con qué llevarlos a la práctica. Como señala el presidente de la Andi, Bruce Mac Master, uno de los vacíos es que no se sabe a ciencia cierta cuánto dinero se necesita, ni de dónde saldrá. Está claro que si se acaba la guerra la economía crecerá, pero no necesariamente en el primer año. La implementación de los acuerdos se dará en uno de los peores momentos fiscales del país. Aún si se aprueba la reforma tributaria este año, el próximo -un periodo crucial para que los resultados del proceso de paz se vean en la práctica- podría convertirse en una frustración si los cambios no se ven de manera tangible.

El primer punto, el agrario, contempla tres grandes rubros. Uno, para hacer el catastro rural. Este ya tiene asegurados los recursos, porque está contemplado hacerlo, con o sin proceso de paz. El segundo punto, y más complejo, es el fondo de tierras, que tiene todavía definiciones pendientes en La Habana. Mientras las Farc creen que debe tener 20 millones de hectáreas, el gobierno considera que no debe superar las cinco. Este fondo cuesta porque el Estado tendría que comprar algunas tierras. Sin embargo, como el posconflicto es de largo plazo, es posible hacer un plan que difiera en diez años su cumplimiento. Así mismo, los planes de desarrollo rural con enfoque territorial requieren por lo menos 6 billones de pesos, dado el atraso y la precariedad que hay en el campo. Algunos de estos recursos pueden surgir del mismo presupuesto nacional, pero no todos.

El otro punto que puede resultar muy costoso es el cuarto, de la lucha contra las drogas ilícitas. Colombia tiene hoy 100.000 hectáreas sembradas de coca en las zonas de mayor marginalidad rural. El cambio de estrategia implica darles oportunidades de desarrollo rural a los campesinos que hoy se dedican a ella. Tampoco se sabe la magnitud financiera de este esfuerzo, y todos los programas de sustitución de cultivos en Colombia se han estrellado con problemas estructurales como la falta de vías y de mercados para los campesinos. El problema es demasiado grande, con una historia de fracasos enorme y un riesgo inminente de que, si no se logra disminuir la producción de coca, la violencia criminal se dispare.

También preocupa la reincorporación de los guerrilleros de las Farc, que pueden ser 16.000 entre combatientes y milicianos, y que va a requerir esfuerzos adicionales para proyectos asociativos.

El acuerdo no es la paz

Otro factor crítico es el político. La Corte Constitucional dejó claro que el plebiscito no tiene efectos jurídicos. Es decir, que los acuerdos deben convertirse en leyes en el Congreso, algunas de las cuales serán reformas constitucionales que necesitan el visto bueno de la misma corte. Esas leyes, que podrían ser cerca de 100 –y que se aprobarán bajo el mecanismo especial de fast track– también requieren una filigrana política. Primero, porque su debate coincidirá con el de la reforma tributaria, que es políticamente costosa para los congresistas, y segundo, porque se llevará a cabo cuando el presidente ya tiene el sol a sus espaldas y la campaña presidencial para 2018 estará al rojo vivo. Un terreno árido para cultivar mayorías en el Congreso.

Pero quizá el mayor reto de esa etapa será la reconciliación nacional. El acuerdo de La Habana no es la paz, sino un primer paso hacia ella. Lo que sigue, si gana el Sí, es el desafío de lograr una reconciliación política que haga posible que la paz sea estable y duradera. Para ello se necesita un liderazgo sólido. Un triunfo del Sí podría reencauchar al presidente Santos y permitirle sentar las bases de un acuerdo nacional. Pero también es posible, como señala León Valencia, que la gente vote por el Sí a pesar de que no le crea a Santos.

Aplicar los acuerdos con una sociedad fracturada y en un estado de polarización será una tarea titánica. Máxime si se tiene en cuenta que uno de los acuerdos que más pronto habrá que implementar será el de justicia, especialmente la Comisión de la Verdad y el Tribunal de Paz. Como bien ha señalado David Rieff en su libro Contra la memoria, la verdad puede aliviar a las víctimas, pero también puede perpetuar las heridas en una sociedad. Estas dos instituciones jugarán una función trascendental para que la verdad, eje de todo el sistema de justicia, sirva para la reconciliación y no para la cacería de brujas, la estigmatización o la venganza.

La transición será difícil

La implementación de los acuerdos tiene desafíos adicionales. El primero es que, como ha dicho el alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, Colombia entrará en una etapa de transición y excepcionalidad de por lo menos 10 años. Los más realistas calculan que el posconflicto puede durar 20 o 25 años. En ese sentido, Santos apenas tendrá unos meses para la implementación y será crucial el compromiso que el gobierno que gane en 2018 asuma con los acuerdos. Lo mismo aplica para las regiones, pues los alcaldes y gobernadores serán claves para que la paz pegue en sus territorios.

La transición implicará también cambios institucionales sobre los cuales puede no haber suficiente conciencia. Para empezar, habrá que ajustar la doctrina militar y de policía. Seguramente cambiarán muchos aspectos de la justicia, máxime si se consolida la idea de una constituyente para el posconflicto. En general, habrá que barajar de nuevo el ordenamiento territorial, porque un intangible de los acuerdos de paz es incorporar a la vida nacional los territorios olvidados que más padecieron la guerra. Todo esto toma años, requiere esfuerzo y necesita una gran voluntad de la sociedad.

A eso hay que sumarle que la incorporación de las Farc a la política será posiblemente el cambio más significativo para la democracia colombiana después del Frente Nacional. Puede haber más conflictividad social y la implementación se hará bajo las tensiones propias de un nuevo esquema de gobierno-oposición. El miedo a que las Farc obtengan el poder por medio de los votos no va a desaparecer el primer día y estará latente por lo menos una década.

Una oportunidad

Ahora, la conciencia de que la aprobación de los acuerdos no va a cambiar al país automáticamente, ni que correrán ríos de leche y miel, no quiere decir que los beneficios del fin de la guerra no sean enormes. Los acuerdos, si gana el Sí, son un instrumento poderoso de cambio social.

Para empezar, Colombia se ubicaría de una manera más positiva en el contexto internacional. De país problema pasaría a convertirse en un Estado atractivo para los inversores, sobre todo si entra a la Ocde. Sus relaciones con la región y con Estados Unidos, marcadas desde hace 50 años por la guerra insurgente, podrían concentrarse en una agenda más diversa y más amplia. Frente a otros actores, que la comunidad internacional lo vea como un país normal –y no en guerra interna- le abriría nuevas oportunidades.

En segundo lugar, se profundizaría la tendencia hacia abordar problemas que la violencia ha eclipsado, como la corrupción y la desigualdad. Es decir, quedaría atrás la agenda del siglo pasado y empezaría a sintonizarse con el mundo contemporáneo. El hecho de que actualmente la sociedad esté debatiendo asuntos tan profundos como la educación sexual de los niños es el atisbo de un país que supera el pasado.

En tercer lugar, hay una ganancia humanitaria gigantesca. El acuerdo de La Habana hace posible que las Farc hagan una dejación de armas exprés. En seis meses, los fusiles serán tres monumentos y no volverán a disparar. Ese es el efecto más inmediato que tendría un triunfo del Sí.

El acuerdo no es perfecto, porque es imposible imaginar un consenso absoluto sobre tantos asuntos complejos. Pero como dice la Corte Constitucional, tiene una unidad de materia, con virtudes y defectos. La gente tendrá que votar por todo o por nada. Finalmente esa es la decisión.