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¿Qué paso, camarada?

Nicolás Buenaventura, el comunista más respetado de Colombia, contesta a la pregunta en un libro crudo y sincero. SEMANA reproduce apartes.

14 de diciembre de 1992

EL MUNDO INTELECTUAL COLOMBIANO, EN especial el de la izquierda, acaba de ser sacudido por la aparición del libro "¿Qué pasó, camarada?" de Nicolás Buenaventura. El autor ha sido sin lugar a dudas el comunista más respetado de este país, el maestro que se dedicó por muchos años al trabajo de educación de masas y a quien los militantes del PCC y de la Juventud Comunista acudieron siempre cuando los asaltaba una duda.
Es ese mismo hombre quien hoy, al acercarse al final de su carrera se plantea, con la visión del muro de Berlín en el suelo, la disolución de la Unión Soviética, la larga agonía de la revolución cubana y la pérdida de objetivos y la criminalización de la guerrilla colombiana, la pregunta que mortifica a miles de comunistas en Colombia y el mundo: qué fue lo que pasó. No se trata de las confesiones de un renegado, ni del discurso de un arrepentido. "¿Qué pasó camarada?" es más bien la gran reflexión, de quien ha luchado por décadas por un ideal que de un momento a otro, como dice el prologuista, "se tornó dudoso, irreal, impracticable". SEMANA reproduce dos apartes del libro que se explican en los cuales Buenaventura expone cómo la pérdida de la democracia y la entronización del Estado todopoderoso en los regímenes revolucionarios, se encuentran en la raíz misma de la catástrofe.
Se trata apenas de un abrebocas para invitar a los lectores de la revista a conseguir y leer el que sin duda puede convertirse en el libro del año en el país.
NOSOTROS, LOS COMUNIStas, hicimos con el título de socialismo la aplicación de una lectura obvia de la historia del Estado moderno. Por ejemplo, leíamos que la sociedad había utilizado el Estado para abolir la esclavitud. Leíamos y releíamos los decretos de manumisión y libertad de esclavos, el siglo pasado, en América Latina, en Europa, en Estados Unidos. Leíamos también de qué manera ese Estado había impulsado en muchos países, las reformas agrarias democráticas, a través de las cuales había sido liquidada la antigua servidumbre medieval.
Por ejemplo, nos ocupábamos constantemente de cuestiones como esta: acá en nuestro país se mantuvo hasta principios de siglo, el confinamiento por deudas del campesino en el feudo-hacienda del señor y es el Estado colombiano el que lo libera por ley de esa cárcel.
Entonces de allí deducíamos "obviamente", que ese Estado también estaba encargado de abolir la "nueva forma" de esclavitud, la que impone el capital sobre el trabajo asalariado. En una palabra, que también el "capitalismo" se debía liquidar o suprimir por obra del Estado moderno, por un decreto suyo tal como ocurriera con sus dos antecesores: la esclavitud y la servidumbre.
Entonces toda nuestra misión de comunistas consistía en desarrollar el Estado moderno cambiándole su carácter de clase, es decir, transformando la "democracia burguesa" en "democracia obrera" o socialista.
Y digo que era esta una lectura obvia o simplista porque pasábamos por alto lo esencial: que el Estado moderno, el de Maquiavelo o Hobbes, no es sino un resultado de la creación de la "sociedad civil" por el binomio mercado-democracia.
Que por lo tanto no es el Estado el encargado de cambiar la "sociedad civil" y su funcionalidad o sea la democracia sino al revés. Es el desarrollo de la sociedad civil y su democracia el que da cuenta del Estado.
Así que nosotros vivíamos de ese mito que Gramsci llamara la "estadolatría". Y son precisamente las consecuencias de tal mito las que podemos ver en el penoso testimonio que doy en seguida y que tuvo lugar no hace mucho tiempo.
