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El batallón de alta montaña está reforestando el páramo de Sumapaz. | Foto: Andrés Barajas / SEMANA

REPORTAJE

Páramo de Sumapaz, una historia de soldados y frailejones

Luego de una guerra que cobró las vidas de 270 soldados, los militares están desmontando sus bases para sembrar estas plantas, en un territorio donde nace el agua de 15 millones de habitantes.

12 de marzo de 2017

Al soldado Carlos Cuenca le dijeron que por ser negro y de tierra caliente no servía para patrullar a la altura del páramo, y lo mandaron a combatir al llano. El cabo Alfredo Vargas se retiró de sus estudios ambientales, su pasión, para entrar a las filas del Ejército. Y ambos, sin esperarlo, reencontraron esa vocación refundida en el Sumapaz, un antiguo campo de batalla donde el rastro de la guerra es cada vez más difuso. En ese santuario natural, declarado parque nacional desde 1977, se asentaron por décadas los campamentos guerrilleros del temido Romaña. Ahora de ese temible pasado sólo quedan algunas ruinas donde pastan vacas y mulas. Como lo fue durante siglos, los reyes del páramo volvieron a ser los frailejones.

Los frailejones del páramo de Sumapaz son una especie de milagro de la naturaleza. Se trata de plantas que captan las partículas de agua que viajan con la niebla sobre las montañas. Sus hojas atrapan las gotas con sus vellos y las canalizan por una roseta. De ahí se deslizan por el tallo, que tiene forma de embudo, hasta las raíces y el suelo. Las gotas se acumulan entre el musgo y se filtran por la tierra fangosa. En un proceso lento pero constante gracias al cual se forma y se sigue alimentando el caudal de las más de 20 lagunas y los ríos del Sumapaz, donde, entre muchos otros, nacen el Ariari, el Duda y el Cabrera, afluentes del Orinoco y el Magdalena. En esta especie recae buena parte de la responsabilidad de proveer el agua de 15 millones de habitantes del centro del país, entre esos los ocho de Bogotá.

En medio de la guerra, los frailejones del Sumapaz estuvieron amenazados de muerte. Las FARC llegaron a esa región luego de su Séptima Conferencia Guerrillera (1982), en la que trazaron un plan para expandirse sobre la Coordillera Central, con el objetivo final de, algún día, emprender la marcha militar hacia Bogotá. El páramo era un paso clave que unía la capital con retaguardias históricas de la guerrilla, ubicadas en Meta, Tolima y Huila. Hacia el final de siglo, los insurgentes controlaban el Sumapaz y sus habitantes vivían bajo su ley. Incluso trazaron una vía entre esas montañas, que llamaron la troncal Bolivariana.

En esas rutinas de la guerra, los frailejones eran arrancados para darles espacio a los caminos, las bases y los campamentos de los soldados y los guerrilleros.

En el 2001, el Ejército entró a la disputa del territorio. Creó el batallón de alta montaña con hombres especializados para combatir en alturas que superan los 4.000 metros y en climas hostiles que bajan de los cero grados. Una década después, los militares ya habían recuperado el control del territorio, tras una disputa que costó las vidas de 270 soldados y el desplazamiento de cientos de civiles.

En esas rutinas de la guerra, los frailejones eran arrancados para darles espacio a los caminos, las bases y los campamentos de los soldados y los guerrilleros. Incluso los usaban como colchón y hasta para la limpieza. Hoy, a la tropa del batallón de alta montaña, cada vez menos enfocada en la guerra, no le pasaría por la cabeza tumbar una de esas plantas. Arrancar un frailejón de la tierra produce un daño casi irreparable. Son especies que crecen apenas un centímetro al año, y en el Sumapaz muchos se alzan imponentes alcanzando dos metros de altura. Los soldados saben hoy que llevarse por encima a uno de estos gigantes es el equivalente a cortar décadas o incluso siglos de historia.

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En el Sumapaz, a los soldados ya no se les ve atrincherados ni dispuestos a la confrontación. Las marchas por la montaña dejaron de ser para la búsqueda del enemigo y pasaron a convertirse en verdaderas expediciones para hurgar en las flores amarillas de los frailejones más viejos y tomar sus semillas. En esas, el cabo Vargas y el soldado Cuenca pasan buena parte de su servicio.

Los soldados construyeron un laboratorio donde estimulan las semillas para que nazcan. Y sus métodos funcionan. La tasa de germinación, en el entorno natural, ronda el 5 %. En el laboratorio los porcentajes son mucho más altos. El soldado Cuenca y el cabo Vargas esperan que de las 31.000 semillas que han recogido en el páramo y que tienen en el laboratorio, el 70 % se desarrollen. Luego de la germinación, las siembran en un vivero rodeado de mallas que cortan los vientos fuertes, una amenaza a la fragilidad de las plántulas. El laboratorio no puede ser mejor: Sumapaz es el páramo más extenso del mundo. Tiene 333.420 hectáreas, algo así como el equivalente al departamento de Atlántico.

