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El presidente Juan Manuel Santos dedicó una intervención en un foro sobre corrupción en el Congreso a criticar la estrategia antidrogas. Habló sarcásticamente, entre otros, de las “palmaditas en la espalda” que la DEA da al gobierno colombiano y de la forma como la agencia estadounidense mide el éxito. | Foto: GUILLERMO TORRES/SEMANA

POLÉMICA

Rompiendo el tabú de las drogas

El debate sobre las drogas ilícitas está cambiando en el mundo. Colombia está en primera fila entre los que abogan por un viraje en la estrategia.

8 de diciembre de 2012

Separados por varios miles de kilómetros, el jueves pasado tuvieron lugar dos hechos tan fuera de lo común como reveladores. Por primera vez en la historia de Estados Unidos, un grupo de manifestantes en Seattle se entregó a fumar marihuana en público para celebrar la legalización del consumo recreativo de la yerba en el estado de Washington. Casi simultáneamente, en Bogotá, en un foro sobre corrupción en el Congreso, Juan Manuel Santos se salió del libreto y, en lugar del discurso que tenía preparado, se despachó contra la política de guerra contra las drogas y anunció que se convertía en el segundo presidente en funciones que firma una petición internacional que critica duramente su fracaso y pide someterla a revisión.

Los manifestantes de Seattle celebraban el histórico referéndum que su estado, junto al de Colorado, realizó durante las pasadas elecciones de noviembre, en el que se aprobó por primera vez en Estados Unidos la posesión de marihuana para uso recreativo. El presidente colombiano, por su parte, anunció su respaldo a una declaración internacional que empieza así: “Cincuenta años después de la Convención Única de Estupefacientes de las Naciones Unidas de 1961, la guerra global contra las drogas ha fracasado, y tiene muchas consecuencias indeseadas y devastadoras en el mundo entero”. Junto a Santos la suscriben el presidente Otto Pérez, de Guatemala; ocho expresidentes, entre ellos Jimmy Carter, de Estados Unidos, Fernando Cardoso, de Brasil, Vicente Fox, de México, y César Gaviria; una decena de premios Nobel y una larga lista de celebridades.

Promovida por la Fundación Beckley, de una aristócrata británica, la petición se acompaña del documental Rompiendo el tabú: qué hará falta para acabar con la guerra contra las drogas, al que también se refirió Santos. Narrado por los actores Morgan Freeman en inglés y por Gael García en español, el video reúne las voces críticas de muchas personalidades (entre ellas Bill Clinton, autor del Plan Colombia) contra la actual política antidrogas (Ver video).

Por ser el país que más éxito ha tenido en la lucha contra las drogas y el que más ha sufrido por su causa el presidente argumentó en su discurso que Colombia tiene la autoridad moral para pedir que se haga un alto en el camino y se vea “qué tipo de alternativas podemos tener que sean más efectivas” frente a las drogas ilícitas. Criticó la forma como la DEA, la agencia antidrogas estadounidense, mide el éxito y las “palmaditas en la espalda” que le da al gobierno colombiano y la contradicción de que, mientras al campesino cocalero colombiano se lo criminaliza, “allá el gringo en Colorado (está) metiéndose su varillo tranquilo”.

La de Seattle y la de Bogotá son tan solo las dos más recientes manifestaciones en una cadena de hechos y pronunciamientos que indican que algo de fondo está cambiando en el debate sobre las drogas ilícitas.

Desde que hace un siglo, a instancias de Estados Unidos, se consignó en un tratado en Shanghái, uno de los presupuestos más arraigados de casi todas las sociedades modernas es el de que las sustancias que alteran la conciencia deben ser prohibidas. Esa idea de que la prohibición es la mejor forma de enfrentar la especial predilección que ha mostrado la humanidad por los ‘paraísos artificiales’ quedó codificada en 1961 en una convención de las Naciones Unidas, y ampliada luego en otras dos. Desde un célebre discurso del presidente Nixon, en 1971, a las drogas se les declaró la guerra, encarcelando a sus consumidores y atacando al campesino que siembra marihuana, coca o amapola mediante la fumigación o erradicación de sus cultivos. Esta política de ‘guerra contra las drogas’ se ha mantenido intacta por 41 años. Lo que hoy ocurre ataca los cimientos mismos de esas políticas.