El caso es que yo estaba de asesor en una asamblea sindical destinada a resolver sobre contratación colectiva y en la cual un grupo de obreros se había empeñado en hacer pasar una resolución de protesta por el confinamiento en presidio del científico Sajarov como disidente del régimen político en la Unión Soviética.
La misión mía era sencillamente detener esa resolución. Y voy a explicar cómo lo logré.
Recuerdo que el auditorio era muy amplio, sobrado, y que, a pesar de eso, el ambiente estaba pesado no sólo por la cantidad de gente y el clima mismo sino por lo duro del debate. Algo quería estallar allí.
Ahora debo reconstruir mi discurso casi al pie de la letra aunque resulta como un acto de masoquismo, como una suerte de expiación de culpas.
Y, sin embargo, mi discurso era honrado y coherente.
Compañeros, decía yo, veamos ahora, con calma, sin decirnos ninguna mentira, sin engañarnos acá, entre nosotros, veamos en concreto, en la vida, en nuestra vida, en qué consiste la democracia capitalista, esa democracia que nosotros tanto conocemos y padecemos día a día.
Pienso que no es difícil hacer un experimento, añadí. Ustedes han aprendido en la escuela que el Estado aquí en Colombia como en cualquier país, somos todos. El Estado es Colombia. Por ejemplo, desde el 7 de agosto en 1819 cuando Simón Bolívar derrota al general español, Barreiro, en la Batalla de Boyacá, nosotros dejamos de ser provincia o colonia española y nos hacemos Estado. Así que en esa fecha cumplimos años como Estado y por eso también, ese día, se posesiona el Presidente de la República.
He allí nuestra escuela, nuestra educación.
¿Pero es verdad esto? ¿Es verdad que el Estado es Colombia? ¿No hay un dueño del Estado colombiano, un pequeño dueño, un pequeño grupo del Estado? Pienso que cualquiera de nosotros, digamos, el presidente del sindicato, puede ahora, a la salida del teatro, al terminar esta asamblea sindical, hacer una prueba. Es sencillo. Yo los invito a hacerla. Se trata sólo de tomar un teléfono y presentarse. Decir soy fulano, soy directivo del sindicato y necesito por favor hablar con el señor Ministro de Trabajo. Eso es todo.
Yo los invito, compañeros. De pronto las cosas más obvias, más simples, hay que probarlas.
Porque ustedes todos saben y de ello no tienen la más leve duda que si el dueño del consorcio, el patrón con el cual tenemos conflicto, el que nos tiene aquí reunidos, el dueño de la empresa, otro señor como nosotros, si él toma el teléfono, es seguro, por Dios que es seguro, que el señor Ministro del Trabajo pasa.
Y hasta aquí la primera carta del discurso mío.
Entonces dejamos un espacio para comentarios y preguntas y luego continuamos así:
¿De quién es el Estado?, compañeros, ¿quién es el dueño del Estado? Pues bien, añadí, en eso consiste precisamente la democracia capitalista. Así que resulta muy fácil definirla.
Se trata de un sistema político donde la minoría manda, donde una muy pequeña minoría gobierna.
Pero, ¿y la mayoría? ¿Qué ocure con la inmensa mayoría? Pues bien, la mayoría protesta, la mayoría llora, chilla. Aquí estamos nosotros chillando, por ejemplo, en este teatro, chillando. Pero si es necesario saldremos también afuera a chillar, a corear, a cantar nuestra protesta. Es la demoracia capitalista. La minoría manda y mayoría chilla. Por Dios, la mayoría tiene un derecho, le queda el derecho de chillar.
Entonces se hizo una nueva pausa comunicativa buscando congregar la gente al debate. Absolviendo preguntas. Y en seguida concluimos así: Bien compañeros, ustedes lo saben: es muy diferente la democracia obrera. Es bien diferente. Es esencialmente distinta a la democracia capitalista.
