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Juan Fernando Cristo hizo una declaración que lo dejó en la mira de la Procuraduría. | Foto: Daniel Reina

OPINIÓN

No fue un desliz, sino un papayazo

La metida de pata del ministro Cristo revive el debate sobre la prohibición de hacer política para los funcionarios. La norma es irreal, ficticia y conduce a la hipocresía generalizada.

Rodrigo Pardo, director editorial de Semana
15 de octubre de 2015

Si el procurador Alejandro Ordoñez trabajara en Estados Unidos, y no en Colombia, le abriría investigación y seguramente sancionaría -¿con destitución?- a Barack Obama. Lo haría a partir de una entrevista que el mandatario estadounidense concedió el domingo pasado al programa 60 minutes, en la que descalificó sin recato al candidato republicano Donald Trump: “Es un clásico personaje de reality show”, dijo, “no creo que llegará a ser presidente de Estados Unidos”, agregó.

Pero Ordóñez no es norteamericano, ni la ley de ese país establece que los funcionarios no pueden participar en política, como en Colombia. Allá, y en casi todas las democracias desarrolladas, se entiende que el servicio público es una función de la política. Una cosa es que haya reglas para que no se usen los recursos del Estado en favor de causas partidistas, y en forma ventajosa contra quienes no están en poder, y otra, muy distinta, que aquella premisa frentenacionalista de “menos política y más administración” sea realista o adecuada. La norma, por irreal, ha sido un terreno fértil para la hipocresía: los funcionarios hacen política por debajo de la mesa y frente a cámaras apagadas.

Otra cosa es que, mientras la norma existe, debe ser cumplida. Y debe ser obedecida de manera ejemplar por los más altos funcionarios. En ese sentido, la inocua frase del ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, invitando a votar por la paz y por los candidatos de la Unidad Nacional no fue un “desliz” –como él la calificó- sino un papayazo: una oportunidad para el procurador Ordóñez, que en los días finales de las campañas suele ponerse al acecho de este tipo de conductas para castigarlas. Es lo que le corresponde, pero a veces lo hace con exceso: hace cuatro años destituyó al alcalde de Medellín, Alonso Salazar, porque criticó a uno de los candidatos a sucederlo, declaración que el jefe del Ministerio Público calificó como participación indebida en política. Al final, el Consejo de Estado echó para atrás la decisión y Salazar es hoy nuevamente candidato a la
Alcaldía.

La hipocresía sobre la participación en política de los funcionarios es una epidemia nacional. Los jefes de los partidos Liberal y de la U, Horacio Serpa y Roy Barreras, están molestos porque el vicepresidente, Germán Vargas Lleras está buscando réditos políticos para su partido, Cambio Radical, con los resultados de su gestión como superministro de la infraestructura. ¿Quién traza el límite entre la legítima presentación de una obra de gobierno y la no participación en política? ¿Alguien piensa que cuando Vargas Lleras aceptó la Vicepresidencia y negoció con Juan Manuel Santos el control de los ministerios encargados de ejecutar las obras, no lo hacía para fortalecer su imagen como gestor? ¿Dejan de ser políticos los candidatos, una vez elegidos o nombrados? ¿No puede hablar de política el ministro de la política?

En el 2010, cuando Juan Manuel Santos hacía campaña para buscar votos como continuador de la seguridad democrática, el presidente de la época, Álvaro Uribe, criticó a Antanas Mockus –el rival de Santos- y lo llamó “caballo discapacitado”. La ola verde cuestionó al primer mandatario por participar en política. Y se podrían encontrar ejemplos en todos los gobiernos, de todos los colores. ¿No fue política la estrategia de Gustavo Petro –la del balcón en la plaza de Bolívar- para contrarrestar el fallo de destitución de la Procuraduría? Petro va a terminar su cuatrienio, el próximo 31 de diciembre, gracias a una estrategia política hábil y lícita, que acompañó su defensa jurídica en los tribunales y en la Comisión Interamericana. Pero es otra señal de que todo el mundo hace política, de una u otra forma.  

La idea de que gobierno y política van por caminos aparte no es realista. Termina en el ejercicio disfrazado del proselitismo desde el poder, en sanciones selectivas que no tratan de la misma manera a todos, y en debates desproporcionados sobre frases sueltas y actos inocuos por parte de funcionarios. Al final, esta prohibición ficticia deteriora la calidad de la política y atenta contra su seriedad.

Mejor sería hacer un debate serio sobre el desmonte de la norma constitucional que establece ese régimen para los empleados. Un reglamento sobre el uso de los recursos públicos podría incluir reglas claras sobre qué pueden hacer y qué no. En Estados Unidos, por ejemplo, si el presidente Obama viaja en el avión presidencial a un acto de campaña, no puede pagar los gastos de operación con dinero de los contribuyentes, ni utilizar la nómina o la asignación de presupuesto para beneficiar a sus amigos. Y, por supuesto, está el código penal que castiga el constreñimiento al elector y otros delitos electorales. Que se debe aplicar en forma implacable.
Ese sí sería un debate sincero. Lo otro es seguir alimentando la hipocresía generalizada.