El soldado Cuenca y el cabo Vargas esperan que de las 31.000 semillas que han recogido en el páramo y que tienen en el laboratorio, el 70% se desarrollen.

Toda esa infraestructura está construida sobre una planada en la que, hace 15 años, estuvo emplazado el campamento del temido "Romaña", el jefe de las FARC que se hizo famoso por las pescas milagrosas. Desde ese punto, donde reunió 2.000 hombres, planeó 23 tomas guerrilleras, según cuenta el coronel Édgar Riveira, comandante del batallón. El páramo era la última frontera entre el país rural y la capital del país. Por eso, muchos recuerdan que Manuel Marulanda, el principal líder de las FARC, solía decir que la "batalla definitiva" se daría en el Sumapaz.

La vocación ambiental de los soldados se despertó durante el fenómeno del niño del 2015, uno de los más duros en la historia del país. Un incendio consumía el bosque del Sumapaz. Los uniformados del batallón de alta montaña ayudaron a apagarlo y, tres de ellos, luego de sofocar el fuego que consumía los frailejones, sembraron algunos para que reemplazaran los que se quemaron. El proyecto tomó vuelo dentro del batallón. El año pasado empezó el desmonte de las bases que, con la guerrilla en retirada, ya no eran necesarias. Removieron las barricadas y las torres del campamento construido sobre el cerro El Tuste, y en el terreno sembraron 2.000 frailejones para restaurar el ecosistema que ellos mismo habían alterado con su presencia.

El general Raúl Rodríguez, comandante de la V División del Ejército, de la que ya hace parte ese batallón, pretende extender el proyecto de reforestación a otros 14 páramos del centro del país, como Chingaza, el del nevado del Tolima y el del Cocuy. El alto mando espera que a junio del 2018, luego de haber capacitado a hombres de todos los batallones -una responsabilidad que cae especialmente sobre los hombros del cabo Vargas- tengan un millón de plantulas de frailejón listas pare revivir esos páramos. Cuando logre esa meta, su idea es expandir el proyecto al resto de divisiones del Ejército por todo el país.

Así pretenden contribuir en la reforestación de los páramos en Colombia, donde está ubicada la mitad de los ecosistemas de este tipo que hay en el mundo. Según datos del Instituto Humboldt, los páramos se extienden por casi tres millones de hectáreas en el país. Sumapaz es como el hermano mayor de ese complejo.

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Al soldado Cuenca le cambió la vida en los últimos meses. Entró al Ejército en el 2002, cuando trabajaba como celador en su Barrancabermeja natal. Hasta allá llegó un cabo que estaba reclutando tropas para crear el Batallón de Alta Montaña del Cocuy. El militar lo convenció y, al otro día, Cuenca viajó hasta Duitama y se presentó. Le dijeron que no era apto, que por ser negro y haber nacido en tierra caliente no aguantaría las condiciones del páramo. Él insistió hasta que los convenció.

En los primeros días en el páramo se le cuarteó la piel y le sangraban los labios. Cuenca resistió dos años más en medio de la nieve, hasta que otro soldado afro, proveniente de Tumaco, murió de hipotermia. "Por eso a todos los negros nos sacaron del páramo", recuerda.

Entonces el soldado fue a parar a Caquetá, donde vivió los días más duros del servicio, donde vio morir a muchos compañeros. En el 2007, cruzando un cañón en Guayabal, las FARC emboscaron su unidad. Murieron dos soldados y a dos les amputaron las piernas. Una bala rozó a Cuenca, le tumbó un diente y le dejó una cicatriz eterna. Casi lo mata. Pero los días de la guerra terminaron el año pasado, cuando pudo volver al páramo. Ahora pasa sus días dedicado a los frailejones.

En el 2007, cruzando un cañón en Guayabal, las Farc emboscaron su unidad. Murieron dos soldados y a dos les amputaron las piernas.

Sus manos, antes acostumbradas a jalar el gatillo del fusil, manipulan con delicadeza las semillas cuando las recoge en las partes más altas del páramo.

El anhelo del soldado Cuenca es que en unos años ni él ni ningún soldado ande de patrullaje en los páramos, para que los frailejones vuelvan a ser los amos y señores de las montañas más altas de Colombia. Para que sigan aplicando eternamente su mágica fórmula de convertir la niebla en ríos y lagunas.