Y ello por una razón fundamental, por una lógica clara. Se trata de que en la democracia obrera es al contrario, allí es precisamente la mayoría la que manda o gobierna. Por eso allí todo el problema, todo nuestro problema es saber construir esa mayoría desde abajo, de grupo en grupo, de casa en casa, de fábrica en fábrica, en una espiral ascendente. Pero, en la medida en que lo logramos hacer, en la medida en que esa mayoría se afiance o se consolide, entonces ella hace gobierno.
A esta altura de la exposición abundé mucho en la historia universal contemporánea, en la democracia soviética, hija de la Comuna de París. En la idea de la construcción de una democracia, construida paso a paso, desde la base.
Entonces llegaba la hora decisiva de ganar esa batalla. La hora de aislar a los obreros que estaban empeñados en lograr una resolución de la asamblea sindical a favor de la libertad de Sajarov.
Me dirigí a ellos, que no eran pocos, forzando casi un diálogo directo. A los compañeros que estaban indignados por el confinamiento del científico Sajarov. Y les dije así palabras más o menos:
-Así son las cosas, compañeros Es el capitalismo una minoría, una escasa minoría manda, mientras la inmensa mayoría llora. Incluso a menudo, añadí, esa misma minoría gobernante hace demagogia de oposición. Por ejemplo paga llorones para aumentar el coro de lamentos. Ustedes lo saben, buena parte de los integrantes de la llamada "clase política", sobre todo en el parlamento nuestro son llorones pagados. Y qué bien pagados. Son algo parecido a aquellos llorones que contrataba la nobleza romana para economizarse las lágrimas en los grandes entierros. Con el estómago lleno los senadores lloran el hambre del pueblo.
Entonces compañeros, dije, convincentemente, la diferencia esencial entre las dos democracias es clara: en la democracia burguesa la minoría manda mientras la gran mayoría llora, protesta, chilla. Mientras tanto, en la democracia obrera, socialista la mayoría manda ciertamente.
Fue entonces cuando hice una pausa pedagógica y pregunté así a los compañeros: -¿Y la minoría, qué hace la minoría, qué puede hacer en esta democracia proletaria? -
¿Qué hace, compañeros, qué debe hacer esa minoría por ejemplo en el socialismo? Hubo un silencio sostenido. Entonces volví a la carga. ¿Qué hace, qué puede hacer la minoría disidente en el socialismo?
Aquí hubo un tercer debate, un juego de opiniones sobre los derechos de protesta de la minoría en la democracia obrera.
Entonces yo logré completar poner en orden la lógica de mi discurso así:
-Con todo respeto, compañeros ponentes de la resolución contra el confinamiento de Sajarov, permítanme por favor, poner un ejemplo sencillo, para ser más claro en mi argumentación:
Ustedes bien lo saben: Es posible que, a raíz de esta asamblea sindical, ustedes mismos no tengan otra solución al problema del pliego de peticiones sino la de presionarlo por medio de la huelga. Esto es bien probable. Pues bien, entonces, en esta circunstancia, nuestro compromiso sería construir metódica y sólidamente una mayoría sindical a favor de la huelga. Luego votar a conciencia por esta determinación o sea someterla a un referendo. De esa manera llegará la hora cero, la hora de la acción y a partir de allí tendremos el gobierno de la mayoría. Por supuesto un gobierno obrero. Así que vuelve a jugar aquí nuestra pregunta ya en un terreno concreto. ¿Qué pasa en este caso con la minoría del sindicato que no votó la huelga y no cree en ella y no la acepta?
Yo pregunto a ustedes, compañeros, les pregunto:
¿Es que acaso le vamos a permitir nosotros a esta minoría que llore, que chille? ¿Es que vamos a tolerarle que se pasee con carteles frente a la fábrica protestando por la huelga? ¿Es que le vamos a permitir que haga mítines o volantes contra el movimiento? ¡Yo pienso que no!, compañeros. Y estoy seguro de que ustedes piensan igual, añadí. Y por eso digo:
¡No! En la democracia socialista no.