Las críticas a la estrategia no son nuevas. Expertos y ONG vienen exponiendo sus contradicciones y sus fallas hace años y muchos de los encargados de aplicarla las aceptan en privado. En 2009, cuando era editor de la revista Foreign Policy, el venezolano Moisés Naim resumió así la situación: “El consenso de Washington sobre las drogas descansa sobre dos creencias ampliamente compartidas. El primero es que la guerra contra las drogas es un fracaso. El segundo es que no se puede cambiar”. Lo nuevo no son las críticas; lo nuevo es que varios hechos políticos sin precedentes empiezan a cuestionar esa segunda creencia.

Para empezar, la legalización del consumo recreativo de marihuana en dos estados de una nación que ha sido punta de lanza de la prohibición y la guerra contra las drogas es una bomba de profundidad. Lo ocurrido en Washington y Colorado es un desafío abierto a las convenciones de las Naciones Unidas y a la legislación federal estadounidense para la cual sigue siendo criminal todo uso del cannabis. Va, de paso, a reforzar las tendencias en esa dirección en el interior de Estados Unidos. Ya el uso medicinal de la yerba está permitido, de una forma o de otra, en 18 estados.
 
Probablemente, California, donde fracasó un referendo similar hace dos años, acabará legalizando. Y va a dar nuevos argumentos, como lo mostró la intervención del presidente Santos, a la parte del mundo desde la que, cada vez con más osadía y contundencia, provienen las voces que reclaman cambios: América Latina.

La Cumbre de las Américas, en abril pasado, fue toda una sorpresa. El tema de la política frente a las drogas, que no estaba en la agenda, terminó volviéndose el punto de mayor atención. Y, aunque no se tomaron decisiones de hondo calado y solo se discutió en una reunión informal a puerta cerrada entre los presidentes, fue la primera ocasión en que un evento de este tipo, con el presidente de Estados Unidos a bordo, se ve atravesado por las críticas de sus miembros a la política contra las drogas. Se decidió que varios grupos de trabajo regionales presenten recomendaciones de política. Lo mismo debe hacer un informe de la OEA, en el cual también se discutió el tema.

Pero el debate no se limitó a los foros regionales. A fines de noviembre, a pedido de México, Colombia, Guatemala y otros países, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución que explaya los cuestionamientos a la política sobre drogas y determina hacer en 2016 (el pedido original era para 2014) una sesión especial para evaluarla. Un paso que da un estatus distinto a la discusión, pues la eleva del nivel regional al global y de las declaraciones a una instancia que puede tomar decisiones.

Ninguno de estos tres hechos es, por supuesto, decisivo. Hasta la resolución de la Asamblea General, casi todo se había limitado a declaraciones o a decisiones alternativas de política, tomadas a nivel nacional, en materia de descriminalización o reducción de daños. Que la discusión se esté dando ahora en organismos regionales y globales obedece al cambio más importante que ha tenido lugar: a diferencia del pasado, hoy las voces disidentes son de presidentes en ejercicio, no de políticos retirados o académicos que prepararon el terreno pero no tienen el mismo peso.

Desde hace muchos años, en Europa y Canadá, se han buscado formas de enfrentar el consumo de drogas como la heroína mediante políticas que, sin romper de frente con la prohibición, tratan al usuario como un enfermo, atendido por el sistema de salud pública, y no como un delincuente, asunto del sistema penal y carcelario. Alternativas como la sustitución de jeringas para que usuarios de heroína eviten el contagio de sida, la administración de metadona como sustituto, o la administración controlada de heroína han venido aplicándose en varias naciones del mundo desarrollado y, desde mediados de la década de 2000, en algunas de América Latina. La más conocida son los coffee-shops de Holanda; una de las más recientes, los dispensarios de la Alcaldía de Bogotá. Procesos de legalización parcial del consumo de marihuana en Estados Unidos y toda clase de fórmulas de despenalización y descriminalización que se han aprobado en naciones latinoamericanas en la década de 2000, han contribuido, además, a dar dinámica al debate.

Estas eran fórmulas de países individuales. Sin embargo, desde hace unos años, los cuestionamientos a la guerra contra las drogas dieron un salto, en particular con la expresión en público, ya no sotto voce, de lo que en Washington llaman “la creciente frustración” de quienes, en su momento, fueron entusiastas seguidores de la política estadounidense.