Allí manda la mayoría, una mayoría real, difícilmente construida y estructurada, a menudo con mucha sangre y sacrificio. Pero ¡la minoría no!, no protesta, no llora, no chilla. No tiene ese derecho.
Comencé a insistir sobre la tesis de Lenin en el sentido de que con el gobierno obrero las cosas van en serio.
Que allí no hay juego. Y ello por una razón, porque la democracia es verdad o sea que es el gobierno de la mayoría.
Fue así como se enterró el proyecto de la resolución de la asamblea sindical a favor de la excarcelación de Sajarov en la URSS.
Pues bien, es esta la primera experiencia que me proponía narrar. La segunda tuvo lugar apenas dos años después.
Fue la noticia de la libertad de Sajarov ordenada por el jefe del gobierno y primer secretario del Partido Soviético Mijail Gorbachov.
Y ocurre que esta noticia me impactó demasiado por una circunstancia casual. Se encontraba conmigo, cuando la escuchamos, en reunión de partido, a través de un noticiero televisado, el camarada dirigente obrero que me había acompañado a la "asamblea sindical" mencionada y que me había apoyado y felicitado mucho, entonces, por la "claridad" y la eficacia de mi "intervención" en ese momento.
Resumo la narración que hizo el noticiero:
Unos obreros llegan al apartamento que le sirve de cárcel al científico Sajarov y le solicitan permiso para instalar allí un servicio personal de teléfono. ¿Cómo reacciona el recluso? Parece que de la manera más escéptica. Simplemente deja hacer. Seguro piensa que el mundo sería siempre el mundo y que la invención de un teléfono privado no iba a cambiarlo. Será simplemente un control más. Por eso, cuando timbra la primera llamada Sajarov se apereza, vacila y pasa a desgano. Entonces la conversación es concreta y precisa porque no cabe el protocolo. Al otro lado de la línea habla Mijail Gorbachov, el Jefe de Gobierno y Secretario del Partido. Un saludo breve y luego el mensaje oficial: camarada Sajarov, usted puede regresar a su casa y a su trabajo, su familia y su país lo necesitan.
Eso fue todo. De Allí en adelante el teléfono de Sajarov sirvió poco tiempo. Sólo para concertar los detalles del regreso con sus más allegados.
Concluida la noticia, los dos, él y yo, nos miramos a los ojos.
Eramos iguales, igualmente honrados. Pero no había nada qué argumentar. Esto no estaba en el orden del día. Había que concluir la reunión.
He allí la segunda experiencia.
Ahora corresponde hacer historia y en la historia el comentario pertinente.
Nosotros los comunistas éramos siempre aquí y en cualquier país capitalista, el partido de la democracia. En primer lugar el partido electoral, el del oficio de las elecciones, el del voto. Si sumamos los muertos que tuvimos, por ejemplo en los últimos años 80 por la tierra y por el pan, es decir, por la guerra campesina y por la huelga obrera, sin duda la cifra es alta. Pero de ninguna manera puede comparársela con nuestro número de muertos por ir a elecciones, en ese período, por el derecho al voto.
-No pude votar, camarada, me decía un día de 1986 una compañera.
Fue un desastre, había perdido la cédula. Y luego de una pausa, añadía. Pero hasta para mejor sería. Porque habría ayudado a matar al compañero. No ve que lo mataron no más salió elegido.
Nosotros fuimos siempre el partido de esa democracia a medias o formal o burguesa. Defendíamos a morir su menguada libertad de palabra, de prensa. Esa libertad de "llorar" o de "chillar", es decir, la disidencia, la oposición. La libertad de tránsito, de moverse aquí y allá, de empresa, de las empresas del partido, de los camaradas, de asociación, de los sindicatos, etc. Cada orilla, cada rincón, cada resquicio de democracia tradicional, formal, era sagrado para nosotros.
Defendíamos el mendrugo y el retazo, como diría Bertolt Brecht. Pero eso no nos era nunca suficiente. Ese no era el objetivo, era el medio. Buscábamos la democracia total y real.
Queríamos el "pan entero".
-¡Sí, sí al mendrugo!
Pero el pan entero, ¿dónde está?
-¡Sí, sí al retazo!
Pero el vestido entero, ¿dónde está?
Defendíamos ciertamente la democracia de ahora, de mientras tanto. Pero que, cuando llegue la hora y todo cambie, que sea esa la hora de la "democracia real".
Entonces ¿en dónde estaba nuestro error'? ¿Cuál era nuestro pecado?
La verdad es que hicimos siempre una lectura muy obvia, muy simple, de la historia de la democracia formal. Una lectura obvia de Marx, de Rousseau, de Montesquieu.
Por ejemplo, siempre razonamos así: una democracia sin escuela, sin pan, sin tierra, puramente normal, es mentira.
Y de allí en adelante, de esta lectura simplista venía lo demás: la gran deducción: primero el pan, primero el vestido, primero la tierra y la escuela y después, después, la democracia.
Nosotros veíamos las cosas así: sin pan la democracia es mentira. Sin techo, sin escuela, sin saber, es mentira la democracia. De manera que todo tiene su tiempo, como dice la Santa Biblia. Por ahora la salud y la educación gratuitas, después la democracia.
Después la gente sabrá usar o pensar la democracia.
Nunca lo dijimos así, exactamente, en Colombia o en Cuba o en la URSS, nunca lo dijimos con estas palabras precisas. Pero eso era la esencia de nuestra llamada "democracia real" y era por otra parte lo que mejor se adaptaba al mundo del subdesarrollo, sin mayor cultura política o tradición democrática. A ese mundo donde existió precisamente el "socialismo real".
Entonces, para este viaje desde el pan hacia la democracia del futuro, un viaje tan difícil, un viaje además sin calendario, para este recorrido tan accidentado se encargó del mando al "pueblo escogido", al grupo de los mejores, al Partido.
No se trataba de hablar o de protestar o de disentir. Para eso había su hora, su tiempo. Se trataba de construir las bases de la "democracia real".
Después las cosas ocurrieron como todos sabemos. Es un hecho, es una verdad. Primero faltó la democracia, faltó la disidencia, faltó la minoría. Todo era mayoría solamente, una mayoría ideal, plana, unicolor, que se fue convirtiendo poco a poco en su contrario, en unanimidad. Pero después se acabó también el pan. Vino la quiebra de la producción, la ineficacia, la obsolescencia.
Primero se robaron en el Partido la democracia, luego también el pan.
De manera que nosotros aprendimos muy duramente, para siempre, esta lección: la democracia no tiene turno, no tiene espera y no tiene comisario ni delegatario ni guardián. Es usted mismo.
Y lo otro: la democracia ciertamente es el gobierno de la mayoría. Pero, ¿de cuál mayoría?
De una mayoría que yo no llamaría simplemente respetuosa o tolerante de las minorías. Porque todavía estas palabras me suenan a autoritarismo.
De una mayoría enamorada de las minorías, interesada de las minorías, por dos razones. Una porque toda mayoría es abigarrada o múltiple, está hecha de minorías concertadas. Otra porque la minoría de hoy, coma es obvio, es la mayoría de mañana, ya que lo nuevo siempre surge o se anuncia muy pequeño, como una semilla.
La democracia es precisamente todo lo contrario de lo que nosotros hacíamos en el Partido y el Estado.
Todo lo contrario de la famosa pirámide del "centralismo democrático", en la cual los núcleos de base designan a los intermedios y tienen correo con ellos en tanto que los intermedios, a su vez, eligen y tienen correo con los superiores. De tal manera que se corta o se pierde la línea de mandato y de contacto entre la base y la cúpula, entre el pueblo, la gente y el verdadero gobierno, el de arriba.
Democracia es lo contrario de esa pirámide centralista ideal en la cual la cúpula, cortada o aislada de las bases se endiosaba siempre, convirtiéndose en una dinastía.