En 2008, tres expresidentes latinoamericanos, Fernando Cardoso, de Brasil, Ernesto Zedillo, de México, y César Gaviria de Colombia, constituyeron la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia, que pidió “un cambio de paradigma” en la estrategia antidrogas. Luego, conformaron la Comisión Global de Políticas de Drogas, que sumó a los expresidentes de Polonia y Suiza, al exsecretario de Estado de Estados Unidos George Schultz y otros pesos pesados. Seminarios, declaraciones empezaron a posicionar el tema. Pero solamente desde que presidentes en ejercicio hicieron públicamente críticas a la guerra contra las drogas, estas cobraron la relevancia que hoy tienen, ganaron auditorios internacionales oficiales y condujeron a decisiones como la de las Naciones Unidas en noviembre.

En esto, debe reconocerse, Colombia y su presidente Juan Manuel Santos han
desempeñado un papel de primera línea. Este ha sido cuidadoso. No llama a acabar con la guerra contra las drogas o a legalizarlas. Ha insistido en que es hora de evaluar esas políticas y discutir alternativas. Pero fue el primero en pronunciarse en esa dirección, no bien elegido. Desde México, que tradicionalmente ha insistido en ello, se sumó la voz de Felipe Calderón. Y la del presidente guatemalteco, Otto Pérez. Ellos tres han liderado la puesta en la palestra internacional oficial del tema. Ellos y otros han dirigido cartas al secretario General de las Naciones Unidas y promovido reuniones regionales, en Centroamérica, entre otros, para ventilar el tema.

Otros tres presidentes de la región han desempeñado también un rol clave al poner sobre la mesa, con decisiones nacionales, aspectos particulares del debate. Rafael Correa impulsó una reforma constitucional en Ecuador, aprobada en 2008, que permite, entre otros, la salida de las cárceles de más de 6.000 presos acusados de ofensas menores en materia de consumo y tráfico de drogas, entre ellas 1.600 ‘mulas’, muchas de ellas colombianas. Evo Morales lideró una campaña para que la hoja de coca y la práctica tradicional de su mascado abandonen la lista de drogas prohibidas de las convenciones de Naciones Unidas, y la negativa a hacerlo por parte de un grupo de países encabezados por Estados Unidos lo llevó a anunciar el retiro de Bolivia de esas convenciones. José Mujica ha liderado la aprobación en el Parlamento de Uruguay de una ley que legaliza la producción, el consumo y el comercio de marihuana, bajo monopolio estatal. “Alguien tiene que ser el primero”, ha dicho.

El cambio ni es fácil ni, a menudo, está claro sobre qué debe versar. Cambiar las convenciones de las Naciones Unidas y el arraigado prejuicio de la prohibición puede tomar años, si no décadas. La Asamblea Especial de las Naciones Unidas de 2016 puede terminar como la de 1998, que promovió México para evaluar la política de guerra contra las drogas, pero que terminó ratificándola. Igual de complejo es definir políticas alternativas que, probablemente, deberán ser distintas para cada droga: una cosa es regular la marihuana y otra el consumo de cocaína, por ejemplo.

El debate se ve con frecuencia innecesariamente polarizado entre los extremos: partidarios de la guerra contra las drogas contra amigos de la legalización completa. Se trata de una discusión de extrema complejidad, que involucra aspectos médicos y sociológicos, de economía, agro y seguridad, culturales, institucionales y nacionales frente a una cadena de producción, tráfico y consumo cuya ilegalidad la ha convertido en uno de los más rentables y sofisticados negocios del planeta, con personajes legendarios como Pablo Escobar o el Chapo Guzmán y dosis de violencia y corrupción que arrasan con sociedades enteras.

Pero, por primera vez en un siglo, la necesidad de revisar la política vigente está en la mesa de las instituciones internacionales. El fracaso de la prohibición y de la represión al campesino productor y al usuario final de las drogas ilícitas son tan evidentes que el grupo de llaneros solitarios que los señalaba desde hace años ha terminado liderado por un grupo de presidentes latinoamericanos que están rompiendo el tabú. En materia de drogas, los próximos años están para alquilar balcón.