Democracia es descentralizar.
Es ir desamarrando por dentro, interiormente, cada vez más, el Partido y el Estado. Es participar: que todos los organismos de poder, desde los más inmediatos hasta los más elevados, en el Partido y el Estado, sean elegidos directamente por los asociados individuales y tengan correo con ellos o sean mecanismos viables de revocatoria del mandato.
En una palabra, democracia es cada vez menos gobierno en el Partido y en el Estado, más autogobierno de la sociedad civil.
Y a la par con esto y junto con esta estará el problema del pan y la escuela y la tierra pensando al derecho: que no se le puede confiar a nadie el pan o la escuela o la vivienda, que ese es el problema de la democracia.
Nosotros no teníamos duda: si el Estado logra ser transparente, si a través de él actúa el obrero, el mismo grupo productor, entonces la propiedad social de los medios de produccción, el socialismo, debe plasmarse.
Como en el mito católico de la concepción de la Virgen María, tal cual lo dice la oración: como el rayo del sol pasa por un cristal.
Toda revolución en este siglo, en cualquier parte del mundo. Y las revoluciones son mucha invención y riqueza. Toda revolución utilizaba la violencia para moler la antigua máquina, para quebrar el poder militar atrincherado en el capital. Era la gran fiesta.
Asistí a ella muchas veces. Siempre me vanagloriaba de haber podido llegar allí a la hora, en ese período inaugural, cuando la revolución era verdad o sea cuando aún estaba desordenada o en montonera. Antes de la "institucionalización", de que comenzara el tiempo de los desfiles imperiales.
Lo vi en Managua. Todo era despelote, la anarquía creadora. La novia se echaba encima el fusil del otro, del soldado. El policía estaba donde no era, fuera de lugar.
Era el carnaval popular. La señal más antigua de la libertad. Era la cultura de la risa.

Lo vi en China en los primeros años. "China 6 a.m." había escrito Manuel Zapata Olivella. Cuando Jorge Zalamea concluía que era mucho más revolución que Octubre -¡claro, usted maestro hace la comparación a deshoras!, le discutía yo. Pero no le importaba. El período de primavera, la primera estación en toda gran revolución, nos enloquece.
La viví en Cuba. Era el absoluto desorden. Todavía recuerdo bien, los meseros del tiempo de Batista, en los restaurantes turísticos invadidos por el pueblo, no habían alcanzado a quitarse el corbatín y el frac.
Lo viví en Cuba. Antes de que esa inmensa revolución también fuera llamada al "orden". Era el imperio de la risa, la de Pantagruel y Gargantúa.
Me pareció observar o quizás me convenía creer, en todas estas fiestas que las mujeres reían más o mejor que los hombres. En todo caso eso era probable porque la mujer, en esta ocasión, tiene una razón de más para reír.
Rabelais había aprendido de Aristóteles que el hombre es el único animal que sabe reír. Y la revolución es el hombre.
Pero luego de que la violencia cumpliera su papel demoledor, rompiendo las antiguas cadenas, luego de que forzara la puerta de tanta cárcel, luego, la violencia no paraba, no se detenía, empezaba su institucionalización.
Esto lo viví muchas veces. Lo experimento en pequeño, en el "poder local" guerrillero. Viví el poder abrumador y absolutamente arbitrario de los dueños del "nuevo poder". Y me parecía lógico. El nuevo día, el clima despejado al fin, después de años de oscuridad, surgía enredado en unos hilos invisibles de miedo. Allí va a llegar, llega a la ciudad, al pueblo, a la vereda, el camarada, el guerrillero, el dirigente. El no se equivoca, él conoce los traidores, los colaboracionistas, los que dieron el brazo a torcer. Conoce también a los cómplices pasivos, a los que nunca hicieron nada, a los que no movieron un dedo. El los conoce a todos.
Sin embargo esta dinámica es propia de toda revolución. Esta violencia que cumple su oficio bienhechor, libertario, pero luego se aposenta, cerrándole el paso al nuevo derecho, al nuevo "estado de derecho", esto no fue lo más grave en nuestro caso, en la historia del "socialismo real". De pronto, pienso, estos son los viejos "gajes del oficio". Es la historia clásica de Robespierre, del terror jacobino.
Es la violencia que tanto explica Hannah Arendt. Es la que nos muestra Boris Pasternak en su Doctor Shivago. Y creo que el verdadero problema del "socialismo real", en definitiva, fue otro.
El verdadero problema nunca fue entre nosotros la violencia revolucionaria y creadora, que se prolongara más allá de su tiempo o de sus fueros. Pensemos en Cuba, es lo nuestro, es nuestra escuela. Nunca el gran problema fue la arbitrariedad o el desmán o el imperio del nuevo liderazgo. De los vencedores de la Sierra Maestra, ciertamente el "Comandante" en cada región, en cada llegada, era un mito, y había en la rendición de cuentas, había ese hilo del miedo que cruzaba invisiblemente por muchos hogares.
El verdadero problema, el problema real y profundo tiene lugar más adelante y es ya de otra naturaleza.
Se trata del esquema del "socialismo", dos y dos son cuatro. Es el postulado matemático. No inventamos nada. Si el capitalismo ha hecho la tarea: que toda la humanidad se parezca a sí misma, si la ha proletarizado toda y, si además, ha echado los cimientos, las bases de la planificación, entonces todo está a pedir de boca: hay que unir el partido único al plan único, la dictadura proletaria a la propiedad estatal.
Esta segunda violencia, la del esquema sacralizado, la del esquema que convierte un posible proceso histórico, una hipótesis de trabajo para verificar, en ley o norma o sentencia. Esta suerte de "racionalidad" seca y fría y rígida, que inaugura el estalinismo, va a generar inflexiblemente la nueva violencia, va a matar metódicamente todas las primaveras revolucionarias, va a aguar todas las grandes fiestas de nuestro siglo.
Y ahora yo me pregunto. Ahora, después de todo el cataclismo, ¿cuándo, en qué momento, nos hicimos nosotros a esta idea, a la idea de ese socialismo de bruces, producto de una ruptura de este socialismo que debía asaltarle el terreno al capitalismo como una alternativa violenta inevitable? Cuando se nos atravesó en el camino esta idea tan fácil del Estado propietario único, con su nuevo poder al hombro como el fusil.
De ninguna manera fue esta la idea de Marx, el discípulo de Hegel, heredero de la Ilustración.
Por el contrario, para Marx la democracia, en lo esencial, no era más que la anarquía gradual y metódicamente organizada. Era el anti-estado. La democracia en definitiva, para este hombre, no fue otra cosa sino ir desmontando paso a paso el Estado o sea ir trasladando gestiones o funciones de poder a la comunidad. Es decir: un mecanismo autogestionario progresivo.
Todo ello era bien conocido por nosotros. Democracia es cada vez menos Estado. Es "anarcos". Es quitar en este mundo el peso del Estado sobre la gente.
Hegel, el maestro, despeja la contradicción de la sociedad moderna, empezando a encontrarle su espacio propio a la sociedad civil. Ese espacio para que la gente camine por su cuenta. Sin tutela del poder político. Para que la gente se controle y corrija entre sí, sin que el Estado le fije normas o pautas.
Y Marx dedica su vida a desentrañar el mecanismo interior de este automovimiento, la autorregulaeión del mercado capitalista, sus crisis, sus conflictos.
Entonces, yo pregunto, ¿cuándo y cómo se impuso entre nosotros el mito del Estado como panacea? ¿El ídolo del Estado, la estadolatría de que hablara Antonio Gramsci? Ese mito, que primero se volvió un crimen y luego simplemente un hueco, el vacío, la miseria sacralizada y repartida.